Juan Saer - La Pesquisa

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Relato fascinante, aguda reflexión sobre la racionalidad, el crimen y la locura, La pesquisa es la gran novela policial de Juan José Saer. Pichón Garay, el conocido personaje de otros libros de Saer, narra durante una cena con amigos en su región natal, el misterioso caso de un hombre que en París se dedica a asesinar ancianas y que es perseguido implacablemente por la policía. La historia se entrelaza con el descubrimiento de un enigmático manuscrito, cuya búsqueda desemboca en un largo viaje en lancha por un río sin orillas. Lúcidamente, Saer le hace un guiño a sus lectores cuando pone en boca del narrador aquello que es la premisa básica de su escritura:?…por el solo hecho de existir, todo relato es verídico…?.

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Ese aislamiento no parecía perturbar demasiado a Morvan. Al cabo de unos meses, empezó a hablar otra vez. Es verdad que no decía gran cosa pero, por lo menos, cuando se le formulaba una pregunta, contestaba de un modo preciso, en lo posible con algún monosílabo, y si necesitaba algo, lo pedía de manera directa, amable y natural. Desde un punto de vista físico, el encierro también parecía haberle hecho bien: comía con buen apetito, y aunque se negaba a recibir visitas, aceptaba de buena gana los paquetes de ropa y alimentos que Caroline le mandaba regularmente. Parecía más impasible que sereno y muy cuidadoso de su aseo y de su aspecto personal, de modo que entre los locos del manicomio, siempre llamaba la atención a los visitantes, porque estaba limpio, bien afeitado, y vestido de manera impecable, hasta tal punto que muchos de esos visitantes lo tomaban por algún miembro del personal, y a veces llegaban hasta pedirle algún informe que Morvan; de un modo cortés y expeditivo, les suministraba sin equivocarse. Aunque parezca increíble el estado, gracias a la intervención de algunos colegas, le otorgó una pensión por invalidez, de modo que hasta tenía una cuenta en el banco que, como no gastaba en casi nada, le daba muy buenos intereses. Todos los días, acompañado de dos enfermeros, dos hombres de aspecto ni más ni menos vigoroso que él, salía a correr varios kilómetros por el campo de deportes del establecimiento. Cuando iba al dispensario a pasar los exámenes clínicos de rutina, el médico de guardia, mientras lo auscultaba o le tomaba la presión, sacudía la cabeza riéndose, y diciendo que, con la salud que parecía tener, Morvan enterraría probablemente a todos sus conocidos. Irguiendo el torso desnudo y musculoso que el médico recorría apoyando la oreja contra la piel o dándole aquí y allá un golpecito con los nudillos, Morvan dejaba transparentar, sin que el médico que lo creía casi catatónico lo advirtiera, en los ojos más que en los labios, una sonrisa levísima, que revelaba un orgullo enigmático.

Un día llamó por teléfono a Caroline y le pidió que le mandara su viejo libro ilustrado de mitología, que conservaba desde la infancia, y que su padre le había traído a la casa de la abuela, de vuelta de uno de sus viajes, y también la copia de todos los documentos relativos a los veintisiete primeros crímenes, que había tomado la precaución de guardar en su casa, y que fuera a pedirle a Combes, no a Lautret, una fotocopia de los dos últimos. Caroline le trajo personalmente el paquete, pero Morvan se negó a recibirla, limitándose a hacerle entregar por uno de los guardias una esquela amable aunque impersonal. Cuando tuvo el paquete, bastante voluminoso, en sus manos, lo miró con satisfacción pero, sin abrirlo, lo dejó descansar varios días sobre la mesa. Por fin una noche desató con paciencia y habilidad el triple o cuádruple nudo bien apretado y sin siquiera echarle una mirada a los legajos policiales, sacó con placer evidente el libro de mitología, ajado en el lomo y con las hojas que ya estaban un poco amarillentas y carcomidas en los bordes. Sentándose en la cama lo empezó a hojear, sin leer el texto impreso en letras grandes, destinadas a un lector infantil, pero deteniéndose con profundo interés en las viejas estampas de colores que representaban la caída de Troya, Oreste de regreso a su casa, Tántalo sirviéndole a los dioses sus propios hijos como alimento, Ulises atado al mástil de su embarcación con los oídos tapados para no escuchar, por miedo de sucumbir a su fascinación, el canto de las sirenas, y también Escila y Caribdis, Gorgona, Quimera, y sobre todo el toro intolerablemente blanco, con las astas en forma de medialuna, violando eternamente en Creta, bajo un plátano, después de haberla raptado en una playa de Tiro o de Sidón, a la ninfa aterrada. La pila de documentos policiales parecía olvidada sobre la mesa. Alzando fugazmente la cabeza, Morvan le echó una mirada como para asegurarse de que seguía ahí pero, desinteresándose de inmediato, volvió a absorberse en la contemplación de las estampas de colores. De todos modos ya sabía que el tiempo adverso, a partir de esa noche tranquila empezaba a estar por fin de su lado.

A pesar de que ha estado escuchándolo con atención profunda, cuando Pichón deja de hablar y clava en él una mirada satisfecha y expectante, Tomatis se remueve un poco en su silla de hierro blanco y, evitando la mirada de Pichón, deja errar la suya durante unos segundos y después, al mismo tiempo que sus ojos se quedan tranquilos, su cuerpo entero se inmoviliza cuando su espalda, en la que la tela de la camisa azul empapada en sudor se pega a la piel, se apoya contra el respaldo de la silla. Una expresión casi cómica a fuerza de connotar desconfianza y esfuerzo mental aparece en su cara, y Soldi, equidistante de los dos, observa que cuando los ojos de Pichón advierten la expresión de Tomatis, se iluminan, discretos, con un brillo malicioso.

– Es posible -dice Tomatis, con malhumor pensativo, y después, con un movimiento distraído, se lleva la mano hacia el bolsillo izquierdo de la camisa, y saca un estuche para cigarros, de cuero oscuro y rígido, cuya forma acanalada, constituida de tres largos cilindros compartimentados y paralelos, revela su capacidad. Con el mismo aire impaciente y distraído, Tomatis abre el estuche, hace sobresalir de él un cigarro de tamaño mediano envuelto en celofán y, sabiendo de antemano que ninguno de los dos aceptará, se lo ofrece primero a Soldi y después a Pichón. Sin siquiera esperar que los otros lo rechacen de manera explícita, lo saca del estuche y, después de cerrar el estuche y de volver a guardarlo en el bolsillo de la camisa, recostándose otra vez contra el respaldar de hierro blanco, empieza a hacer girar entre sus dedos en apariencia distraídos el cigarro, y después, empezándolo a sacar de su envoltura de celofán, repite, mirando esta vez a Pichón directamente a los ojos:

– Es posible.

El brillo malicioso en los ojos de Pichón -al advertirlo Tomatis sonríe a su vez, lo mismo que Soldi, como tres lucecitas que se hubiesen encendido en la noche, a la distancia, pero no simultáneas y fuertes, sino en forma discreta y sucesiva- desciende hasta sus labios que, apenas entreabiertos, ondulan levemente.

– Es posible -dice Tomatis por tercera vez-. ¿Pero por qué volver todo tan complicado? En física o en matemáticas, la solución más simple es siempre la mejor y encima, como dicen ellos, y si vieran cómo se visten, la más elegante.

Conciente de haber captado la atención de su auditorio, Tomatis deja de hablar y se dedica, sin ningún apuro, a encender su cigarro. Pichón, que lo ha visto fumarlos desde la adolescencia, sabe que la tarea le lleva siempre mucho tiempo, pero que esta vez la demorará todavía más que de costumbre. Por otra parte, ese cigarro que Tomatis ha sacado del estuche, es un dominicano, de la marca Romeo y Julieta, de grosor medio, a sesenta y ocho dólares la caja de veinticinco, y si Pichón está tan al tanto es porque es él mismo el que la ha comprado en el free shop del aeropuerto de París, unos minutos antes de embarcarse en el avión. Casi en el instante preciso en que el viaje fue decidido, la imagen de sí mismo comprando la caja de cigarros para Tomatis, y la imagen de Tomatis recibiéndola de sus manos han sido una especie de recuerdo anticipado y placentero, una experiencia vivida con intensidad antes de que las garras mortales de lo que efectivamente ocurre la atrapen, la banalicen y la arrojen después, sin culpa ni saña, al basural del olvido. Tomatis hurga en el bolsillo del pantalón en busca de una caja de fósforos de madera, y cuando por fin la encuentra, la saca con lentitud ceremoniosa y la deja sobre la mesa. Ya que está, y para estirar un poco más la expectativa, eleva el cigarro hasta la oreja derecha y lo oprime varias veces con la yema de los dedos para verificar si conserva la humedad requerida, operación completamente superflua puesto que Pichón le ha oído siempre repetir, hasta la náusea podría decirse, que los cigarros que se compran en los aeropuertos, por estar mal conservados, son casi sin excepción demasiado secos, y después, abriendo la caja de fósforos, saca uno y, con el extremo opuesto a la cabecita roja inflamable, perfora la punta comba del cigarro que se lleva inmediatamente a la boca y, sin soltarlo, se pone a chupar y a hacer girar entre sus labios para humedecerlo como se debe. Pichón observa que aunque las yemas y la palma de la mano de Tomatis son un poco más claras, el dorso de sus dedos y la piel del cuello y de la cara tienen casi el mismo color que el cigarro. Tomatis deja por fin de chupetearlo, examina con atención exagerada la punta humedecida, y parece decidido a encenderlo, aunque con tanta lentitud que el fósforo que le ha servido para perforarlo y que conserva todavía en la mano izquierda, y la caja que, después de volver a ponerse el cigarro entre los labios, ha recogido de la mesa con la derecha, van al encuentro uno de la otra por el aire con impulsos zigzagueantes y discontinuos, tan poco funcionales en su desplazamiento que evocan alguna anomalía de coordinación, captando a tal punto la atención de Soldi y de Pichón que, habiéndose olvidado hasta de la finalidad de esa demora, siguen impacientes y concentrados el laberinto imaginario que trazan en el aire esos movimientos. Y sin embargo, cuando el fósforo encuentra por fin la arenilla marrón de la caja, una sola fricción enérgica basta para que de la cabecita roja brote la llama, y ahuecando la palma de la mano para protegerla, Tomatis la aplica concienzudo a la punta del cigarro, sin dejar de aspirar hasta haber encendido toda la superficie circular. Tomatis se saca el cigarro de la boca, examina la punta encendida, y recién después de haber verificado el resultado de la operación, encontrándolo satisfactorio, deja caer al suelo, sin siquiera sacudirlo para que se apague, el cabito de fósforo que sigue todavía ardiendo cuando desaparece debajo de la mesa. Varias chupadas profundas, con los párpados entornados a causa de la mirada que vigila la punta encendida, van devolviendo al aire de la noche chorros espesos de humo que salen rectos y densos de entre los labios y se vuelven tenues y arborescentes cuando empiezan a disiparse. Aunque ha realizado todos sus movimientos morosos con expresión seria, casi solemne, cuando los da por terminados, desde antes incluso de desentornar los párpados para cruzar la mirada de sus dos interlocutores, Tomatis lanza una carcajada rápida, una especie de risa privada con la que se burla de su propia morosidad, revelando al mismo tiempo su carácter puramente teatral.

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