Juan Saer - La Pesquisa
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Cuando Madame Mouton abrió la puerta, Morvan pensó que si había demorado un rato en hacerlo era probablemente porque antes se había ido a echar una última mirada en el espejo. Aunque no era el que esperaba, pareció agradablemente sorprendida por el aspecto de su comisario. Tenía sin duda más de setenta años y si a pesar de todos sus esfuerzos no conseguía disimularlo ante los demás, por el modo en que se vestía y en que actuaba, daba la impresión de haber obtenido en ese sentido algún resultado consigo misma. Morvan pensó que debía haber sido hermosa en su juventud, pero que no eran los años sino los esfuerzos excesivos que hacía para seguir pareciéndolo los que la afeaban. Le hubiese parecido mejor con el cabello blanco, despintada y en pantuflas, leyendo cerca de la chimenea, que tan bien vestida, llena de joyas, el pelo teñido de un color rojizo y los labios y las mejillas reavivados, con discreción por supuesto, de lápiz labial y de colorete. Por el modo en que parpadeó al abrir la puerta, Morvan comprendió que habitualmente debía usar anteojos, pero que los había dejado a propósito en el interior para causar mejor impresión en su visitante. Morvan se plegó a esa atmósfera de simulación, y antes de entrar en el departamento propiamente dicho inspeccionó un buen rato la cerradura, que era de lo más común, y para tranquilizar a la dueña de casa, le mintió asegurándole que la encontraba apropiada, diciéndose al mismo tiempo en su fuero interno que ni una, ni tres, ni mil cerraduras serían suficientes para impedirle entrar al vendaval que esa presencia oscura acurrucada en el hombre o lo que fuese, al ponerse en movimiento, arrasadora, levantaba. En la sala había una chimenea donde ardía un fuego vivaz y, sobre una mesita baja, instalada entre tres sillones confortables de cuero, dos copas de champaña todavía sin usar y unos platitos cargados de ingredientes para el aperitivo. Para darle la certidumbre de que vendría al día siguiente, le dijo a Morvan Madame Mouton, al cruzarse con ella en el supermercado el día anterior, el comisario Lautret había comprado una botella de champaña para el aperitivo y se la había dado, diciéndole que la pusiera al fresco para celebrar el encuentro, verificar las medidas de seguridad, y al mismo tiempo despedir el año que terminaba. Morvan debe haber pensado, tal vez con ironía e incluso con saña que, para Madame Mouton, esa botella estaba destinada a despedir, no únicamente el año que llegaba a su fin, sino también el tiempo entero, el fluido sin substancia ni forma precisa, ni dirección definida que desgasta, sin compasión pero también sin crueldad, los seres y las cosas. Morvan le entregó el sombrero que tenía en la mano y después el sobretodo del que se extrajo laboriosamente. Madame Mouton los dejó sobre el sillón que seguiría desocupado durante la entrevista y lo invitó a sentarse en uno de los dos que quedaban libres. Apenas estuvo instalada frente a él, del otro lado de la mesita baja preparada para el aperitivo, la dueña de casa empezó a interrogar a Morvan sobre el crimen de la Folie Regnault, del que conocía los detalles por las informaciones de la radio y de la televisión, con un interés, o al menos así se le ocurrió a Morvan, excesivo por los aspectos macabros que parecían despertar en ella menos compasión que una especie de euforia inexplicable. Morvan se descubrió pensando con cierta severidad que para la anciana que tenía enfrente, y que no parecía todavía haberse resignado a ser una anciana, la ola como se dice de crímenes podía muy bien no ser más que un pretexto para vaciar en su departamento que ya no debían visitar muchos hombres vigorosos, una botella de champaña en compañía de algún oficial de policía treinta años más joven que ella. Como mientras la escuchaba, Morvan, pensando en la llegada posible de Lautret, miró su reloj pulsera para ver si ya eran las ocho, ella interpretó su gesto como una muestra de impaciencia y murmurando algunas formalidades, se levantó y dijo que iba a buscar el champaña y otras cositas a la cocina, desapareciendo por alguna puerta que quedaba detrás del sillón en el que Morvan estaba sentado.
Durante un momento, únicamente el fuego de la chimenea, incesante y vivaz, interrumpió el silencio total de la sala, con sus crepitaciones y su chisporroteo intermitente, hasta que Morvan dejó de escucharlo y, después de haber estado mirando fijamente las llamas, dejó deslizar su mirada atenta y tranquila por la habitación. Cuando llegó al sombrero y al sobretodo que yacían en el sillón de cuero, un detalle imprevisto le llamó la atención: Madame Mouton había plegado más bien hacia afuera el sobretodo, de manera que una buena parte del forro sedoso estaba a la vista, la parte donde se abría el bolsillo izquierdo, que Morvan, que ni siquiera fumaba, no usaba nunca por no decir, y casi ninguna exageración, que hasta desconocía su existencia. Del bolsillo emergía, ocupando todo el ancho de la abertura, el borde de un envase de plástico transparente, y tan delgado que apenas si era visible, pero el abultamiento leve del bolsillo permitía adivinar que era más delgado que lo que contenía, uno de esos sobres herméticos de plástico cerrados por una máquina que aplasta todo el perímetro de los bordes comprimiendo al máximo el ya había adivinado lo que contenía, o sea un par de guantes de látex plegados y achatados en el interior del sobre transparente, un par de esos guantes que por razones de higiene usan los empleados de las fiambrerías para manipular las tajadas de fiambre, despegándolas unas de otras sin deteriorarlas, como hubiese ocurrido con un cuchillo y un tenedor y despachárselas a los clientes. Examinándolos con curiosidad y extrañeza, comprendió de inmediato que el hombre, o lo que fuese, los utilizaba con la naturalidad exacta de un matarife para realizar con mayor eficacia su trabajo sin dejar huellas digitales. Con ellos podía manejar mejor el cuchillo y, después de dejar el cuchillo a un lado, abrir, separar, escarbar, desgarrar, arrancar, directamente con los dedos. Esas manos blancas de látex tenían algo en común con sus víctimas, porque a las dos el hombre o lo que fuese podía usarlas en su ritual despreciable hasta volverlas casi irreconocibles y después tirarlas. Morvan nunca había visto esos guantes en su vida, y dedujo que algún otro, alguien que estaba tendiéndole una trampa para abolir en él toda esperanza, los había puesto en su bolsillo. Se le ocurrió la idea increíble de que, al recibir el sobretodo de sus manos, Madame Mouton había deslizado, con rapidez y discreción, los guantes en el bolsillo, con un designio tan abominable que una confusión de asco y furor lo encegueció durante un momento. Pero casi de inmediato su mente se volvió clara y alerta otra vez, y como oyó la puerta de la cocina que se abría a sus espaldas, dejó caer el sobretodo en el sofá, y se guardó rápidamente los guantes en el bolsillo del saco.
Madame Mouton traía la botella de champaña y unos canapés triangulares de salmón ahumado cuidadosamente dispuestos sobre un platito. Morvan la estudió con disimulo sin extraer ninguna conclusión; su mirada rebotaba contra la cara al mismo tiempo común e impenetrable, y sin embargo las frases banales que la anciana profería le parecían tener todas más de un sentido, una intención implícita que, por mucho que se concentrara en ellas, no lograba develar. Se preguntó si, cada vez que el hombre o lo que fuese se había encontrado frente a frente con su víctima, el mismo doble malentendido se había instalado entre ellos, porque así como él no lograba interpretar las frases en apariencia banales de la anciana, le parecía que también ella cometía un error cuando juzgaba al hombre que tenía enfrente y de ese modo era como si hubiese más de dos personas en la pieza, las presencias palpables de carne y hueso, y la estilización insensata que cada uno hacía del otro. A decir verdad, cuando el cuchillo caía, ya hacía rato, probablemente desde el comienzo del mundo, que la aniquilación había tenido lugar. Morvan miraba a la mujer tratando de imaginarle una biografía: ahora estaba inclinada hacia la mesita baja, haciéndole lugar al plato que contenía los canapés triangulares de salmón y él, que se había quedado parado cuando ella entró desde la cocina, veía la cabeza frágil y expuesta, los hombros estrechos, la piel arrugada y llena de vetas marrones de la mano encogida que sostenía el plato, y los dedos finos y cargados de anillos que aferraban el cuello de la botella. El pelo rojizo, y ya un poco ralo, estaba dividido en dos masas simétricas por una raya tortuosa y blanca de cuero cabelludo. Después de dejar el plato sobre la mesita, Madame Mouton se incorporó tratando de reprimir un jadeo que traicionaba su edad, y le extendió la botella de champaña para que Morvan la abriese. Una ligera incomodidad flotaba en la habitación: brusca e inexplicablemente desconectada, la máquina de producir ensoñaciones que los dos llevaban adentro había dejado de funcionar, volviendo irreales por un momento, no el desfile de invenciones irrazonables que maquillaban lo exterior hasta darle la forma pueril del propio deseo, sino por paradójico que parezca la substancia rugosa del presente en la que estaban incrustados, formando indisolublemente parte de ella, igual que las vetas en la piedra o los nudos en la madera. Ella pareció de pronto exhausta, transformándose en la viejecita que se resistía a ser, y los años muertos, que había estado tratando de ignorar, vertiginosos, se acumularon de golpe en su mirada. Morvan observó el cambio, pensando que tal vez ya era demasiado tarde para ella y, simulando no haber percibido nada, empezó a abrir la botella.
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