Rodolfo Fogwill - Muchacha punk

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La chica me gustó. Vestía un traje de hombre holgado, tres o más números mayor que su talle.

De altura normal, no pesaría más de 44 kilos. su piel tan suave (algo de ella me recordó a Grace Kelly, algo de ella me recordó a Catherine Deneuve) era más que atractiva para mí. Calzaba botitas de astrakán perfectas, en contraste con la rasposa confección de su traje de lana. Una camisa de cuello Oxford se le abría a la altura del busto mostrando algo que creí su piel y comprobé después que era tina campera de gimnasta. Ella, a mí, ni me miró.

Pero en cambio, su amiga, la más gorda, la del pelo teñido color naranja, venía emitiendo una onda asaz provocativa. No quise sugerir sexual: provocativo, como buscando riña, como buscando o planificando un ataque verbal, como buscando tina humillación, como ella misma habría mirado a un oficial de la policía inglesa. Así mirábame la gorda de pelo zanahoria. La mía, en cambio no me mira ha. Pero…

Tampoco miraba a sus acompañantes. Miraba hacia la calle vacía de transeúntes, con las pupilas extraviadas en el paso del viento. Así me dije: "se pierde su mirada pincelando el frío viento de Oxford Street". Era etérea. Esa nota, lo etéreo, es la que mejor habría definido a mi muchacha para mí, de no mediar aquellas actitudes punk y los detalles punk, que lucía, punk, como al descuido, negligentemente punk, ella. Por ejemplo: fumaba cigarrillos de hoja; los tomaba con el gesto exhultante de un europeo meridional, pitaba fuerte el humo y lo tiraba insidiosamente contra el cristal de la vidriera. Al pasar por su mesa había visto en sus manos una mancha amarilla, azafranada, de alquitrán de tabaco. ¡Y jamás vi manitas sucias de alquitrán de tabaco como las de mi muchachita punk! El índice, el mayor y el anular de su derecha, desde las uñas hasta los nudillos, estaban embebidos de ese amarillo intenso que sólo puede conseguir algún gran fumador para la primer falange del dedo índice, tras años de fumar y fumar evitando lavados. Me impresionó. Pero era hermosa, tenía algo de Catherine Deneuve y algo de Isabelle Adjani que en aquel momento no pude definir: me estaba confundiendo. Pagué la cuenta, eché las rémoras de mi botella de Chianti en la copa verde del restaurante, y copa en mano -so british-, como si fuese un parroquiano de algún pub confianzudo, me apersoné a la mesa de las muchachas punk asumiendo los riesgos. Antes de partir había calculado mi chance: una en cinco, una en diez en el peor de los casos; se justificaba. voy a contarlo en español: -¿Puedo yo sentarme? Las tres punk se miraron. La gorda punk acariciaba su victoria: debió creer que yo bajaba a reclamar explicaciones por sus miradas punk provocativas. Para evitar un rápido rechazo me senté sin esperar respuestas. Para evitar desanimarme eché un trago de vino a mi garguero. Para evitar impresionarme miré hacia arriba, expulsando de mi campo visual al pajarito embalsalmado. La gorda reía. La punk mía miró a la del pelo verde, miró a la gorda, sopló el humo de su cigarro contra la nada, no me miró, y sin mirarme tomó un sorbito de aquella mezcla de Coca Cola y Chianti que estuvo preparando en la página anterior, pero que yo, con esta prisa por escribirla, había olvidado registrar. Habló la punk con pájaro

– ¿Qué usted quiere? -Nada, sentarme… Estar aquí como una sustancia de hecho… -dije en cachuzo inglés.

Sin duda mi acento raro acicateó los deseos de saber de la gorda: -¿Dónde viene usted de…? -ladró.

La pregunta era fuerte, agresiva, despectiva.

– De Sudamérica… Brasil y Argentina -dije, para ahorrarles una agobiante explicación que llenaría el relato de lugares comunes. Me preguntaba si era inglés: se asombraba "¿Cómo puede venir uno de Brasil y Argentina sin ser británico?", imaginé que habría imaginado ella.

¿Sería un inglés? -No. Soy sudamericano, lamentado -dije.

– Gran campo Sudamérica -se ensañaba la gorda.

– Sí: lejos. Así, lejos. Regresaré mes próximo -le respondí.

– Oh sí… Yo veo dijo la gorda mirando fijo a la cara de sapo que hamacó su cabeza como si confirmase la más elaborada teoría del universo. Entonces habló por vez primera y sólo para mí mi Muchacha Punk. Tenía voz deliciosa y tímbrica en este párrafo: -¿Qué usted hace aquí? -quiso saber su melodía verbal.

– Nada, paseo -dije, y recordé un modelo que siempre marchó bien con beatniks y con hippys y que pensé que podía funcionar con punks. Lo puse a prueba: -Yo disfruto conocer gente y entonces viajo… Conocer gente, ¿Me entiende?… Viajar… Conocer… ¡Gente!… ¿Eh.? ¡Ah…! ¡Así…! ¡Gente…!

Funcionó: la carita de mi Muchacha Punk se iluminaba. -Yo también amo viajar -fue desgranando sin mirarme-. Conozco África, India y los Estados (se refería a USA). Yo creo que yo conozco casi todo. ¡Yo no nunca he ido yo a Portugal! ¿Cómo es Portugal? -me preguntó.

Compuse un Portugal a su medida: -Portugal es lleno de maravilla… Hay allí gente preciosamente interesante y bien buena. Se vive una ola en completo distinta a la nuestra…

" seguí así, y ella se fue envolviendo en mi relato. Lo percibí por la incomodidad que comenzaban a mostrar sus punks amigas. Lo confirmé por esa luz que vi crecer en su carita aristocráticamente punk. Susurraba ella: -Una vez mi avión tomó suelo en Lisboa y quise yo bajar, pero no permitieron -dijo-: Encuentro que la gente del aeropuerto de Lisboa son unos cerdos sucios hijos de perra. ¿Es no, eso…Lisboa, Portugal?-. La duda tintineaba en su voz.

– Sí -adoctriné, pero en todos los aeropuertos son iguales: son todos piojosos malolientes sucios hijos de perra.

– Como los choferes de taxi, así son -me interrumpió la gorda, sacudiendo el humo de su Players.

– Como los porteros del hotel, sucios hijos de perra -concedió la pajarófora gorda cara de sapo, quieta.

– Como los vendedores de libros -dijo la mía -¡Hijos de una perra!-. Y flotaba en el aire, etérea.

– Sí, de curso -dije yo, festejando el acuerdo que reinaba entre los cuatro. Entonces ocurrió algo imprevisto; la de pelo verde habló a la gorda: -Deja nosotros ir, dejemos a estos trabajar en lo suyo, eh… -y desenrolló un billete de cinco libras, lo apoyó en el platillo de la cuenta, se paró y se marchó arrastrando en su estela a la cara de sapo. Bien había visto yo que ellas habían con sumido diez o quince libras, pero dejé que se borraran, eso simplificaba la narración.

– Bay, Borges -me gritó la cara de sapo desde la vereda, amagando sacar de su cintura una inexistente espadita o un puñal; entonces yo me alegré de ver tanta fealdad hundiéndose en el frío, y me alegré aún más, pensando que asistía a otra prueba de que el prestigio deportivo de mi patria ya había franqueado las peores fronteras sociales de Londres. Pregunté a mi muchacha por qué no las había saludado: -Porque son unas ceras sucias hijas de perra.

¿Ve? -dijo mostrándome los billetitos de cinco libras que iba sacando de su bolsillo para completar el pago de la cuenta. Asentí.

Como un cernícalo, que a través de las nubes más densas de un cielo tormentoso descubre los movimientos de su pequeña presa entre las hierbas, atraído por el fluir de las libras, un mozo muy gallego brotó a su lado, frente a mí. Guiñó un ojo, cobró, recibió los pocos penns de propina que mi muchacha dejó caer en su platillo, y yo pedí otra botella de Chianti y dos de Coke y ella me devolvió un hermoso gesto: abrió la boca, frunció un poquito la nariz, alzó la ceja del mismo lado y movió la cabeza como queriendo devolver la pelota a alguien que se la habría lanzado desde atrás.

Conjeturé que sería un gesto de acuerdo. Poco después, su manera golosa de beber la mezcla de vino y Coca Cola, acabó de confirmándome aquella presunción de momento: todo había sido un gesto de acuerdo.

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