Marcos Aguinis - La gesta del marrano
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Cuando partieron los Brizuela, Francisco incrementó su relación con los Valdés y Lorenzo se convertiría en su compañero de dramáticas aventuras.
El notario del Santo Oficio Marcos Antonio Aguilar raspa su pluma sobre las hojas de papel y verifica los bienes del reo. En esta primera etapa es obligatorio contrastar sus declaraciones con el inventario. El Santo Oficio es legalista. Nada se deja al capricho de los hombres porque está en juego la defensa de la fe.
Cuando fray Martín de Salvatierra da por concluida esta etapa, Francisco Maldonado da Silva pregunta:
– ¿Puedo saber de qué se me está culpando?
El fraile apenas le roza la mirada, entre asombrado e irónico. El notario enrolla sus pliegos. Ambos salen sin contestar una palabra. El oficial controla a los negros que retiran la mesa y las sillas. Después cierra la puerta. Gira la llave. Baja la tranca exterior. Retorna la sobrecogedora oscuridad.
17
Lorenzo Valdés era el único hijo legítimo del capitán, pero tenía hermanos putativos y sospechaba que algunos mestizos y mulatos se le parecían. Una mancha rojo vinosa le cubría la mitad izquierda de su nariz y se extendía hasta el párpado inferior. Los entendidos atribuían la marca a un antojo que persiguió a su madre cuando estuvo embarazada. Era ocurrente y agresivo. Saltaba la cuerda al derecho y al revés, de costado, con un pie, en cuclillas y caminando hacia atrás. Trepaba los árboles como un gato y llegaba de un envión a las ramas más finas. Cuando su crujido anunciaba que iban a quebrarse, daba una vuelta en el aire y terminaba colgado de la siguiente. Lorenzo le prestó su cuerda a Francisco para que ensayara los saltos difíciles. Juntos recorrieron las calles brincan do el aro que formaban con la soga en movimiento. Le enseñó a subirse rápidamente al extendido algarrobo cercano a la plaza mayor. Sus piruetas aéreas asustaron a unos frailes que se persignaron y les ordenaron bajar. Primero hicieron bocina con la mano y después golpearon el tronco. Los muchachos huían por el tejido de ramas jugando a ser invisibles. Los frailes no toleraron tamaña insolencia y marcharon con el enojo concentrado hacia lo del capitán Valdés, quien prometió -para calmarlos- reprender a su hijo. Lorenzo escuchó la filípica pero contó después a Francisco que su padre le recomendó no volver a trepar ese algarrobo y, al mismo tiempo, se reía de la cara de los frailes.
El capitán de lanceros Toribio Valdés era un personaje admirado, odiado y temido. Para algunos, impredecible; para otros, de férrea coherencia. Francisco llegó a tener motivos para opinar de todas esas formas. Cuando joven, en su España natal, Toribio mató a cuchilladas al herrero de su aldea porque le había mancillado su honor. Contaba con orgullo cuán fornido era el herrero y con cuánta fuerza le hundió el puñal en el vientre y en el pecho hasta que su sangre formó una piscina espesa en la que se derrumbó mientras clamaba por un cura. Cuando llegó el cura, ya no podía hablar y se fue al otro mundo sin confesión. Así que ese hombre pasó del calor de su fragua al calor del infierno. Toribio Valdés tuvo ocasión de quedarse con la herrería, pero jamás iba a cometer el desatino de ponerse a trabajar. Ésa era una degradación de quienes no tenían sangre de hidalgo. De modo que abandonó su aldea cuando se enteró de que la columna que transitaba por el camino iba a unirse con regimientos militares. Estaba formada por vagabundos, putas y bufones que deseaban mejorar su suerte en la guerra de Flandes. Se mezcló con la soldadesca, repartió heridas, penetró en el campo enemigo y descubrió su vocación militar. Pronto vistió uniforme y cargó armas rotundas. Después se embarcó para luchar contra los sarracenos. Aprendió a manejar velas, cargar cañones y efectuar abordajes en alta mar. Conoció Venecia y casi llegó a Estambul. Perdió tres dedos de la mano izquierda y uno de la derecha en una prisión de África. Consiguió huir, primero por tierra y luego por mar. Comió carne de víbora y bebió en charcos infectas. Regresó a España condecorado de cicatrices y con las faltriqueras llenas de odio. Se ofreció para viajar al Perú: quería la riqueza que le negó el oriente. Pero Valdés tuvo que esperar un año. Mientras, mató a dos hombres por nuevas ofensas a su honor (tampoco recordaba estas ofensas, pero no le importaba porque, de todas formas, ya las había limpiado) hasta que un día le llegó la orden y corrió a embarcarse. La nave se balanceó locamente en las tempestades del Atlántico. Cerca de Portobello se produjo el temido naufragio en el que murió la mitad de la sufrida tripulación. Toribio Valdés pudo finalmente llegar a Lima. Buscó el oro que reclamaban sus talegas vacías pero descubrió, asombrado, que no se lo recogía en las calles. Así que pidió ser enviado a expediciones fundacionales o punitivas o lo que sea. Lo anotaron en la lista de voluntarios y tuvo la ocasión de dirigir acciones contra los pechos calchaquíes y las traicioneras flechas chaqueñas, por lo que el gobernador decidió premiarlo y nombrado capitán de lanceros de Córdoba, con casa, lugartenientes, servidumbres, sueldo y privilegios adicionales explícitos y tácitos.
El médico Diego Núñez da Silva lo saludó con una reverencia y le ofreció sus servicios profesionales a él, su familia, sus ayudantes militares, los indios y los negros de su propiedad. El capitán de lanceros, que se había puesto botas, calzones de seda, chaleco brillante y espalda al cinto para la ocasión, le agradeció la deferencia. Francisco y Lorenzo, que espiaban tras la puerta, sonrieron complacidos.
18
Córdoba tenía siete iglesias. En la plaza mayor se erigía la Catedral y a un costado -como si los poderes no se enfrentasen- el Cabildo. Las numerosas manzanas edificadas en derredor incluían viviendas buenas y fuertes, algunas con pisos altos.
Los cordobeses compensaban su aislamiento con la vanagloria. Se jactaban de su linaje. Era divertido: damas y caballeros competían en la descripción de sus árboles genealógicos. Pretendían ser joyas humanas en medio de este país salpicado de indígenas brutos. Las referencias parecían firmes porque nadie cometía la imprudencia de impugnar al vecino. Reinaba un acuerdo de no reclamar pruebas y los padrones que dieran fe no existían. Tampoco era difícil fraguar un documento apócrifo. La calenturienta ambición aspiraba a formar una corte nobiliaria más resplandeciente que la de Madrid.
Mientras los seglares se llenaban de títulos, los frailes vigorizaban el prestigio de sus órdenes. Tampoco iban a quedar rezagados. Los tres conventos establecidos -con ambientes para la meditación y extensos campos para la explotación- eran los de Santo Domingo, San Francisco y La Merced. En el convento de La Merced se encerró Isidro Miranda. Exhibió su larga acción pastoral y fue aceptado. Era bueno que un hombre anciano que predicó, convirtió y enseñó junto al primer obispo de estas tierras brindase su sabiduría a la orden que tanto hizo por rescatar fieles de los sanguinarios moros y que ahora, en América, sufría alguna desorientación porque no había moros, sino indios.
El convento franciscano, que era el más grande, se estaba preparando para recibir la visita de un exigente supervisor cuya fama de santidad se había extendido hasta los confines del Virreinato. Ese hombre justo solía recorrer las tribus de indios con un crucifijo en una mano y un desafinado rabel en la otra. Se le atribuían milagros. Era tan carniseco que se borraba de la vista. Pero tenía una voz poderosa. Se llamaba Francisco Solano. Diego Núñez da Silva lo había visto en la ciudad de La Rioja.
Finalmente se destacaba el convento de Santo Domingo en el cual vivía el fraile Bartolomé Delgado, quien ejercía el cargo de comisario [15]de la Inquisición. Fray Bartolomé fue siempre obeso, calvo y de una edad imprecisa. Su hábito dominico, de color blanco y negro, flotaba en torno a su cuerpo globuloso; para confeccionado se usó más tela que la requerida por media docena de hermanos. Trataba con dulzura a los vecinos y aparecía en sus casas sin aviso previo. En ocasiones llegaba para el almuerzo y en otras para la cena; también decía los buenos días en la temprana hora del desayuno o las buenas noches cuando ya se iban a acostar. Saludaba con una sonrisa e iba derecho a ubicarse junto a la mesa donde se servía algún plato, postre o simple fruta. Pero su objetivo no se limitaba a calmar la voracidad permanente, sino a generar una amable conversación. Era un artista de las charlas morosas y ocurrentes. Fray Bartolomé tenía conciencia de su habilidad y no sentía deuda por el vino y los platos que le servían. Además, él no hacía esas incansables visitas por ocio o gula, sino para cumplir una misión escabrosa: integraba la aguerrida orden dominicana que desde los comienzos funcionaba como privilegiado instrumento de la Inquisición y ésta, reconociendo la energía de su fe, lo había designado comisario en Córdoba. Tenía, pues, que aguzar sus sentidos para detectar las herejías que se filtraban insidiosamente en la vida pública y privada. Nada más correcto que introducirse entonces en la privacidad de las gentes, en sus patios, comedores, haciendas y hasta en sus dormitorios para captar un indicio sutil del demonio. Las pláticas sobre aventuras, chismes, negocios e historias fantásticas permitían descubrir gustos, inclinaciones y hasta un secreto ritual que su memoria registraba implacablemente.
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