Al cabo de una media hora retornó la calma al improvisado corral y la gente volvió a sus lugares. Aparentemente se había alejado el peligro. Catalina y Luis eligieron suculentos trozos de asado con la punta de unos cuchillos, los acomodaron en un par de bandejas y llevaron a la mesa de sus patrones, Quienes preferían, podían gustar una cazuela con verduras, papas, garbanzos y carne cocida. Una pequeña damajuana de vino alcanzó para toda la familia y también para convidar a los pasajeros de la carreta siguiente, Como postre se distribuyeron naranjas.
Los mayores doblaron las chaquetas como almohada y se repantigaron sobre la gramínea. Francisco, en cambio, aún estaba demasiado inquieto por tantas novedades y prefirió dedicar esa primera pausa del viaje a satisfacer su curiosidad. Examinó la parte inferior de las carretas como quien explora zonas íntimas. Agachado y alerta, miró y tocó desde abajo ese piso que parecía firme cuando uno viajaba dentro, pero que estaba formado por un tejido tosco sobre base de tablones. La caja se prolongaba en un largo pértigo que la unía al yugo; para la construcción de este pértigo se usaba el tronco de un altísimo árbol. Acarició su superficie lisa, manchada con sudor de bueyes y polvo de caminos: parecía la gruesa lanza de un gigante. Caminó después hacia el círculo de tizones donde asaron la res; el fuego ya se extinguía. Se alejó entonces hasta el agrupamiento de bueyes, cercano al arroyo. Junto a ellos pastaban los caballos, asnos y mulas.
– ¿Por qué las mulas no tienen hijos? -había preguntado a su hermano Diego en Ibatín, mientras contemplaban el arreo de una tropilla.
– Porque nacen de burro y yegua o de caballo y burra. Son un producto artificial. No se generan a sí mismas. No formaron parte del Arca de Noé.
– ¿No?
– No. Son una especie intrusa, porque no aparecieron en el quinto día de la creación como las demás bestias de la naturaleza. Aparecieron mucho después, cuando un burro, en vez de aparearse con una hembra de su misma especie, lo hizo con una yegua.
– ¿ Está mal eso?
– Creo que está mal.
– ¿Y por qué se crían mulas?, ¿y se venden?, ¿y se usan?
– Por eso mismo. Porque son útiles y fuertes. Son ideales para transportar carga a buen ritmo y para caminar por terreno escarpado. Son un invento para enriquecerse.
– ¿Y no se pueden unir un mulo y una mula?, ¿«aparearse», como dices?
– Casi no ocurre. Y si ocurre, la mula no es fecunda.
– ¿Por qué?
– Porque es así: no es fecundada. Es estéril. Te repito: un burro y una yegua hacen una mula, pero la mula no tiene descendencia: no produce nada, ni mula, ni yegua, ni burra.
– ¿Por qué? -había preguntado Francisco a fray Isidro en otra ocasión interesado en verificar tal rareza.
El religioso frunció los labios y pudo ofrecerle una respuesta más bonita:
– Cuando Jesús era bebé, el celoso rey Herodes ordenó la matanza de todos los niños recién nacidos para que ninguno le quitase el trono, ¿recuerdas? Bien; entonces, para salvar al niño Jesús, sus padres tuvieron que llevarlo a Egipto. José trajo una mula y la cargó con sus escasas pertenencias. El animal, ignorando con quién estaba, se encolerizó, arrojó los bultos y dio a José una humillante coz en el trasero. Desde el suelo, José levantó una mano y lo condenó a carecer de descendencia. Por eso nunca una mula proviene de mula.
Francisco observó las mulas, tan altas como los caballos y tan vigorosas como los burros. Sus orejas estiradas y su cola breve evocaban al burro. Su porte y rapidez al caballo. Era una feliz combinación artificial. La maldición de José no produjo estragos. ¿Por qué no serían ciertas otras combinaciones, entonces? ¿Por qué no sería posible la unión de hombre y yegua para gestar un centauro como imaginaban los paganos de la antigüedad? ¿O de pez y mujer para gestar una sirena?
En ese momento unos peones cruzaron a la disparada pisando cuerpos. Vociferaban espantados:
– ¡Por allí, por allí!
Corrieron hacia el fogón, que ya había sido cubierto con tierra. «Por allí, por allí.» Siguieron hacia el corral y formaron un anillo en torno a las tropillas agitadas. Los viajeros con arcabuces orientaron su puntería en dirección al cañaveral. En efecto, se alejaban a la carrera, despavoridos, tres asnos. Los perseguía un resplandor cobrizo.
De los pastizales emergía el lomo de un puma disparado como flecha hacia los animales.
Francisco asistió entonces a un espectáculo extraordinario.
Uno de los tres asnos se detuvo mientras los restantes proseguían la huida. Se paralizó absurdamente. No giró para embestir a la fiera, sino que le siguió ofreciendo su parte posterior. Sólo torcía la cabeza para calcular cuánto faltaba para ser alcanzado. El puma no tardó en dar un majestuoso salto desde varios metros de distancia. Trazó un arco luminoso y aplastó su cuerpo sobre el lomo la víctima. Le clavó las garras y mordió la cerviz. El burro sufrió la sacudida del golpe, pero no cambió de postura. Sus dos compañeros ya habían ganado distancia.
El burro aguardó con increíble fortaleza que el feroz jinete se acomodara. Entonces volcó súbitamente hacia un costado y quedó con las patas agitándose en el aire mientras comprimía al puma con su lomo. Los rebuznos eran clarines de dolor y alegría. La fiera aprisionada intentaba escurrirse de la prensa letal. Abrió sus garras chorreantes de sangre y golpeó con desesperación la cola contra el suelo. El jumento siguió frotando su duro lomo como si estuviese atacado por una picazón hasta que pudo quebrar el delicado espinazo del puma. Después flexionó las patas, levantó la cabeza y se irguió desmañadamente.
Don Diego hizo gestos a sus vecinos para que bajasen el arcabuz. No era necesario matar al puma. Ya lo hacía el burro, aplicándole formidables dentelladas. Un charco de sangre embadurnó a los dos animales. Finalmente el burro se apartó con inmensa fatiga y cayó a pocos metros.
La exaltación de los comentarios no frenó la presteza de los peones carniceros. El fulgor de sus cuchillos dio cuenta de la preciosa piel del felino que, humeante aún, fue exhibida como bandera.
El burro estaba malherido. La sangre brotaba rítmicamente de su cerviz. Las fauces se le cubrieron de espuma. Su respiración era muy rápida.
– Habrá que sacrificarlo.
Francisco no pudo contemplar el crimen. Corrió hacia la carreta, pero alcanzó a escuchar:
– No vale la pena gastar municiones. Degüéllenlo.
El teniente receptor del Santo Oficio empuja la silla que le obstruye el paso. Camina hacia la puerta y, con impaciencia, ordena:
– ¡Vamos!
Los oficiales cierran los dedos en torno a los brazos de Francisco y lo despegan de su mujer. Ella ofrece resistencia. Inútil resistencia. Salen a la calle oscura.
– ¿Adónde me llevan?
Lo siguen empujando.
Tras unos minutos el teniente Minaya le informa: «Vamos al convento de Santo Domingo.»
Reanudaron la marcha poco después de las cuatro. El rodeo se desovilló en una larga hilera de veinte carretas fofas. Adelante, como siempre, marchaban los postillones en sus ágiles caballos; avanzaban para explorar el terreno y retrocedían con la información. Los bueyes tiraban a ritmo constante. No se detendrían hasta la hora de cenar.
Durante un buen rato se habló del heroico burro. Cómo defendió a sus compañeros. Cómo se dejó montar para después quebrarle la columna al puma con su peso. Cómo soportó el dolor de las garras y los colmillos. Cómo terminó por darle muerte con sus dientes. Cómo luchó a pesar del miedo.
– ¡Pero lo degollaron! -reprochó Francisco.
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