NUESTROS FUSILADOS NO PASAN DE DOS MIL,
insiste con innegable modestia. Al ser descalificado Osear Galves le corresponde el primer puesto y el
TROFEO DE LA CARRERA A DOMINGO MARIMON
también argentino pero sin pináculo, un gordo de tabaco que se lo fuma hasta chamuscarse los dedos, bohemio y dicharachero, quiere beber cerveza, una verdadera consternación para las doscientas mil personas que madrugaron en homenaje precoz al Aguilucho.
LA CAÍDA DE ROMULO GALLEGOS ES CUESTIÓN DE DÍAS,
tal vez de horas, los niños de escuela lo comentan entre las zancadillas del recreo, los militares están decididos a masacrar al pueblo si alguien se opone a, no se opondrá nadie, los partidos políticos andan a la greña, ninguno cree sino en sus propios rencores. Osear Galves protesta enardecido al enterarse del fallo que le arrebata la victoria, Pero che, qué vas a reclamar vos si te remolcaron, argumenta el gordo Marimón sin alterarse, y entonces el Aguilucho se abre paso por en medio de un pueblo suspirante, va caminando lentamente hasta la estatua del General San Martín (situada a una cuadra de la meta) y llora lágrimas amargas al pie de su libertador.
Estamos a 8 de noviembre de 1948, repito. La señora Consuelo irrumpe en la bodega del portugués Joao Francisco de Sousa, abierta a despecho del domingo, el cliente solitario es Pedro Conoto, vendedor de pájaros, no cliente en propiedad sino utilitario visitante a caza de solterona que le compre el periquito, o simplemente peregrino que esquiva el espinazo al sol de la calle, los muchachos que pasan en ventolera por el claro de la puerta le gritan ¡Pedro Conoto culo roto!, y él les responde malignamente ¡El culo se lo puedo romper a tu madre! La señora Consuelo ha venido a comprar una vela de sebo, sustancia necesaria para el parto que asiste cinco casas más arriba, y una botella de aguardiente de caña, medicamento también imprescindible, ya que el angelito está cerca, Mamá grita cada tres minutos, ¡Ay que se me quiebra la cadera!, ¡Ay que se me revienta la cuca!, ¡Ayúdame San Pedro Claver! La señora Consuelo circunnavega por entre promontorios de sacos de arroz y huacales de refrescos que la separan del portugués, formula su pedido sin dignarse mirar a Pedro Conoto ni al periquito, enfila la proa resueltamente hacia el interior de la bodega, en el horizonte relumbra sobre el hollín de la pared el rectángulo blanco que ella andaba brujuleando, un almanaque. La señora Consuelo descifra de lejos a noviembre porque está en letras gordas, y el inmenso 8 negro aún más indudable, y la palabra domingo en rojo que lo subraya, trabajo le cuesta entender el sentido de las mosquitas mínimas que nombran a los santos, qué vaina, la señora Consuelo pasó de los cincuenta y no usa espejuelos, le es preciso arrimar pegaditos los ojos al papel del almanaque para deletrear con dificultad:
Santos Severo, Severiano, Carpóforo y Victorino, los cuatro mártires coronados.
Severo nunca, ni Severiano, ni Carpóforo dice la señora Consuelo, y al decirlo acciona elocuentemente, como si el asunto le concerniera a Joao Francisco de Sousa. Si nace varón haré que le pongan Victorino.
Hoy cumple Victorino 18 años Victorino Pérez
Son las 4 en punto de la mañana, Victorino lo sabe con transparente precisión, aunque no tenga reloj ni haya escuchado el metal entreabierto de una campana. El goteo de la noche le ha acompasado el pulso como si su sangre alimentara una ampolla destilante de medir minutos, como si sus latidos animaran el vaivén de una péndola colgada del silencio, como si sus nervios fueran las lombricillas en espiral que regulan el avance de los secundarios.
No hubo preso ni ordenanza en este penal que no brindara su colaboración, que no le arrimara el hombro a la fuga, LA INTRÉPIDA EVASIÓN DE VICTORINO PÉREZ, EL ENEMIGO PUBLICO NUMERO UNO DE NUESTRA SOCIEDAD, así lo titularán los periódicos. Los dos maricas que duermen en el patio (no se han atrevido a meterlos en ningún calabozo, igual peligro entraña darles compañía de su mismo sexo que del contrario) se fajarán en una pelea devoradora a las 4 y 30 minutos en punto, uno de ellos conserva un reloj de pulsera que se salvó de las requisas por un milagro del Nazareno. El guardia correrá a separarlos, a imponerles la autoridad y el silencio de cualquier modo, para eso le pagan puerco salario de esbirro. En ese instante estallará la gritería de las cuatro ninfas que están encerradas en el calabozo del fondo y que han sido traídas a esta cárcel de machos por perturbadoras del orden público y por un navajazo barriguero que una de ellas (no pudieron sacarles en los interrogatorios, se pusieron duras, cuál fue la que manejó el chuzo) le dio al camarero de El Vagón. El guardia embestirá berreando, a investigar qué pasa, a insultar a las mujeres, a meterlas en cintura. Victorino debe estar entonces fuera de su calabozo, encogido para saltar como un gato a la celda de enfrente, ahí se hallan incomunicados los seis menores del asalto a la farmacia, ellos ya habrán descerrajado el cangrejo de la puerta para abrirle paso, ya tendrán lista una tronera en el techo después de una noche de envergado trabajo. Usando como peldaños las manos y los hombros de los seis menores, Victorino subirá hasta el hueco donde titila la madrugada, lo demás corre por cuenta de mi buena leche, de la velocidad de mis talones, del temple de mis timbales, un plan rinquincalla, incubado sin la ayuda de nadie en el moropo de Victorino Pérez, el choro más firmeza y más comecandela de esta ciudad de Caracas, capital de la República y cuna del Libertador, ese soy yo.
A las 4 y 25 los apremiantes siseos de Victorino han despabilado al guardia, lo han arrancado de los cabeceos que conciliaba envuelto en su cobija barcina, abandona la silla de cuero y se acerca arrastrando los brodequines, de mala gana y ofensivamente hediondo a despertar de policía.
– ¿Qué te pasa, negroemierda?-
Frente a su mirada Victorino se cimbrea como una mujer con dolores de parto, los dedos de ambas manos entrecruzados sobre el obligo en un rictus trepidante. Me muero, jipea. Se está muriendo a velas desplegadas, con los ojos de vidrio y los labios salpicados por un hervor de espumas. No alcanza a expresar su agonía sino a través de un gruñido sobreagudo, desgarrador, de lechón magullado por un camión de carga, que asusta (no es suficiente asustarlo, es imprescindible que abra el candado con la llave que le cuelga del cinturón) al guardia. Súbitamente arrecia el ataque, un temblequeo rígido sacude las extremidades del preso, sus espaldas retumban una y otra vez pesadamente sobre los ladrillos del calabozo, su cabeza golpea en tumbos de badajo contra las paredes. El guardia abre el candado a las 4 y 30 en punto.
– ¡Bandida, hija de mala madre, te voy a desquiciar la dentadura por pérfida y calumniadora!- vocifera Rosa de Fuego, el marico más feo que ha inventado Dios, con ese pelo colorado de barbas de maíz y esa nariz papuda de zanahoria.
– ¡Atrévete conmigo y te sacaré las pupilas, malparida!- responde el alarido de Niña Isabel, el otro parguete, y le dispara un arañazo a la cara que va de veras y le escupe un salivazo verdoso que le deshonra la frente.
El guardia vacila dos segundos, inicia el ademán de cerrar nuevamente el candado, se lo obstruye el cuerpo de Victorino caído entre convulsiones, la mitad fuera del calabozo, las piernas pataleando allá adentro como émbolos enloquecidos. El guardia lo deja morir de mengua y acude hecho un basilisco a reprimir el zipizape de los sodomitas. Lleva enarbolado un retaco garrote blanco, presto a descargarlo sin contemplaciones sobre las cabezas entigrecidas de ambos gladiadores.
Ahora le toca a ellas, estalla en las tinieblas del trasfondo el zafarrancho de las prostitutas, un contrapunto a cuatro voces, indescifrable porque las cuatro eructan al unísono el interminable catálogo de insolencias que han atesorado en su accidentada carrera, los nombres y sobrenombres de aquellas partes del cuerpo humano y de aquellas secreciones que intervienen en el acto sexual o en el remate de las funciones digestivas. Sus gritos son limones podridos que se estrellan contra las paredes de la cárcel. El guardia abre los brazos, desenfrenado:
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