Mario Llosa - Conversación En La Catedral

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Conversación En La Catedral: краткое содержание, описание и аннотация

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Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Perú, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odría. Unas cuantas cervezas y un río de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que éstos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripción minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustración.

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O sea que todavía existía la lealtad, al menos entre algunas putas, Zavalita.

– La pobre estaría completamente arruinada ya -se entristeció Becerrita, la mano en el bigotito, los ojitos titilantes fijos en Queta-. Por el trago, por la pichicata, quiero decir.

– ¿Va a poner eso también? -sollozó Queta-. ¿Encima de los horrores que publican sobre ella cada día, eso también?

– Que andaba fregada, que era medio polilla, que tomaba y jalaba lo han dicho todos los periódicos -suspiró Becerrita-. Nosotros somos los únicos que hemos destacado la parte buena. Que fue una cantante famosa, que la eligieron Reina de la Farándula, que era una de las mujeres más guapas de Lima.

– En vez de escarbar tanto su vida, debían preocuparse más del que la mató, del que la mandó matar-sollozó Queta y se tapó la cara con las manos-. De ellos no hablan, de ellos no se atreven.

¿En ese momento, Zavalita? Piensa: sí, ahí. La cara petrificada de Ivonne, piensa, el recelo y el desconcierto de sus ojos, los dedos de Becerrita inmovilizados en el bigotito, el codo de Periquito en tu cadera, Zavalita, alertándote. Los cuatro se habían quedado quietos, mirando a Queta, que sollozaba muy fuerte. Piensa: los ojitos de Becerrita perforando los pelos rojizos, llameando.

– Yo no tengo miedo, yo escribo todo, el papel aguanta todo -susurró al fin Becerrita, con dulzura-. Si tú te atreves, yo me atrevo. ¿Quién fue? ¿Quién crees que fue?

– Si eres tan estúpida de meterte en un lío, allá tú -la cara de espanto de Ivonne, Carlitos, su terror, el grito que dio-. Si esas estupideces que se te ocurren, si esa estupidez que has inventado…

– Tú no entiendes, Madama -la vocecita casi llorosa de Becerrita, Carlitos-. Ella no quiere que la muerte de su amiga quede así, en nada. Si Queta se atreve, yo me atrevo. ¿Quién crees que fue, Queta?

– No son estupideces, usted sabe que no es invento, señora -sollozó Queta, y alzó la cara y lo soltó, Carlitos-. Usted sabe que el matón de Cayo Mierda la mató.

Todos los poros a sudar, piensa, todos los huesos a crujir. No perder ni un gesto, ni una sílaba, no moverse, no respirar, y en la boca del estómago el gusanito creciendo, la culebra, los cuchillos, igual que esa vez, piensa, peor que esa vez. Ay, Zavalita.

– ¿Ahora se va a poner a llorar? -dice Ambrosio-. Ya no tome más, niño.

– Si tú quieres lo publico, si tú quieres lo digo tal cual, si no quieres no pongo nada -murmuró Becerrita-. ¿Cayo Mierda es Cayo Bermúdez? ¿Estás segura que él la mandó matar? Ese pendejo está viviendo lejos del Perú, Queta.

Ahí estaba la cara deformada por el llanto, Zavalita, los ojos hinchados enrojecidos, la boca torcida de angustia, ahí estaban la cabeza y las manos negando: Bermúdez no.

– ¿Qué matón? -insistió Becerrita- ¿Lo viste, estabas ahí?

– Queta estaba en Huacachina -lo interrumpió Ivonne, amenazándolo con el índice-. Con un senador, si quieres saber con quien.

– No veía a Hortensia hacía tres días -sollozó Queta-. Me enteré por los periódicos. Pero yo sé, no estoy mintiendo.

– ¿De dónde salió ese matón? -repitió Becerrita, sus ojitos pegados a Queta, tranquilizando a Ivonne con una mano impaciente-. No publicaré nada, Madama, sólo lo que Queta quiera que diga. Si ella no se atreve, por supuesto que tampoco yo.

– Hortensia sabía muchas cosas de un tipo de plata, ella se estaba muriendo de hambre, sólo quería irse de aquí -sollozó Queta-. No era por maldad, era para irse y empezar de nuevo, donde nadie la conociera. Ya estaba medio muerta cuando la mataron. De lo mal que se portó el perro de Bermúdez, de lo mal que se portaron todos cuando la vieron caída.

– Le sacaba plata, y el tipo la mandó matar para que no lo chantajeara más -recitó, suavemente, Becerrita-. ¿Quién es el tipo que contrató al matón?

– No lo contrató, le hablaría -dijo Queta, mirando a Becerrita a los ojos-. Le hablaría y lo convencería. Lo tenía dominado, era como su esclavo. Hacía lo que quería con él.

– Yo me atrevo, yo lo publico -repitió Becerrita, a media voz-. Qué carajo, yo te creo, Queta.

– Bola de Oro la mandó matar -dijo Queta-. El matón es su cachero. Se llama Ambrosio.

– ¿Bola de Oro? -se paró de un salto, Carlitos, pestañeaba, miró a Periquito, me miró, se arrepintió y miró a Queta, al suelo, y repetía como un idiota ¿Bola de Oro, Bola de Oro?

– Fermín Zavala, ya ves que está loca -estalló Ivonne, parándose también, gritando-. ¿Ves que es una estupidez, Becerrita? Incluso si fuera cierto, sería una estupidez. No le consta nada, todo es invención.

– Hortensia le sacaba plata, lo amenazaba con su mujer, con contar por calles y plazas la historia de su chofer -rugió Queta-. No es mentira, en vez de pagarle el pasaje a México la mandó matar con su cachero. ¿Lo va a decir, lo va a publicar?

– Nos vamos a salpicar de mierda todos -y se derrumbó sobre el asiento, Carlitos, sin mirarme, resoplando, de repente se puso el sombrero para ocupar las manos en algo-. Qué pruebas tienes, de dónde sacaste semejante cosa. No tiene pies ni cabeza. No me gusta que me tomen el pelo, Queta.

– Yo le he dicho que es un disparate, se lo he dicho cien veces -dijo Ivonne-. No tiene pruebas, estaba en Huacachina, no sabe nada. Y aunque tuviera, quién le iba a hacer caso, quién le iba a creer. Fermín Zavala, con todos sus millones. Explícaselo tú, Becerrita. Dile lo que le puede pasar si sigue repitiendo esa historia.

– Te estás salpicando de mierda, Queta, y nos estás salpicando a todos -gruñía, Carlitos, hacía muecas, se arreglaba el sombrero-. ¿Quieres que publique eso para que nos encierren en el manicomio a todos, Queta?

– Increíble tratándose de él -dijo Carlitos-. Para algo sirvió toda esa mugre. Al menos para descubrir que Becerrita también es humano, que podía portarse bien.

– ¿Usted tenía algo que hacer, no? -gruñó Becerrita, mirando su reloj, la voz angustiosamente natural-. Váyase nomás, Zavalita.

– Cobarde, desgraciado -dijo Queta, sordamente- Ya sabía que era por gusto, ya sabía que no te atreverías.

– Menos mal que pudiste pararte y salir de ahí sin echarte a llorar -dijo Carlitos-. Lo único que me preocupaba es que se hubieran dado cuenta las putas y que no pudieras ir más a ese bulín. Después de todo, es el mejor, Zavalita.

– Di menos mal que te encontré -dijo Santiago-. No sé qué hubiera hecho esa noche sin ti, Carlitos.

Sí, había sido una suerte encontrarlo, una suerte ir a parar a la plaza San Martín y no a la pensión de Barranco, una suerte no ir a llorar la boca contra la almohada en la soledad del cuartito, sintiendo que se había acabado el mundo y pensando en matarte o en matar al pobre viejo, Zavalita. Se había levantado, dicho hasta luego, salido del saloncito, chocado en el pasillo con Robertito, caminado hasta la plaza Dos de Mayo sin encontrar taxi. Respirabas el aire frío con la boca abierta, Zavalita, sentías latir tu corazón y a ratos corrías. Habías tomado un colectivo, bajado en la Colmena, andado aturdido bajo el Portal y de pronto ahí estaba la silueta desbaratada de Carlitos levantándose de una mesa del bar Zela, su mano llamándote.

Ya habían regresado de donde Ivonne, Zavalita, ¿había aparecido la tal Queta? ¿Y Periquito y Becerrita? Pero cuando llegó junto a Santiago, cambió de voz: qué pasaba, Zavalita.

– Me siento mal -lo habías cogido del brazo, Zavalita-. Muy mal, viejo.

Ahí estaba Carlitos mirándote desconcertado, vacilando, ahí el golpecito que te dio en el hombro: mejor se iban a tomar un trago, Zavalita. Se dejó arrastrar, bajó como un sonámbulo la escalerita del "Negro Negro", cruzó ciego y tropezando las tinieblas semivacías del local, la mesa de siempre estaba libre, dos cervezas alemanas dijo Carlitos al mozo y se recostó contra las carátulas del New Yorker.

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