Mario Llosa - Conversación En La Catedral

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Conversación En La Catedral: краткое содержание, описание и аннотация

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Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Perú, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odría. Unas cuantas cervezas y un río de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que éstos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripción minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustración.

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– Me quedé ciego -dijo Ludovico-. Y lo peor el ahogo, hermano. Empecé a disparar a la loca. No me daba cuenta que eran granadas, creí que me habían quemado por atrás.

– Gases lacrimógenos en un local cerrado, varios muertos, decenas de heridos -dijo el senador Landa-. No se puede pedir más ¿no, Fermín? Aunque tenga siete vidas, Bermúdez no sobrevive a esto.

– Se me acabaron las balas en un dos por tres -dijo Ludovico-. No podía abrir los ojos. Sentí que me partían la cabeza y caí soñado. Cuántos me caerían encima, Ambrosio.

– Algunos incidentes don Cayo -dijo el Prefecto-. Parece que les destrozaron el mitin, eso sí. La gente está saliendo despavorida del Municipal.

– La guardia de asalto ha comenzado a entrar al teatro -dijo Molina-. Ha habido tiros adentro. No, no sé todavía si hay muertos, don Cayo.

– No sé cuanto rato pasó, pero abrí los ojos y el humo seguía -dijo Ludovico-. Me sentía peor que muerto. Sangrando por todas partes, Ambrosio. Y en eso vi al perro de Hipólito.

– ¿Pateando a tu pareja él también? -se rió Ambrosio-. O sea que los engatuzó. No había resultado tan cojudo como creíamos.

– Ayúdame, ayúdame -gritó Ludovico-. Nada, como si no me conociera. Siguió pateando al negro, y de repente los otros que estaban con él me vieron y me cayeron encima. Otra vez las patadas, los palazos. Ahí me desmayé de nuevo, Ambrosio.

– Que la policía despeje todas las calles, Prefecto -dijo Cayo Bermúdez-. No permita ninguna manifestación, detenga a todos los líderes de la Coalición. ¿Ya tiene lista de víctimas? ¿Hay muertos?

– Como despertar y seguir viendo la pesadilla -dijo Ludovico-. El teatro ya estaba casi vacío. Todo roto, sangre salpicada, mi pareja en medio de un charco. Ni recuerdo de cara le dejaron al viejo. Y había tipos tirados, tosiendo.

– Sí, una gran manifestación en la Plaza de Armas, don Cayo -dijo Molina-. El Prefecto está con el Comandante ahora. No creo que convenga, don Cayo. Son miles de personas.

– Que la disuelvan inmediatamente, idiota -dijo Cayo Bermúdez-. ¿No se da cuenta que la cosa va a crecer con lo ocurrido? Póngame en contacto con el Comandante. Que despejen las calles ahora mismo, Molina.

– Después entraron los guardias y uno todavía me pateó, viéndome así -dijo Ludovico-. Soy investigador, soy del cuerpo. Por fin vi la cara del Chino Molina. Me sacaron por una puerta falsa. Después me volví a desmayar y sólo desperté en el hospital. Toda la ciudad estaba en huelga ya.

– Las cosas están empeorando, don Cayo -dijo Molina-. Han desempedrado las calles, hay barricadas por todo el centro. La guardia de asalto no puede disolver una manifestación así.

– Tiene que intervenir el Ejército, don Cayo -dijo el Prefecto-. Pero el general Alvarado dice que sólo sacará la tropa si se lo ordena el Ministro de Guerra.

– Mi compañero de cuarto era uno de los tipos del senador -dijo Ludovico-. Una pierna rota. Me daba noticias de lo que iba pasando en Arequipa y me malograba los nervios. Tenía un miedo, hermano.

– Está bien -dijo Cayo Bermúdez-. Voy a hacer que el general Llerena dé la orden.

– Me escaparé, la calle es más segura que el hospital -dijo Téllez-. No quiero que me pase lo que a Martínez, lo que al negro. Conozco a uno que se llama Urquiza. Le pediré que me esconda en su casa.

– No va a pasar nada, aquí no van a entrar -dijo Ludovico-. Qué tanto que haya huelga general. El Ejército les meterá bala.

– ¿Y dónde está el Ejército que no se ve? -dijo Téllez-. Si se antojan de lincharnos, pueden entrar aquí como a su casa. Ni siquiera hay un guardia en el hospital.

– Nadie sabe que estamos acá -dijo Ludovico-. Y aunque supieran. Creerán que somos de la Coalición, que somos víctimas.

– No, porque aquí no nos conocen -dijo Téllez-. Se darán cuenta que vinimos de afuera. Esta noche me voy donde Urquiza. Puedo caminar, a pesar del yeso.

– Estaba medio tronado de susto, por lo que habían matado a sus dos compañeros en el teatro -dijo Ludovico-. Piden la renuncia del Ministro de Gobierno, decía, entrarán y nos colgarán de los faroles. ¿Pero qué es lo que está pasando, carajo?

– Está pasando casi una revolución -dijo Molina-. El pueblo se adueñó de la calle, don Cayo. Hemos tenido que retirar hasta los agentes de tránsito para que no los apedréen. ¿Por qué no llega la orden para que actúe el Ejército, don Cayo?

– ¿Y ellos, señor? -dijo Téllez-. ¿Qué han hecho con Martínez, con el viejo?

– No te preocupes, ya los enterramos -dijo Molina-. ¿Tú eres Téllez, no? Tu jefe te ha dejado plata en la Prefectura para que regreses a Ica en ómnibus, apenas puedas caminar.

– ¿Y por qué los han enterrado aquí, señor? -dijo Téllez-. Martínez tiene mujer e hijos en Ica, Trifulcio tiene parientes en Chincha. Por qué no los mandaron allá para que los enterraran las familias. Por qué aquí, como perros. Nadie va a venir a visitarlos nunca, señor.

– ¿Hipólito? -dijo Molina-. Tomó su colectivo a Lima a pesar de mis órdenes. Le pedí que se quedara a ayudarnos y se largó. Sí, ya sé que se portó mal en el teatro, Ludovico. Pero voy a pasar un parte a Lozano y lo voy a joder.

– Cálmese, Molina -dijo Cayo Bermúdez-. Con calma, con detalles, vaya por partes. Cuál es la situación, exactamente.

– La situación es que la policía ya no está en condiciones de restablecer el orden, don Cayo -dijo el Prefecto-. Se lo repito una vez más. Si no interviene el Ejército aquí va a pasar cualquier cosa.

– ¿La situación? -dijo el general Llerena-. Muy simple, Paredes. La imbecilidad de Bermúdez nos ha puesto entre la espada y la pared. Las embarró y ahora quiere que el Ejército arregle las cosas con una demostración de fuerza.

– ¿Demostración de fuerza? -dijo el general Alvarado-. No, mi general. Si saco la tropa, habrá más muertos que el año cincuenta. Hay barricadas, gente armada, y los huelguistas son toda la ciudad. Le advierto que correría mucha sangre.

– Cayo asegura que no, mi General -dijo el comandante Paredes-. La huelga es seguida sólo en un veinte por ciento. El lío lo ha desatado un pequeño grupo de agitadores contratados por la Coalición.

– La huelga es seguida cien por ciento, mi General -dijo el general Alvarado-. El pueblo es amo y señor de la calle. Han formado un Comité donde hay abogados, obreros, médicos, estudiantes. El Prefecto insiste en que saque la tropa desde anoche, pero yo quiero que la decisión la tome usted.

– Dígame su opinión, Alvarado -dijo el general Llerena-. Francamente.

– Apenas vean los tanques, los revoltosos se irán a sus casas, general Llerena -dijo Cayo Bermúdez-. Es una locura seguir perdiendo tiempo. Cada minuto que pasa da más fuerza a los agitadores y el gobierno se desprestigia. Dé la orden de una vez.

– Sinceramente, creo que el Ejército no tiene por qué ensuciarse las manos por el señor Bermúdez, mi General -dijo el general Alvarado-. Aquí no está en veremos ni el Presidente, ni el Ejército ni el régimen. Los señores de la Coalición vinieron a verme y me lo han asegurado. Se comprometen a tranquilizar a la gente si Bermúdez renuncia.

– Usted conoce de sobra a los dirigentes de la Coalición, general Llerena -dijo el senador Arévalo-. Bacacorzo, Zavala, López Landa. Usted no va a suponer que esos caballeros andan aliados con apristas o comunistas ¿no es verdad?

– Tienen el mayor respeto por el Ejército, y sobre todo por usted, general Llerena -insistió el senador Landa-. Sólo piden que renuncie Bermúdez. No es la primera vez que Bermúdez mete la pata, General, usted lo sabe. Es una buena ocasión para librar al régimen de un individuo que nos está perjudicando a todos, General.

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