Mario Llosa - Conversación En La Catedral

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Conversación En La Catedral: краткое содержание, описание и аннотация

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Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Perú, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odría. Unas cuantas cervezas y un río de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que éstos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripción minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustración.

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Les mandaban papelitos con los mozos, las sentaban en sus mesas. Algunas veces, cuando llegaban, la China ya había partido y Pedrito Aguirre daba una palmada fraternal a Carlitos: se había sentido mal, se fue acompañando a Ada Rosa, le avisaron que su madre está en el hospital. Otras, la encontraban en una velada mesa del fondo, escuchando las risotadas de algún príncipe de la bohemia, ovillada en las sombras junto a algún elegante maduro de patillas canosas, bailando apretada en los brazos de un joven apolíneo. Y ahí estaba la cara demudada de Carlitos: su contrato la obliga a atender a los clientes Zavalita, o en vista de las circunstancias vámonos al bulín Zavalita, o sólo sigo con ella por masoquismo Zavalita. Desde entonces, los amores de Carlitos y la China habían vuelto al carnicero ritmo anterior de reconciliaciones y rupturas, de escándalos y pugilatos públicos. En los entreactos de su romance con Carlitos, la China se exhibía con abogados millonarios, adolescentes de buen apellido y semblante rufianesco y comerciantes cirrosos. Acepta lo que venga con tal que sean padres de familia, decía venenosamente Becerrita, no tiene vocación de puta sino de adúltera. Pero esas aventuras sólo duraban pocos días, la China acababa siempre por llamar a “La Crónica”. Ahí las sonrisas irónicas de la redacción, los guiños pérfidos sobre las máquinas de escribir, mientras Carlitos, la cara ojerosa besando el teléfono, movía los labios con humildad y esperanza. La China lo tenía en la bancarrota total, se andaba prestando dinero de medio mundo y hasta la redacción llegaban cobradores con vales suyos. En el Negro-Negro le cancelaron el crédito, piensa, a ti te estaría debiendo lo menos mil soles, Zavalita.

Piensa: veintitrés, veinticuatro, veinticinco años. Recuerdos que reventaban como esos globos de chicle que hacía la Teté, efímeros como los reportajes de la Polla cuya tinta habría borrado el tiempo, Zavalita, inútiles como las carillas aventadas cada noche a los basureros de mimbre.

– Qué va a ser una artista ésa -dice Ambrosio-. Se llama Margot y es una polilla más conocida que la ruda. Todos los días cae por “La Catedral”.

QUETA estaba haciendo tomar al gringo de lo lindo: whisky tras whisky para él y para ella copitas de vermouth (que eran té aguado). Te conseguiste una mina de oro, le había dicho Robertito, ya llevas doce fichas. Queta sólo entendía pedazos confusos de la historia que el gringo le venía contando con risotadas y mímica. Un asalto a un banco o a una tienda o a un tren que él había visto en la vida real o en el cine o leído en una revista y que, ella no comprendía por qué, le provocaba una sedienta hilaridad. La sonrisa en la cara, una de sus manos rodeando el cuello pecoso, Queta pensaba mientras bailaban ¿doce fichas, nada más? Y en eso asomó Ivonne tras la cortina del Bar, hirviendo de rimmel y de colorete. Le guiñó un ojo y su mano de garras plateadas la llamó. Queta acercó la boca al oído de vellos rubios: ya vuelvo, amor, espérame, no te vayas con nadie. ¿What, qué, did you say?, dijo él risueño, y Queta apretó su brazo con afecto: ahorita, volvía ahorita. Ivonne la esperaba en el pasadizo, con la cara de las grandes ocasiones: uno importantísimo, Quetita.

– Está ahí en el saloncito; con Malvina -le examinaba el peinado, el maquillaje, el vestido, los zapatos-. Quiere que vayas tú también.

– Pero yo estoy ocupada -dijo Queta, señalando hacia el Bar-. Ese…

– Te vio desde el saloncito, le gustaste -reverberaron los ojos de Ivonne-. No sabes la suerte que tienes.

– ¿Y ése, señora? -insistió Queta-. Está consumiendo mucho y…

– Con guante de oro, como a un rey -susurró ávidamente Ivonne-. Que se vaya contento de aquí, contento de ti. Espera, déjame arreglarte, te has despeinado.

Lástima, pensó Queta, mientras los dedos de Ivonne revoloteaban en su cabeza. Y después, mientras avanzaba por el pasillo ¿un político, un militar, un diplomático? La puerta del saloncito estaba abierta y al entrar vio a Malvina arrojando su fustán sobre la alfombra. Cerró la puerta pero al instante ésta volvió a abrirse y entró Robertito con una bandeja; se deslizó por la alfombra doblado en dos, el rostro lampiño desplegado en una mueca servil, buenas noches. Colocó la bandeja en la mesita, salió sin enderezarse, y entonces Queta lo oyó:

– Tú también, buena moza, tú también. ¿No tienes calor?

Una voz sin emoción, reseca, ligeramente déspota y borracha.

– Qué apuro, amorcito -dijo, buscándole los ojos, pero no se los vio. Estaba sentado en el sillón sin brazos, bajo los tres cuadritos, parcialmente oculto por la sombra de esa esquina de la habitación donde no llegaba la luz de la lámpara en forma de colmillo de elefante.

– No le basta una, le gustan de a dos -se rió Malvina-. Eres un hambriento ¿no, amorcito? Un caprichosito.

– De una vez -ordenó él, vehemente y sin embargo siempre glacial-. Tú también, de una vez. ¿No te mueres de calor?

No, pensó Queta, y recordó con nostalgia al gringo del Bar. Mientras se desabotonaba la falda, veía a Malvina, desnuda ya: un rombo tostado y carnoso desperezándose en una pose que quería ser provocativa bajo el cono de luz de la lámpara y hablando sola. Parecía tomadita y Queta pensó: ha engordado. No le sentaba, se le caían los senos, ahorita la vieja la mandaría a tomar baños turcos al Virrey.

– Apúrate, Quetita -palmoteaba Malvina, riéndose-. El caprichosito no aguanta más.

– El malcriadito, dirás -murmuró Queta, enrollando despacio sus medias-. Ni siquiera sabe dar las buenas noches tu amigo.

Pero él no quería bromear ni hablar. Permaneció callado, balanceándose en el sillón con un mismo movimiento obsesivo e idéntico, hasta que Queta terminó de desnudarse. Como Malvina, se había quitado la falda, la blusa y el sostén, pero no el calzón. Dobló su ropa sin prisa y la acomodó sobre una silla.

– Así están mejor, más frescas -dijo él, con su desagradable tonito de frío aburrimiento impaciente-. Vengan, se les están calentando los tragos.

Fueron juntas hacia el sillón, y mientras Malvina se dejaba caer con una risita forzada en las rodillas del hombre, Queta pudo observar su cara flaca y huesuda, su boca hastiada, sus minuciosos ojos helados.

Cincuenta años, pensó. Acurrucada contra él, Malvina ronroneaba cómicamente: tenía frío, caliéntame, unos cariñitos. Un impotente lleno de odio, pensó Queta, un pajero lleno de odio. Él había pasado un brazo por los hombros de Malvina, pero sus ojos, con su inconmovible desgano, la recorrían a ella, que aguardaba de pie junto a la mesita. Por fin se inclinó, cogió dos vasos y se los alcanzó al hombre y a Malvina. Luego recogió el suyo y bebió, pensando un diputado, quizás un prefecto.

– También hay sitio para ti -ordenó él, mientras bebía-. Una rodilla cada una, para que no se peleen.

Sintió que la jalaba del brazo, y al dejarse ir contra ellos, oyó a Malvina chillar ay, me diste en el hueso, Quetita. Ahora estaban muy apretados, el sillón se mecía como un péndulo, y Queta sintió asco: la mano de él sudaba. Era esquelética, minúscula, y mientras Malvina, muy cómoda ya o disimulando muy bien, reía, hacía chistes y trataba de besar al hombre en la boca, Queta sentía los deditos rápidos, mojados, pegajosos, cosquilleándole los senos, la espalda, el vientre y las piernas. Se echó a reír y empezó a odiarlo. Él las acariciaba con método y obstinación, una mano en el cuerpo de cada una, pero ni siquiera sonreía, y las miraba alternativamente, mudo, con una expresión desinteresada y pensativa.

– Qué poco alegre está el señor malcriadito -dijo Queta.

– Vámonos a la cama de una vez -chilló Malvina, riéndose-. Aquí nos va a dar una pulmonía, amorcito.

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