Hector Faciolince - Asuntos de un hidalgo disoluto

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Asuntos de un hidalgo disoluto: краткое содержание, описание и аннотация

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Él es Gaspar Medina, un millonario colombiano (setentón desengañado y cínico), que al parecer ha alcanzado la divina indiferencia. Ella es su joven secretaria, Cunegunda Bonaventura, cuyas mayores virtudes son unos senos perfectos y un no menos perfecto mutismo.
El septuagenario, en tono hosco y sentencioso, con un humor entre grotesco y amargo, va haciendo un recuento en voz alta de curiosos episodios. Trata de desenmarañar, ante la muda Cunegunda, el enredo de su larga vida.
Las memorias del viejo pretenden resolver, mediante un delirio lúcido de recuerdos desordenados, una íntima contradicción: el personaje es, a la vez, hidalgo y disoluto. Bien educado, bondadoso, ascético, pero también abyecto, promiscuo, insensible. Alguien que no siente apetito, ni deseo, ni odio, ni amor, y que sin embargo ha amado a Ángela Pietragrúa hasta perder la cordura. Sus asuntos suceden en Italia y Colombia, e incluyen el adulterio, la seducción, la política, la religión y la familia.

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En el asiento de atrás del carro no se hablaba casi nunca. Yo me adormecía sobre los abullonados cojines de cuero y no me despertaba sino cuando mi tío descorría por un momento las cortinas para ver dónde íbamos, sacaba del bolsillo su reloj de oro macizo (el mismo que ahora extraigo de mi faltriquera para informarle a Cunegunda que ya van siendo las doce), se fijaba en la hora y suspiraba por la tardanza. Durante todo el viaje seguía desmenuzando su pausado rosario entre el pulgar y el índice. A veces, de repente, decía nombres de santos y el chofer y yo debíamos contestar, si era al principio del viaje, "llevadnos con bien", y si era al final de la jornada, "ora pro nobis". Estos nombres de santos no llegaban arbitrariamente a su conciencia; la realidad, para mi tío, consistía en una red de asociaciones que tenían que ver con patronos de la Iglesia. Así, si había un choque decía san Cristóbal, si pasábamos por una librería decía san Jerónimo o san Juan de la Cruz, si un negro se atravesaba decía san Martín, si el burdo del chofer pisaba un perro, mi tío lo encomendaba a san Bernardo.

El arzobispo solía señalarme las obras emprendidas por su iniciativa: "Allá estamos construyendo un seminario"; "en ese edificio va a quedar la facultad de ingeniería"; "detrás de esos pinares tenemos unas tierras y vamos a edificar una casa de retiro para laicos".

Después yo me volvía a adormecer, pero mi modorra era siempre turbada por los sobresaltos del nombre de algún santo pronunciado en voz alta y sin aviso previo. Recuerdo que una vez volvíamos de un pueblo de las cercanías y al pasar por un caserío que se llama Santa Bárbara mi tío dijo el nombre del sitio. El chofer, como un rayo, respondió "ora pro nobis" y mi tío reaccionó con un brevísimo "torpe" musitado casi a boca cerrada.

Mi tío hablaba con la erre afrancesada. La fascinante e insólita pronunciación, unida a su origen, tienen que ver con mi viaje a Italia. Mi tío decía que la costumbre se le había pegado en el Piamonte, en Turín, donde había hecho el seminario nada menos que con Giovanni Bosco, después santo. Mientras me hablaba de sus años de formación solía acariciarme la cabeza y me comunicaba que algún día me iba a mandar a estudiar a Turín donde los salesianos. Turín nunca fue meta para viajeros y turistas de ninguna parte y menos suramericanos. Salvo Erasmo y Nietzsche, que allí se acabó de enloquecer y le dio por besuquear caballos, pocas personas escogen ese rumbo italiano. Por eso estoy seguro de que cuando tuve que escoger la ciudad del mundo en la que buscaría un refugio al oprobio violento de mi tierra, escogí a Turín por fidelidad al recuerdo de mi tío, muerto hacía ya varios años.

Es cierto que, si fuera por los recuerdos de mi tío, habría podido escoger también a Roma como mi meta de vida italiana. Pero tengo la impresión de que en mi elección influyó el hecho de que el recuerdo de Roma de mi tío me parecía mundano y en cierto sentido repugnante. Por un lado estaban las audiencias con el Papa, que él describía en tono cortesano, con el ritual del beso anular y la genuflexión y las palabras en latín eclesiástico aprendidas de memoria. Y por el otro, algo que el arzobispo nunca me contó, pero que le escuché en los estertores de la agonía. El delirio tenía que ver con un cantante conocido en los albores del siglo en la capital de la cristiandad y se refería a su voz y a su canto con insólita efervescencia. Era curioso, pero mi tío mezclaba una ópera de Donizetti, Lucia di Lammermoor , con salmodias sacras de la Capilla Sixtina. "¡Ah, tu voz, tu voz, el terciopelo de tu voz irrepetible!" Había algo de escabroso en su ecolalia estertórea. Tanto que mi otro tío, monseñor Jacinto, se vio obligado a dar explicaciones para sacarnos del caletre los malos pensamientos. Nada de lo que yo (o mi hipócrita lector y semejante) empezaba a imaginar, no, nada de eso. Resulta que en Italia mi tío se había aficionado al bel canto , con delicadísima sensibilidad musical. De esta pasión no habíamos sabido nunca en Medellín y sólo su hermano nos reveló que de año en año, en absoluta soledad, el arzobispo escuchaba extasiado una vieja grabación del cantante de Roma.

El futuro arzobispo había conocido allí, en el 1901, al último Maestro Cantore de la Capilla Sixtina, quizá el postrer castrado de la historia del canto. Y este castrado, de día, entonaba los salmos sacros; y de noche, en la temporada de ópera, arias en el teatro. Mi tío, poco antes de que lo ordenaran, lo había visto y oído disfrazado de mujer en el papel de Lucia di Lammermoor de Donizetti. Y a su hermano le había confesado que nunca más volvería a escucharse una voz similar, salvo que los tiempos regresaran a su ancestral cordura.

He dicho que él, en mi país, jamás reconoció haber tenido, o tener todavía, este vicio mundano de la ópera, demasiado frívolo e impúdico para un eclesiástico de su alcurnia y cargo. De todas formas no le pesaba abstenerse de escucharla ya que, como nos reveló el tío Jacinto, en la intimidad confesaba que la voz dei castrati era la única que daba al canto su dimensión celestial. Desde que algún prelado modernista había suprimido aquella regla sensata de que tan sólo los varones cantaran en la Capilla Sixtina, esa magnífica profesión del castrado había desaparecido. La conciencia moral de un siglo desquiciado (que daba mayor importancia al sexo que al canto) había privado a los hombres de la voz de los ángeles. Pero él había tenido el extraño privilegio de conocer y escuchar de viva voz al último niño adulto ungido para el canto. Y desde entonces y para siempre la música no volvería a ser la misma.

No quiero pasar por un santo mentiroso. La erre de un obispo que había estudiado con Giovanni Bosco: ¿puede ser esto lo que me trajo a Italia? Es absurdo y no es cierto. Tampoco fueron el sol, las aventuras o la luz cálida que añoran los nórdicos, pues si algo abunda en el trópico es el sol, y también los calores y las aventuras. Un pasado imperial, ruinas, esa lengua pagana (lengua madre de mi lengua) convertida en monopolio de la Iglesia. Cristoforo Colombo, don Cristóbal. Vino, castillos, aceitunas, corbatas, canales, campanarios, mares de nombres célebres, islas. No, nada de esto. Y tampoco me iba a impedir llegar a Roma el recuerdo mojigato de un castrado cantor. Qué va.

Lo cierto es que llegué a Italia por casualidad. En un mapa de Europa puse el índice (ojos cerrados) y la yema se apoyó en Turín. Lo del obispo fue mera racionalización a posteriori . Al ver a Turín debajo de mi huella digital, pensé: ¿qué sé yo de esa ciudad de la que depende la forma que asumirá mi futuro? Tenía una única referencia, el lejano recuerdo del seminario de mi tío, los paseos mensuales en su carro de lujo por los mismos años en que canonizaron a Juan Bosco. Eso era todo lo que sabía. Al elegir mi ciudad del primer mundo no sabía siquiera que allí funcionaba la imponente fábrica italiana de automóviles de Turín, ni que allí había una gran editorial en la que trabajaba la mujer de mi vida, ni un museo famoso, lleno de momias y de estatuas hieráticas. Llegué al sitio de mi probable tumba de la misma manera en que llegan los recién nacidos al lugar donde nacen: vacío de prejuicios.

VI

Que trata de dos enfermedades curiales, de las bananeras y de un automóvil americano

Sumergido en este ejercicio que delata cierta debilidad nostálgica carente de importancia, estaba por olvidarme de las otras historias prometidas. Tarareando un aria de "Las bodas de Fígaro", voi che sapete , la preferida de mi tío, empezaba a adormilarme en el sillón de mi biblioteca, cuando he sentido el aliento tibio de mi secretaria cerca (demasiado cerca) de la oreja izquierda. Quería recordarme que al relato le falta la historia del carro y de los gringos. Advierto que el cuento es largo y menos edificante que mi historia, pero por el mismo hecho de ser sucesos ajenos, son también menos aburridos. Además, a estas alturas de mi desmemoriada biografía, no debe haber un único protagonista; todos tienen derecho a que se sepan sus cuentos. Los intercalo para que mi querida secretaria Bonaventura no se duerma como yo ni me siga soplando palabritas al oído. Ella gusta de lo concreto, pero también ama los símbolos y querrá saber de la ceguera a la vez real y emblemática de mi tío el arzobispo.

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