En esto de las lecturas recuerdo que tenía el apoyo de mi padre, quien a veces me llamaba a su presencia y me decía con un solemne gesto pontifical de origen iluminista que intentaba abarcar con el brazo toda su biblioteca: "Lee lo que quieras pues los libros que no sean apropiados para tu edad, simplemente no los vas a entender, te vas a aburrir con ellos y vas a pasar a otros hasta encontrar los tuyos".
Recuerdo, con horror, uno de esos pecados de peligrosa lectura. Gracias al permiso paterno yo ostentaba en el colegio los títulos prohibidos, hasta que un pequeño auto de fe me enseñó a ocultar mejor mis preferencias. Sin entender un chorizo lo que ahí estaba escrito, pero por llevar la contraria, un día me presenté en el recinto del colegio con un libro de la biblioteca de mi padre: La gaya ciencia . El capellán, con una sonrisa de interés, me lo pidió prestado. Pasaban los meses y no me lo devolvía, hasta que por fin me atreví a preguntar por el libro. El padre me dijo: "Hay libros que indigestan nuestra mente. Por el solo hecho de poseer un libro de ese tudesco depravado, ya hemos caído en tentación, si no en pecado. No voy a devolvértelo. Aunque quisiera no podría pues te hice un favor. Lo quemé. En la mitad del patio del colegio hice una pequeña hoguera con mis propias manos, y lo quemé". Ah, si el Gaspar Medina de esos días hubiera sido aún más desobediente y hubiera leído toda la biblioteca de su padre, habría podido contestarle con una frase de Quitapesares: "Los que queman libros, tarde o temprano, llegan a quemar seres humanos". Pero ese que yo era se quedó mudo ante la noticia de la hoguera del capellán mayor.
Recuerdo también la expulsión de uno de mis compañeros. Se llamaba Juan Jacobo Rodó y era uno de los internos, pues su familia vivía en el Valle del Cauca. Toda la vida de Juan Jacobo, ahora puedo decirlo, llegaría a ser una cadena de persecuciones; su rebeldía no tuvo nunca precio. Pero de la cadena de actos heroicos de Juan Jacobo, el iluso, hablaré en otras memorias, si me quedan fuerzas para escribir novela comprometida. Ahora quiero contar tan sólo el primer episodio de represalias absurdas en su vida.
Juan Jacobo, una noche, se llevó al cuarto y a la cama a una noviecita que se había conseguido en el barrio obrero que quedaba por los alrededores del colegio. Lo descubrieron en flagrante delito (que es como decir con él adentro), escucharon sus imposibles descargos en la comisión de disciplina y luego lo expulsaron. Juan Jacobo me contó, con rabia, que meses atrás lo habían descubierto en la misma cama y similar postura (aunque distinto orificio) acostado con un compañero del internado. Y él y yo sabíamos que a muchos otros internos y externos los habían pillado masturbándose juntos en los baños. Nunca había pasado nada, salvo tibias admoniciones. Cuando le comunicaron la decisión irrevocable de expulsarlo, Juan Jacobo intentó alegar la incongruencia del castigo en los dos casos. El padre rector lo llamó aparte para decirle: "Hombre, Rodó, la solución es muy sencilla: los jovencitos no quedan preñados".
Ni él ni yo sabíamos que en los colegios para ricos es más importante enseñar a proteger el patrimonio que el pudor; no era una cuestión de moral sino un asunto práctico: acostarse tan jóvenes con una adolescente pobre podía llevar al embarazo, a una carrera truncada, al matrimonio con una persona de menor rango. Recuerdo cuánto nos ofendimos Juan Jacobo y yo por una acción que considerábamos de doble moral. Nosotros creíamos que ciertas instituciones habían sido erigidas con un temple ético inmune a la doblez; no habíamos leído todavía ciertos libros y cometimos el craso error de atacar a la Iglesia sin comprender, como comprendió Quitapesares (también demasiado tarde), que en realidad la Iglesia es una potente corporación a la que mucho conviene permanecer afiliados.
Por mucho que los disfracemos de santidad y alegría, los colegios de adolescentes son una morada de suplicios (bueno, no para todos, para los verdugos no). Allí nos preparamos a ver el estreno de los crímenes más abominables que veremos repetirse durante el resto de la vida. Allí entramos en contacto con todos los tipos humanos que vamos a encontrar más adelante: del adulador al ladrón al asesino. Raras veces podemos toparnos también con el justo. Mis compañeros tuvieron ese privilegio.
En el que se hacen conjeturas sobre el olor de santidad y se dan las dimensiones secretas del seno
Si no temiera pasar por presuntuoso, e incluso considerando que no soy creyente, diría que soy un santo. Creo que todas las confesiones, ya sea de pecadores o de beatos, pretenden que el lector saque esa conclusión. Estoy escribiendo generalidades y sé que los relatos detestan la abstracción. No dicen "Pepe García era avaro", sino que cuentan un episodio de centavos reñidos en la tienda de la esquina. Está bien. Pero el cine y la televisión me han cansado ya de estos cuentos extendidos e implícitos. A la palabra le queda la rápida virtud de lo abstracto. No explico por qué soy un santo, digo que lo soy. Yo, en vez de tratar de demostrarlo en quinientas páginas de acciones, enmiendas y arrepentimientos, lo declaro sin sonrojo en dos palabras: soy santo. En tres: soy un santo. Y ni me va ni me viene pasar por presuntuoso pues los fingidos temores que se escriben en los libros son meras figuras retóricas que ya no captan la benevolencia de nadie.
Lo cierto es que no me importa demasiado la opinión que el lector vaya a formarse de mí a raíz de estas páginas, ni me interesa que sea benévolo o maligno en su juicio sobre el desmemoriado que las dicta. La vanidad, a mis años y en mi estado, es un residuo anacrónico de la juventud. La condena o el panegírico, si alguna vez los hay, no cambiarán una cana de mi cabeza dura. Es cierto que no hay nadie tan viejo que no pueda vivir un año, pero lo que me resta de vida no puede contarse, de todas formas, en decenios. Mi repugnante enfermedad, de la que por ahora no hablaré (aunque anticipo que no es gota), me permite decir que por pura terquedad sigo aferrado a la existencia. Y en estas horas o meses que me quedan he resuelto poner a funcionar el último juguete de la vejez, es decir, esta memoria desastrada que dicta a mi amanuense algunas vivencias quizá desfiguradas por la distancia y por la fantasía. A mi secretaria, sí, a usted, señorita Bonaventura, taquígrafa de mis desventuras, custodia de mis secretos, a usted le ruego que transcriba sin pudor lo siguiente:
Mi secretaria tiene veinticinco años, mucho menos de la mitad de los míos. Mi secretaria copia lo que le dicto con puntos y comas. Lo pasa en limpio cuando yo estoy cansado y de la copia mecanográfica me relee para que yo pueda hacer las correcciones. Pocas correcciones, no porque haya poco que corregir, sino porque si exagero en ello, podría perder la vida en una sola frase. La señorita Bonaventura sabe qué frases me han hecho dudar más, sabe qué partes escabrosas he tenido que volver a redactar decenas de veces, pero ella no lo dirá. Todo debe parecer espontáneo como esta confesión.
¿En qué íbamos? Yo sostenía que era un santo. Sí, si es posible definir así a un temperamento apático, a uno que no es bueno por elección o por esfuerzo, sino porque le sale. Más que un hombre lleno de cualidades, soy un hombre sin defectos. Esta carencia es mi único atributo.
Para ser santo me educaron mis tíos sacerdotes, y así salí. No por mi culpa, pues siempre quise ser, en el peor sentido de la palabra, bueno. Pero nada. A mi edad sigo siendo un santo a pesar de que he hecho hasta lo imposible por no serlo. Porque he sido santo no sólo sin pretenderlo -que es lo de menos- sino también sin quererlo. Mi condición de elegido nunca me gustó. Los santos tradicionales resisten a la tentación. Yo he hecho hasta lo imposible para ser tentado, sin conseguirlo. ¡Ah, Señor, hazme caer en tentación! Pero nada.
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