tongue , sin hallar la respuesta que buscaba. Aún conservo esos tomos de mi padre, llenos de teoría pero desiertos de información práctica en los que el beso es
the act of pressing or touching with the lips, the cheek, hand or lips of another, as an expression of love, affection, reverence or greeting . La mano, la mejilla, máximo los labios del otro, pero no la lengua. Después el artículo habla del
osculum pacis , pero tampoco era esto lo que me interesaba. Creí con ingenuidad que la solución podía estar en el artículo
lengua y el resultado fue desastroso pues si bien daba montones de datos (que la lengua era un músculo móvil de la mayoría de los vertebrados, que estaba localizada en la parte de abajo de la boca, que era muy útil para hablar, masticar y tragar), no decía ni una palabra sobre los besos. Sostenía incluso que la lengua informa sobre los pedacitos de comida que se nos quedan atrancados entre los dientes, pero de besos ni una palabra. Por lo visto la lengua de Eva, más sabia, sabía más que la
Británica . Por ella me enteré de la humedad carnal de dos bocas abiertas en contacto. Y también de su lengua recibí la revelación de lo que en el fondo quería decir acomodados. Pero me estoy repitiendo.
Después de mi fracaso enciclopédico, todavía en busca de luz y de consuelo a mi ignorancia, revelé el asunto a mi tío Jacinto, un viejo monseñor enfermo, hermano de mi madre, durante mi obligatoria visita semanal a los parientes. Mi tío escuchó en silencio el relato de los besos. Sin decir una palabra se levantó del sillón que le servía de confesionario y sacó con sus dedos estragados uno de los volúmenes de su extensa biblioteca. Con gran solemnidad me pidió que cerrara los ojos y escuchara. El libro que había escogido era de san Jerónimo, estaba escrito en latín y tío Jacinto me fue traduciendo un trozo de corrido. Contaba un episodio en la vida de un mártir y decía más o menos así:
"Por orden del emperador Valeriano, en el año 257 de Nuestro Señor, un mártir en la flor de la juventud fue llevado a un amenísimo jardín. Allí, en medio de cándidos lirios y rosas rojas, mientras al lado serpenteaba con dulce murmullo de agua un arroyuelo cristalino, y mientras el viento rozaba con pausado rumor las copas de los árboles, fue extendido el mártir sobre un lecho de plumas y dejado allí, atado dulcemente con guirnaldas trenzadas, para que no pudiera de ninguna manera escaparse.
"Cuando todos los otros se alejaron, hizo su aparición una hermosísima meretriz, la cual se aferró al cuello del mártir con un abrazo voluptuoso y -cosa que es infame incluso relatar- empezó a manosearle con insistencia el sexo; después de haber excitado en el cuerpo del joven el apetito libidinoso, la desvergonzada vencedora pretendía yacer sobre él.
"El soldado de Cristo no sabía qué hacer ni qué camino coger: ¡no lo habían vencido los más crueles tormentos y ahora lo dominaba la voluptuosidad! Al fin, por una iluminación celeste, mordió con sus dientes la lengua hasta cortársela, y la escupió en la cara de la mujer que lo besaba: así la intensidad del dolor se sustituyó a la sensualidad y consiguió vencerla".
Debo confesar que aquella tarde de mi memoria (y hasta hoy) yo no comprendí bien si el mártir había mordido la lengua de la meretriz o la suya, pero fuera como fuera no me atreví a seguir el consejo de san Jerónimo y de tío Jacinto. Con Eva me seguí besando a la orilla de la quebrada, aunque cada vez que ejercíamos nuestro pange lingua y ese su corporis misterium irrumpía con ímpetu en mi boca, me daba casi risa de pensar en el riesgo que estaba corriendo el apéndice encarnado de aquella cándida doncella. Para decir la verdad, si la apatía de mi carácter no hubiera empezado a manifestarse desde entonces, yo no habría tenido problema alguno en comprometerme y casarme con Eva. Todavía hoy, en esas raras ocasiones en que no consigo comprender las locuras que los hombres cometen por correr tras unos labios, cierro los ojos y recupero en la memoria la carne de Eva Serrano; sé que tan sólo en este intervalo de recuerdo lejanísimo y nítido consigo entender los devaneos concupiscentes de los hombres. Por esto reconozco que juzgaba sin justicia a la madre de Eva al insinuar que era la interesada alcahueta de nuestros amoríos adolescentes; habrá sido más bien, como Celestina, una que quiso provocar lujuria a las duras peñas, y casi lo logró. Eva Serrano es la dueña de uno de los pocos cuerpos humanos que todavía recuerdo con un cierto apetito. Al fin y al cabo ahora que vuelvo a leer con sorpresa libros que ya había leído, que encuentro amigos por la calle y no los reconozco, que viajo a lugares conocidos y llego a sitios distintos, que empiezo un Padrenuestro y acabo en Avemaría, ahora que la memoria es un embrollo de ecos confundidos, si cierro los ojos y dejo los labios entreabiertos, vuelvo a sentir su lenguaraz manera de dar besos.
Que narra una contrita confesión de perfecta castidad e insulsa indiferencia
La castidad, en mí, no ha requerido nunca mandamientos. En el colegio, durante la confesión, recuerdo la escéptica sonrisa maliciosa del capellán ante mis reiteradas negativas a sus preguntas sobre la pureza. Sus interrogatorios eran tan minuciosos que me obligaban a pensar en algo ajeno por completo a mi experiencia. Pero mi cara de asombro no lo complacía ni mi ingenuidad llegaba a convencerlo, y así tuve que inventarme pecados contra el sexto mandamiento con tal de dejarlo tranquilo y de evitar que advirtiera siempre, antes de la absolución, que el sacramento de la penitencia carecía de validez si la confesión de boca resultaba deliberadamente incompleta. La mía llegó a ser tan completa que excedía los límites del pensamiento, palabra, obra y omisión. Después de haber tenido que mentir sobre impalpables tocamientos o sobre miradas jamás lanzadas y tentaciones que no se me pasaban por la mente, me veía en la obligación de confesar que había mentido, de manera que se me perdonara la mentira de haber confesado pecados de lujuria imaginarios.
A esta paz de los sentidos parece que llegan las personas de mi edad, pero yo llegué a ella sin siquiera salir, o mejor, salí con ella. En la juventud me persiguió la idea de ser un eunuco psicológico, pero debo aclarar desde ahora que mi inapetencia no tiene nada que ver, por lo que sé, con frustraciones profundas o con barreras erigidas por una moral demasiado rígida. En el fondo me hubiera gustado padecer, como los demás, esa fuente de torturas y deleites que debe de ser la voluptuosidad.
No se crea que no busqué objetos a cualquier lejano asomo de lujuria. No hay perversión que no haya intentado practicar. Pero en vano porque masturbación, zoofilia (gansos, gallinas, ovejas, burras, caballos, perros e incluso salamandras), homosexualidad, gerontofilia, pedofilia, sadismo, masoquismo y todo lo que se quiera, jamás conmovieron mi ánimo apacible y hace ya mucho que cejé en los intentos de querer parecerme en esto a la mayoría de mis congéneres. Como previó Pascal, hace ya varios siglos, mis esfuerzos por ser bestia me convirtieron en ángel. Ni el estólido comercio natural de ingles en flor, ni las concienzudas aberraciones descritas por el marqués divino, consiguieron conmover los cimientos inmóviles de mi indiferencia.
Ante la ausencia total de días en que fuera tan lúbrico, tan lúbrico, llegué a fabricarme planes geométricos en pos de la concupiscencia. Las ansias de una vida intemperante me llevaron por años a practicar una aburridísima masturbación metódica: todos los jueves a las cinco de la tarde. Y no cuento, por procaces, las indecibles maromas que tenía que hacer para lograr mi cometido hebdomadario. Pero a mí me ha faltado constancia hasta en los vicios y muchos jueves olvidaba mi deber de manipulación vespertina. Así mismo, nunca pude perseverar en el tabaco, en el alcohol, en los tics… La fidelidad que me debo, me obliga a un permanente cambio.
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