Hector Faciolince - Asuntos de un hidalgo disoluto

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Asuntos de un hidalgo disoluto: краткое содержание, описание и аннотация

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Él es Gaspar Medina, un millonario colombiano (setentón desengañado y cínico), que al parecer ha alcanzado la divina indiferencia. Ella es su joven secretaria, Cunegunda Bonaventura, cuyas mayores virtudes son unos senos perfectos y un no menos perfecto mutismo.
El septuagenario, en tono hosco y sentencioso, con un humor entre grotesco y amargo, va haciendo un recuento en voz alta de curiosos episodios. Trata de desenmarañar, ante la muda Cunegunda, el enredo de su larga vida.
Las memorias del viejo pretenden resolver, mediante un delirio lúcido de recuerdos desordenados, una íntima contradicción: el personaje es, a la vez, hidalgo y disoluto. Bien educado, bondadoso, ascético, pero también abyecto, promiscuo, insensible. Alguien que no siente apetito, ni deseo, ni odio, ni amor, y que sin embargo ha amado a Ángela Pietragrúa hasta perder la cordura. Sus asuntos suceden en Italia y Colombia, e incluyen el adulterio, la seducción, la política, la religión y la familia.

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Es difícil, ahora, entender mi estado de ánimo de entonces. He dicho que el Medina de esos días era un perro azotado, colita entre las piernas, cero ladrido y puro chillido, nada de mordiscos. Tenía dinero suficiente para ponerme casa, comprar coche (como me obligaba a decir mi amo, furibundo con mis carros criollos) y contratar mayordomo español. Habría podido invitar a Alfaguara a cenar a mi casa con más de dieciséis cubiertos por comensal (¡qué incomodidad, joder!) y platos más exquisitos que los de su palacio. Pero yo era un perro azotado y como tal quería sentirme. Serví, serví, y sirviendo me di cuenta de que más indigno que servir es que nos sirvan. Por eso, si me hubieran nombrado empleado de aseo encargado de limpiar los sanitarios de palacio, habría aceptado dando gracias infinitas. Yo me sentía el último de los mortales y como tal quería que me trataran. Ya el cargo de mayordomo me parecía un encumbrado privilegio que no merecía.

En ese momento de oscura depresión conocí a Angela Pietragrúa, la única mujer que he amado. Para decirlo con una frase horrible, diré que ella era una mujer llena de perfecciones corporales, es cierto, pero con un espíritu o un alma (como no hubiera dicho yo ni siquiera en ese entonces) que la hacían digna de todas las atenciones y afectos. De su cuerpo me quedan inocentes limosnas de Mnemósine -recuerdos, pues, si quieren-: un abanico andaluz que ventilaba sus gotitas de agosto en la nariz, un hoyuelo perdido en algún sitio de la cara y la curva del cuello que tanto la inquietaba cuando la recorría mi aliento. Su boca húmeda de estar callada, en mis labios resecos por hablar. Eso digo (mal dicho) del cuerpo. Del alma de Pietragrúa puedo decir que tenía la cualidad insuperable de estar llena de libros. Ángela no desamparaba los libros ni de noche ni de día, como una obsesa leía, y su cabeza estaba llena de citas y personajes librescos. El aspecto, la actitud o las palabras de cualquier persona que encontraba, eran para ella memorandos de alguna obra leída. ¿No te parece, Rodrigo (este era el nombre de pila del vizconde), que la condesa Archibugi es idéntica a madame Verdurin? ¿No es cierto que el mayordomo parece copiado de una novela de Walser?

Es demasiado larga y atormentada la historia de mi amor por Ángela Pietragrúa. Para no hacerla interminable materia de todo un libro, me voy a limitar a lo esencial. La conocí, pues, desde el puesto más ínfimo que ha conocido mi interminable existencia. El vizconde, un falangista con pinta de carnicero untuoso, había dejado su Toledo natal en tiempos de la guerra civil, como contacto italiano con las milicias fascistas que se iban a ayudar a Franco a combatir el comunismo. Y en Turín se había ido quedando, rodeado de un grupo de nostálgicos de la monarquía, cada vez más aporreados por las consultas electorales que favorecían a los republicanos. ¿Pero esto a quién le importa? El vizconde Rodrigo Alfaguara era un facho tenebroso, eso es todo, y trataba a Pietragrúa como a su puta privada y a mí como a su privado. En fin, ella y yo estábamos en condiciones de parecida esclavitud, con la diferencia de que ella a mí me mandaba.

Por muchos meses nuestro único contacto fue el típico intercambio jerárquico entre amo y sirviente. A las órdenes yo respondía con obediencia, a los regaños con humildad. Yo lo hacía todo bien y si alguna vez llegué a cometer errores en mis menesteres, creo que lo hice aposta, pues en ese entonces me hubiera encantado que el vizconde me pegara frente a doña Angela. Lo cual no llegó a suceder sino una vez, y ya al final, cuando mi sumisión llegó al colmo y al mismo tiempo al culmen.

Los Medina de mi rama, que yo sepa, llevábamos siglos sin desempeñar profesiones serviles. El vizconde de Alfaguara estaba tan contento con mi desempeño que en pocos meses me aumentó dos veces el sueldo. Él no sabía, claro está, que mi cuenta corriente era tan abultada como la suya. Sin embargo yo aceptaba esos aumentos que me servían para repartir más dinero entre los demás sirvientes del palacio. De alguna manera yo supe desde mi primer día en la casa Alfaguara, que debía ganarme el favor de la servidumbre, de mis colegas, obligarlos con precios a que fueran también mis aliados. Sin premeditarlo, pero ya presintiéndolo, yo estaba comprando así su complicidad y su silencio en el idilio que se aproximaba. Pero me estoy adelantando.

Los meses en que serví, yo mismo me preguntaba por qué quería seguir sirviendo. Nadie me obligaba a dormir en ese cuarto frío, al lado de la antigua cochera, en el catre más desvencijado que haya conocido jamás mi poco sensible espalda. No tenía por qué andar vestido a toda hora de bufón, con mis guantes blancos hasta los codos y la cintita negra en el cuello almidonado. Ninguna necesidad me mandaba a ir casi todos los días hasta el mercado de Porta Palazzo a hacer las compras para los reiterados convites suntuosos de mis señores. Pero me fui dando cuenta de que lo que había empezado casi como un juego, o como un castigo secreto, un sacrificio exigido por la cobardía de haber dejado mi país en su peor momento, se iba convirtiendo cada vez más en un deseo irreprimible de estar cerca, de ser el servidor, el esclavo de Ángela Pietragrúa. Por todo un invierno fingí contentar al vizconde y doblé el espinazo ante ella sin obtener el menor acercamiento.

Al fin, poco a poco, no sé si con una pizca de intención o no, Ángela Pietragrúa, mi ama y mi señora para siempre, me fue encomendando oficios de mayor confianza. En un principio éstos consistían tan sólo en sacarle los vestidos del guardarropas, o en prepararle el agua y las espumas para los dilatadísimos baños de inmersión, pero poco a poco, con un casual ajustar de corpino o con la rápida subida de una cremallera, mi tarea se fue convirtiendo en algo más íntimo. Como aparentaba tratarme como a un ayudante de Cámara eunuco, yo fingí conocer el arte de peinar, tan sólo por el gusto de cepillarle el pelo; me hice sabio en la práctica de callista y manicuro, con el único fin de poder acariciar los pies sin callos y las manos sin pecas de Ángela Pietragrúa. Ella, de esto estoy seguro, se daba cuenta de mi torpeza con la lima, pero pese a todo me seguía llamando y yo pasaba horas acariciando los dedos de sus pies, poniéndoles cremas y perfumes, muriéndome por dentro de no poder acercar a ellos mis ardientes labios. Eso de ardientes labios es muy cursi, pero lo dejo así porque no estoy hablando por metáforas: en invierno siempre mantuve la boca quemada por el frío.

A pesar de mis funciones, cada vez más íntimas, nunca en esos días llegué a verla desnuda. En ropa interior, en paños menores o como se diga, sí, pero ni siquiera demasiado velados pues eran prendas púdicas, abultadas y nada transparentes.

Por pura casualidad me convertí también en su secretario. Un día notó en una lista de las compras que mi caligrafía era clara y correcta. Esa misma tarde me llamó a su escritorio y tal como tú ahora, querida Bonaventura, transcribes mis palabras, así mismo empecé yo a copiar las palabras delicadas de mi dueña y señora. Aunque si lo pienso bien, no fue casual que ella me nombrara su amanuense, pues en ese tiempo no quise darme cuenta de que ella me puso de secretario para poderme dictar lo que no podía decirme. Así vine a enterarme de algunas intimidades suyas. De un hermano pobre, por ejemplo, que vivía en Lucca y a quien ella enviaba un poco de dinero cada que conseguía sustraer algo al avaro Alfaguara. Ni qué decir que yo aumentaba las cantidades antes de cerrar el sobre y que mi señora se sorprendía al recibir las cartas de fervoroso agradecimiento que le contestaba el hermano. Supe también así que no todo eran rosas en su relación con el vizconde. Ángela tenía una amiga en otra parte, una tal Patrizia, si no recuerdo mal, a la que escribía cartas larguísimas cuando estaba triste o de mal humor. Pietragrúa criticaba al vizconde por su manera de hablar y le decía a su amiga, burlándose, que hablaba como un libro, es decir como un imbécil, y en lugar de caballo decía corcel, en vez de carta, misiva, predio rupestre o propiedad rural en vez de finca, y llamaba galenos a los médicos. Gracias a Ángela aprendí a no envidiar el castellano del vizconde y creo que estos apuntes que ella hacía en sus cartas eran un mensaje indirecto para mí; como si quisiera consolarme de que no me hubieran dado el puesto de preceptor de los sobrinos ilustres a causa de mi castellano. Me lo dictaba todo, sin el menor recato, con menos vergüenza de mí de la que hubiera sentido por una máquina de escribir, por un magnetofón, con menos vergüenza de la que siento yo frente a mi esposa Bonaventura cuando le dicto de Pietragrúa. Así supe de los apresurados hábitos del vizconde en la cama, de su exigua largueza en cuestiones de dinero, de sus celos inconmensurables y de cómo la atosigaba con éstos, hurgándole entre sus cajones, abriéndole las cartas, derribando puertas abiertas, interrogándola por horas sobre la precisa dirección de sus miradas.

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