Hector Faciolince - Asuntos de un hidalgo disoluto

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Asuntos de un hidalgo disoluto: краткое содержание, описание и аннотация

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Él es Gaspar Medina, un millonario colombiano (setentón desengañado y cínico), que al parecer ha alcanzado la divina indiferencia. Ella es su joven secretaria, Cunegunda Bonaventura, cuyas mayores virtudes son unos senos perfectos y un no menos perfecto mutismo.
El septuagenario, en tono hosco y sentencioso, con un humor entre grotesco y amargo, va haciendo un recuento en voz alta de curiosos episodios. Trata de desenmarañar, ante la muda Cunegunda, el enredo de su larga vida.
Las memorias del viejo pretenden resolver, mediante un delirio lúcido de recuerdos desordenados, una íntima contradicción: el personaje es, a la vez, hidalgo y disoluto. Bien educado, bondadoso, ascético, pero también abyecto, promiscuo, insensible. Alguien que no siente apetito, ni deseo, ni odio, ni amor, y que sin embargo ha amado a Ángela Pietragrúa hasta perder la cordura. Sus asuntos suceden en Italia y Colombia, e incluyen el adulterio, la seducción, la política, la religión y la familia.

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Por lo demás también ella empezó a recorrer mi cuerpo con sus manos y puedo jurar que ni siquiera se detuvo ante mis partes que más se destacaban. Recuerdo sus labios que pasan o se posan sobre mi miembro erguido. Allí palpó y besó (detrás de los pantalones, que yo me hacía coser cada vez con telas más delgadas) con un ímpetu y un apremio que no he vuelto a ver en mujer alguna, allí vio que yo mismo llegaba a humedecerme, casi con tristeza de notar esa humedad que yo hubiera querido derramar en otro sitio. Sí, en ese sitio que también se deshacía de humedad entre sus piernas. Pues yo allí bebía, chupaba, entraba con los dedos, con la lengua, con la muñeca y la nariz y los labios y el mentón, con lo que fuera menos con lo que era o con lo que según costumbres ancestrales debería ser.

Estoy corriendo mucho. Para llegar a lo anterior pasaron meses de centímetros de piel tomados, batallas cotidianas por ganar la fortaleza del lóbulo de la oreja izquierda, por rozar el pezón de la derecha, por tomarlo del todo en la concavidad ansiosa de mi mano, por ganarlo después con labios, lengua, dientes. Muchos días de paciente asedio fueron necesarios para acercar mi boca al vello de su centro, mis dedos a los labiecillos entreabiertos, mi lengua a esa abertura que día a día se iba preparando mejor para mejor recibirme. Además podíamos recaer en viejas prohibiciones que volvían a ampliar las zonas vedadas de su cuerpo.

Una vez, durante toda una semana, no me permitió ni siquiera rozarla con los dedos. Ocurrió durante otro viaje, esta vez más largo, del vizconde. Fue un tiempo de prohibiciones, pero también de libertad, que nos permitió una prueba fugaz de convivencia, una especie de matrimonio efímero suspendido en un terreno perfectamente intermedio entre el espíritu y la carne.

Ya habían pasado varios meses desde el bochornoso despido de su casa, cuando el celoso pero por vanidad confiado vizconde de Alfaguara se vio en la obligación de regresar por algunas semanas a Madrid. Ángela se vistió de luto y me citó de inmediato en el hotel de mala muerte de nuestra buena vida. Me ordenó que consiguiera una casa en el campo, cuanto antes, y esa misma tarde yo había adquirido, sin verla, la casa cural de Pulignano, de la que ya he hablado alguna vez. Una casona vieja, de piedra, con capilla anexa, rodeada por un cementerio abandonado, viñas estériles y por los troncos retorcidos de muchos siglos de aceitunas. En las dulces colinas toscanas, eso sí, con vista a torres, a villas y a las entre doradas y verdes curvas del Arno donde Manzoni lavaba -en público- sus sucios trapos lombardos.

Allí mismo, en esa casa de mi fugaz desposorio, hay una torre con un confesionario de madera arrumado en un rincón y un reclinatorio destruido por la carcoma. Desde ese sitio he dictado parte de estas memorias y ahí mismo, arrodillado, dicté a Pietragrúa mis oraciones más enardecidas y devotas. Es curioso, es como una venganza del paganismo, que lo mejor de mi vida se haya erigido sobre las ruinas y el desastre de recintos cristianos que se derrumban.

Hice mandar al sitio los pocos muebles necesarios para una pareja, dos criados y un cocinero que limpiaran y se prepararan para recibirnos. La casa estaba medio caída, el techo lleno de goteras, las puertas de agujeros por donde silbaba el viento, el piso de madera apolillado, el patio invadido de maleza y matas altas llenas de espinas prehistóricas, la capilla vacía, con sus restos de frescos carcomidos por la humedad y el altar derruido, tomado por las telarañas. Las vides sin uvas y los olivos con pocas aceitunas. Pero allí transcurrieron las tres semanas que, si no me equivoco, justifican mis setenta y dos años de existencia.

Ángela había impuesto una regla férrea para los primeros siete días de estancia. No podíamos intercambiar ni una palabra. Tampoco podíamos tocarnos. A fuerza de gestos y sobreentendidos, a fuerza de mirarnos en los ojos o en cualquier parte del cuerpo (pues podíamos estar desnudos) lo haríamos todo. A la servidumbre se le dio la orden de mostrarse lo menos posible. A ciertas horas establecidas debían dejar la comida, por cierto o por mentira muy frugal, en el destartalado comedor de la casa. Con horarios rígidos debían limpiar y arreglar las habitaciones.

La segunda semana, según la regla impuesta por Ángela, podíamos comunicarnos por escrito, con boletitas, y ella empezaría de nuevo ya no a dictarme sino a escribirme cartas, esta vez para mí, todas para mí, y una tras otra, de manera que se pudieran percibir sus repentinos cambios de humor, su sentimiento ambivalente por ese mayordomo y heredero de las Indias. No podíamos decir ni una palabra, no podíamos tocarnos todavía, pero también yo podía escribirle cartas, mensajes, peticiones. No recuerdo lo que le escribí. Sé sólo que acumulamos montañas de hojas garabateadas, sé que escribí seiscientos catorce anagramas de su nombre, pero de aquellos días no podíamos guardar la huella de un solo papel, pues el último pacto era tirar al Arno, el día del regreso, todos los mensajes que habíamos intercambiado. De esas tres semanas que no olvido me viene el hábito insanable de dictar en lugar de escribir. Escribir es un oficio galante; se dicta para hacer literatura. Allí, también, contraje el vicio de ser un donjuán de letras, uno que ama a las mujeres por escrito.

La tercera semana se abría a la palabra y al contacto de los cuerpos. Podíamos hablar, decírnoslo todo, tocarnos con todo, hacerlo todo, menos penetrarnos. Y digo penetrarnos porque a esas alturas yo ya había perdido toda mi identidad de penetrador. Penetrar era la parte, una parte ínfima de unión que faltaba, y yo ya no sabía a quién correspondía realizar este acto, si a su permiso o a mi imposición.

Cuánto nos miramos en la primera semana de silencio perfecto. Cuánto nos escribimos en la segunda semana gráfica. Nunca he hablado tanto ni tocado tanto como en la tercera semana de palabras y contacto. En los últimos días era doloroso no estar en contacto por lo menos con un milímetro de una parte cualquiera de su piel. Éramos incapaces de despegarnos, de desprendernos. No estar muslo contra muslo o mejilla con mejilla o lengua y lengua o boca y coño o al menos dedo con dedo, nos producía una especie de insoportable y dolorosa crisis de abstinencia. Y todo nos lo dijimos, todo nos lo contamos, resumimos su vida y la mía hasta que los recuerdos de los dos parecían una sola memoria. Y el amor que nos declarábamos parecía único. Casi no sé explicarlo, me sofoco, fueron como el periplo de Dante por infierno, purgatorio y paraíso.

A las tres semanas, fecha del regreso del vizconde, tuvimos que volver a Turín. Éste, en realidad, había vuelto antes de lo previsto y gracias a espías pagados estaba enterado de nuestro retiro en Toscana. Al día siguiente del regreso, Ángela me anunció que el vizconde lo sabía todo, y no sólo eso, sino que, desesperado, le había pedido que se casara con él y se trasladaran a vivir a Toledo, donde él se quería establecer. Mientras me lo contaba me arrancó más que me quitó camisa y pantalones. Recorrió con su cuerpo todo mi cuerpo, besó y bebió también ella todos mis humores, pero no permitió que mi cipote enardecido penetrara la carne que, húmeda y abierta, se ofrecía entre sus piernas. Por un instante pensé en cometer una violencia que hasta ese día jamás se me había pasado por la mente, pero rechacé la idea como algo indigno de tan bajo hidalgo y tan alta concubina.

Pasaron días de incertidumbre. Ella me quería a mí, pero había resuelto irse a Toledo con Alfaguara. No me pregunten por qué, pues esto nadie lo sabe, y tan sólo lo comprenden algunos tortuosos corazones de poquísimos hombres y de muy pocas mujeres. Nos veíamos para llorar juntos y después volvíamos a hacer nuestro amor incompleto, o completo como ninguno. Resolvimos que si ella se iba, sería definitivo. Yo no la seguiría a Toledo, no nos escribiríamos nunca, volveríamos al mismo silencio de antes de conocernos.

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