Manuelita, Benilda y Tomasa eran las hijas de Rosaura y Feliciano, los mayordomos de una hacienda que tenían mis tíos por Amalfi. Rosaura Marín Bernal se había casado, con dispensa del obispo, con su primo hermano, Feliciano Bernal Marín. A Tomasa, entonces, le encantaba decir que ella se llamaba Tomasa María Bernal Marín Marín Bernal. Las tres se llevaban pocos años y parecían trillizas; eran tan blancas que en el pueblo las llamaban vasoeleche, ahí vienen las vasoeleche, y tenían una especie de orgullo campesino de cristianas viejas que solamente se encuentra en la Antioquia de ahora y en la España del siglo XVII. Feliciano y Rosaura las fueron mandando a mi casa, una tras otra, cuando cumplieron los dieciséis años. Dejaban el corregimiento de Amalfi en donde habían crecido sin salir por quince años, y se venían a servir a Medellín. Doña Pilar Medina tenía fama de ser buena patrona y aquí venían a dar.
Primero llegó Manuelita, que hablaba castellano antiguo, muy castizo, y tuvo enormes resistencias para aprender el anglo español con que se expresaban en mi casa. La primera semana le comunicó a mi madre que ella se volvía al pueblo pues nunca iba a ser capaz de aprenderse todos esos nombres: suiche, clóset, osterizer, barbiquiú, amplificador… Se estaba enloqueciendo, por las noches se acostaba con un zumbido en el cerebro. Nunca en su vida se había subido a un carro y se aterrorizaba cuando le tocaba montarse en el de mi padre los fines de semana, al salir para la finca. Se arrinconaba en la silla de atrás, tensa y temblorosa como un cachorro. Pero Manuelita era una mujer llena de inteligencia y en poco menos de un mes todo lo había aprendido. Nunca la casa de mis padres estuvo mejor puesta que cuando Manuelita trabajaba con nosotros.
Después llegó Tomasa. Como en un principio ya había demasiadas muchachas en mi casa, mi mamá la desvió a casa de unos parientes. Pero Tomasa se enfermó. Tenía los dedos morados, la respiración cortada, no podía trabajar aunque intentaba hacerlo hasta caer exhausta. Los parientes nos la devolvieron como a un electrodoméstico imperfecto. Mi madre la llevó al médico. Después de una infección en la garganta mal curada, le había quedado una fiebre reumática que le había afectado no sé qué válvulas cardíacas. O la operaban o se moría. Las Bernal Marín Marín Bernal tenían un tipo de sangre escasísimo, con factor negativo. Hermanos, padres y primos tuvieron que venir de Amalfi a que les sacaran sangre en la unidad cardiovascular, antes de la operación. Tomasa se curó a los pocos meses y por lo que sé todavía debe estar baldeando y echando cepillo por alguna casa de ricos de Medellín.
Benilda fue la última en llegar y tuvo la buena o la mala suerte de conseguirse un novio. Quedó embarazada, tuvo mellizos, y se tuvo que ir de la casa. Mi padre le encontró trabajo como empleada de aseo en un banco y no volví a saber de ella.
Pero por un tiempo largo de mi infancia, Manuelita, Tomasa y Benilda, las hijas de los mayordomos de Amalfi, trabajaron juntas en mi casa; y de ellas, de Tata, de Adela, de mi cocinera Rosario y de muchas otras que no menciono, aprendí el dolor y la ternura, la limpieza y el empeño. Entendí, sobre todo, la injusticia. Y me quedó un cariño tan hondo por los pobres, que ya no se me quita.
En el que la memoria, in memoriam, insiste en recordar a la inefable Angela Pietragrúa
Si yo creyera en el libre albedrío, si yo pudiera confiar en que depende de nuestras acciones el curso de nuestra existencia, diría que entonces cometí el error de mi vida, el que ya nunca más me permitiría ser feliz. "Dos no se casaron, desde entonces viven una recíproca viudez". Esta es la frase de Quitapesares que me martilla en la cabeza cada vez que recuerdo a Ángela Pietragrúa.
Ahora ella está muerta. Muerta de parto, algunos años después de nuestra despedida, en un hospital público de Toledo, al que el vizconde la había llevado por ahorrar. En todo caso, siendo yo infértil por propia voluntad, Ángela jamás hubiera podido morir de parto por mi causa. Si el habernos separado nos preservó a los dos del desengaño, su muerte la preserva en mi memoria de toda corrupción. Me impide corregir su imagen, borrar las tardes felices en que se nos iban las horas poniendo en contacto todos los centímetros del cuerpo menos unos pocos.
En los cuatro años que siguieron a nuestra despedida, hasta su muerte, nunca volvieron a cruzarse nuestros ojos, nunca nos escribimos una línea ni nos enviamos un mensaje. Yo estuve en Toledo, ella estuvo en Florencia y en Turín, pero no nos buscamos. Yo supe de su matrimonio con Alfaguara, casi un año después de su viaje a España, por pura casualidad. Estaba en la peluquería, haciéndome cortar mis muchos pelos de entonces, y el peluquero, por distraerme, me había pasado una de esas revistas tontas que traen los chismes de farándula y las crónicas de sociedad. El peluquero sintió el temblor de mi cabeza y me preguntó si me sentía mal.
Ángela Pietragrúa sonreía, el velo blanco levantado, al lado del vizconde de Alfaguara. El pie de foto decía el sitio y el lujo de la boda. Detrás de la pareja se veía una niña rubia que corría. Nada más. Puedo decir tan sólo que la novia, en la foto, tenía el aspecto y el candor de una jovencita bien educada, de esas capaces de someterse a cualquier tortura con tal de no darle un disgusto a la mamá.
Angela sabía que yo me había retirado por completo del mundanal ruido. Por cuatro años, hasta su muerte, hice lo imposible por intentar que mi amor por ella se convirtiera en amor propio, sin conseguirlo. Practiqué, como aconsejaban los pitagóricos, el retiro total, el silencio absoluto. Si no podía hablar con ella, mejor no hablar con nadie. Si no podía tocarla a ella, mejor no tocar a nadie. Me aislé, viví solo, apartado, en perfecto silencio. Una siniestra aspiración al ascetismo me redujo a esta sombra de ser humano en que quise transformarme. Un hombre que no siente. Fue entonces cuando más tiempo pasé en esa ermita abandonada de Pulignano, en aquel caserío perdido en las colinas toscanas, que desde esos lejanos años ha sido el sitio de refugio y salvación para todas mis penas.
Un sueño recurrente, obsesivo, se repitió casi todas las semanas de todos los años de mi retiro voluntario. Yo me presentaba en Toledo, pero todos me impedían entrar a la casa de Angela y el vizconde. Guardias, policías, cercas, rejas, gente normal, gente armada. Un muro infranqueable me separaba de ella. Al fin el vizconde se iba de viaje y ella, de luto, se asomaba al balcón y me llamaba, me hacía entrar al patio de su casa por una puerta secreta; sábanas blancas y trenzas tronchadas bajaban a levantarme, como en cuentos y romances, del patio hasta su ventana. Yo conseguía entrar por la ventana y empezaba a hacerle el masaje ritual y esta vez, al rato, ella me dejaba hacer lo que en realidad nunca hicimos: me permitía penetrarla. Hacíamos el amor de todas las maneras posibles y yo sentía ese goce inaudito que la realidad nunca me ha deparado. Todo parecía salir a la perfección, como en el cielo, cualquier deseo o pensamiento se hacía de inmediato realidad. Mi boca recorría sus senos queridos hasta el delirio y todo yo me introducía en su cuerpo, que me recibía todo entero. De repente, en el mismo momento del orgasmo mutuo (porque en el sueño yo sentía el mío y el de ella al mismo tiempo, yo era él y era ella y los dos juntos), todo se derrumbaba. Yo no me despertaba, pero me daba cuenta de que por alguna oscura estratagema mi esperma, en realidad, había salido de mí estando fuera de ella. Yo tenía la horrible sensación de que tampoco esa vez el acto se había realizado por completo. Como si de la unión total vislumbrada se saliera con una nueva ruptura y del uno que habíamos sido salieran de nuevo dos. De alguna manera yo percibía, en el último instante, que Ángela no se había dejado poseer. La separación, al amanecer, era dolorosa.
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