Solo, de espaldas a los otros fieles, el imán está frente al mihrab cuando dirige la oración, y el interior vacío agranda el eco de su voz, que suena en toda la mezquita como si procediera de ese umbral tras el que no hay nada y donde arde una lámpara: de nuevo, como en el alminar, la palabra y la luz se identifican. El Corán dice que la luz de Dios es como un nicho en cuyo interior hay una lámpara, y que la lámpara es un cristal, y el cristal es como una estrella reluciente. La lámpara del mihrab de Córdoba colgaba de una cúpula en forma de concha labrada en un solo bloque de mármol y sustentada sobre un espacio octogonal. Su ámbito desnudo, donde no hay más que luz y palabras pronunciadas o escritas, sugiere la unidad y la invisibilidad de la presencia divina, tan ajena a toda materia o representación que no puede ser simbolizada sino por el absoluto vacío. El mihrab es un santuario desierto, una capilla sin imágenes, una puerta que conduce a un lugar que no es de este mundo, la gruta de las religiones más antiguas y el sanctasanctórum del templo de Salomón, donde dice el Corán que amamantaron los ángeles a la Virgen María. Arrodillado y solo frente a la entrada del mihrab, el imán sentía tal vez que la proximidad de Dios era semejante a la atracción del abismo. Lo deslumbraba la luz y el dédalo de los mosaicos y de las floraciones, y palabras de mármol hipnotizaban su mirada, y cuando alzaba la cabeza del suelo el gran arco de entrada parecía irradiar y elevarse como el disco rojo del sol sobre el horizonte del amanecer. Pero cualquier hombre en cualquier parte puede ser un imán. No hay objetos de culto, y toda la liturgia de la oración se reduce a unos pocos gestos sumarios. La tierra entera es una sola mezquita, y no hay lugar de la naturaleza que no sea sagrado: «Hacia dondequiera que te vuelvas, allí está la cara de Dios».
Dos siglos después de la caída del califato de Córdoba, cuando los cristianos tomaron la ciudad, la mezquita fue convertida en catedral y consagrada a la Virgen, pero sólo se le agregaron unas pocas capillas que apenas modificaban su espacio interior. En el siglo XVI, el cabildo solicitó permiso al emperador Carlos I para derribar las naves centrales y elevar sobre ellas el nuevo edificio de la catedral. El emperador, que no había estado nunca en Córdoba, lo concedió, imaginando vagamente que sólo se destruiría una ruina musulmana semejante a tantas otras que aún quedaban en su reino. Sólo cuando viajó a la ciudad y vio con sus propios ojos la mezquita se arrepintió de su error, pero ya era demasiado tarde. Cuentan que dijo a los canónigos, aterrado por la destrucción de la que también él era cómplice: «Yo no sabía qué era esto, pues de haberlo sabido no habría permitido que se tocase lo antiguo, porque hacéis lo que se puede hacer y lo que hay en cualquier parte, y habéis deshecho lo que era singular en el mundo».
VII. EL MÉDICO DEL CALIFA
Tal vez sea cierto, como creían los árabes, que los nombres auguran el destino, y que el número tres expresa ciclos cerrados en el tiempo y en las generaciones. En cada uno de los tres siglos que reinó sobre al-Andalus la dinastía omeya hubo un emir que se llamó Abd al-Rahman. En el siglo VIII, segundo de la hégira, Abd al-Rahman el Inmigrado, el fundador, el proscrito; en el IX, Abd al-Rahman ibn al-Hakam, que edificó un estado tan cuidadosamente como coleccionaba sus placeres y sus libros; en el siglo X, el último y el más resplandeciente de la gloria de Córdoba, Abd al-Rahman al-Nasir lidin-Allah, el siervo del Misericordioso, el que combate victoriosamente por la religión de Dios . Más lacónicos, los cronistas cristianos le llaman Abd al-Rahman III. Para los musulmanes es, por antonomasia, al-Nasir , el vencedor. Cada uno de estos tres hombres que se llamaron igual y que compartieron a lo largo de doscientos años las mismas lealtades de la sangre restableció el poderío de al-Andalus en el filo mismo de su destrucción. El primero encontró una provincia deshecha por la guerra civil. El segundo, un reino aterrorizado por la crueldad de su padre al-Hakam, aquel que ordenó el exterminio de los rabadíes de Córdoba. El tercer Abd al-Rahman, que subió al trono el año 912, había heredado el poder vacilante de su abuelo Abd Allah, a quien también le debía la circunstancia de haber nacido huérfano, pues el viejo emir no tuvo escrúpulo en ordenar el asesinato de uno de sus propios hijos, Muhammad, padre de su nieto y sucesor. Con el tiempo, tampoco al-Nasir rehusó el parricidio: un hijo suyo, por conspirar contra él, fue decapitado en su presencia. Pero eso ocurrió cuando ya no era emir, sino califa de Occidente, y vivía como un minotauro viejo y huraño en el centro del laberinto que construyó para sí y tal vez para la memoria de su concubina que se llamaba Azahar: la ciudad palacio de Madinat al-Zahra, que tenía quince mil puertas y cuatro mil trescientas trece columnas, y sobre cuyo arco de entrada dicen que había una estatua de mujer.
Tenía el pelo rubio, pero se lo tintaba de negro, y los ojos de un azul oscuro. Su piel era muy blanca, y su rostro atractivo, pero sentado a caballo parecía más gallardo que cuando estaba de pie, porque su torso era muy fornido y sus piernas muy cortas, como las de casi todos los omeyas andaluces, de manera que los estribos de oro apenas sobresalían un palmo del vientre de su cabalgadura. Su madre era una esclava franca o vascona; su abuela paterna, una princesa navarra, doña Tota. Tuvo once hijos y dieciséis hijas. Doblegó con la misma inapelable fiereza a los cristianos de los reinos del norte y a los rebeldes árabes o muladíes de al-Andalus, y no permitió que nadie hiciera sombra a su poder, pero también fue el más tolerante de los monarcas omeyas, y estuvo a punto de nombrar gran cadí de Córdoba a un mozárabe, propósito del que se desdijo para no irritar a los alfaquíes rigoristas, guardianes de una ortodoxia que a él le era casi del todo indiferente. Se trató de igual a igual con los emperadores de Bizancio y de Germania y extendió su autoridad hacia el norte de África. Una crónica anónima cuenta sus hazañas con la austeridad de las inscripciones funerales romanas: «Conquistó España ciudad por ciudad, exterminó a sus defensores y los humilló, destruyó sus castillos, impuso pesados tributos a los que dejó con vida y los abatió terriblemente por medio de crueles gobernadores hasta que todas las comarcas entraron en su obediencia y se le sometieron todos los rebeldes». Reinó durante cincuenta años, seis meses y dos días sobre un país que nunca volvería a ser tan poderoso y tan fértil, y vivió obsesionado por la voluntad de dejar tras de sí un estado invencible y un palacio que mantuviera en las generaciones futuras la memoria de su nombre: «Cuando los reyes quieren que se hable en la posteridad de sus altos designios -escribió-, ha de ser con la lengua de las edificaciones. ¿No ves cómo han permanecido las pirámides y a cuántos reyes los borraron las vicisitudes de los tiempos?»
Nunca pudo imaginar que esas vicisitudes a las que tanto temía iban a arrasar su obra entera, su palacio y su estado, en menos de medio siglo. Murió a los setenta y tres años: no había cumplido veintitrés cuando sucedió a su abuelo. Nos dicen que tuvo una adolescencia silenciosa y más bien gris, dedicada al estudio, y que el emir Abd Allah lo había preferido siempre a sus propios hijos. En el emirato omeya la primogenitura no implicaba el derecho a la sucesión, y la abundancia de esposas y concubinas -cuyos hijos, al serlo del cabeza de familia, eran todos igualmente legítimos- volvía particularmente confusa la elección de un heredero y fomentaba los rencores y las conspiraciones, de modo que los emires, para curarse en salud, tendían a mantener apartados del palacio a sus hijos. Los de Abd Allah vivían en lujosas almunias de las afueras de Córdoba, y sólo Abd al-Rahman compartía la difícil intimidad del emir, aunque seguramente no ignoraba que aquel anciano afectuoso que le había regalado su anillo al nombrarlo sucesor era el mismo que ordenó veinte años atrás el asesinato de su padre. Los imaginamos a los dos sordamente unidos por el recelo y la culpa: Abd Allah espiando en su nieto los rasgos sobrevividos del hijo al que mató; Abd al-Rahman, temiendo siempre sucumbir al mismo destino que su padre, desconfiando de la predilección del emir, que fácilmente habría podido convertirse en odio.
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