Se dice que las columnas y los arcos de la mezquita de Córdoba recuerdan un bosque de palmeras; las voces sucesivas de la tradición contaban que la casa del Profeta en Medina tenía una gran sala de oración sostenida por troncos de palmera y techada con barro y palmas; junto a ella había un patio rectangular, y el edificio entero estaba rodeado por una cerca defensiva de tres metros y medio de alto y tenía la forma exacta de un cuadrado, figura que según los teólogos adeptos al pitagorismo es una de las más bellas de la geometría, porque está hecha con dos triángulos iguales y constituye el elemento generador del cubo, que es uno de los cinco cuerpos cuya perfección expresa la inteligencia divina, de modo que no es casual que la Kaaba, el monolito sagrado de los musulmanes, sea una piedra cúbica. Pero la mezquita, como la casa del Profeta, no es sólo un lugar de oración, sino también el espacio donde la comunidad guarda su tesoro y se encuentra para reconocerse y afirmarse contra los infieles y los enemigos. Tiene sólidos muros exteriores porque es la fortaleza del Islam, y su gran patio equivale a las plazas públicas de las ciudades mediterráneas. La oración, que se repite cinco veces al día, es un acto íntimo que vincula al creyente con Dios sin mediación de nadie, pero el viernes a mediodía se celebra obligatoriamente en común y en la mezquita mayor, y la dirige el imán, que al principio fue el mismo Mahoma y luego el califa o su delegado. En la mezquita se guarda el ejemplar del Libro Santo, que es leído durante la oración. El que había en la de Córdoba era tan pesado que hacían falta dos hombres para alzarlo, y tenía cuatro páginas escritas por el califa Otmán, que fue el tercero de los sucesores de Mahoma, y que se pinchó ligeramente un dedo mientras escribía: las manchas de unas gotas de su sangre eran todavía visibles en el manuscrito, que se guardaba, dice una crónica, «en un estuche enriquecido con los adornos más delicados y extraordinarios; lo sacaban del tesoro los viernes, y se colocaba en el pupitre que le estaba reservado en el oratorio, y después que el imán lo había leído se restituía al tesoro». Para orar, el creyente ha de inclinarse en dirección a La Meca: el nómada del desierto, que carece de puntos de referencia permanentes, gracias a la orientación deduce el orden del mundo y sus caminos invisibles. Las naves entrecruzadas de la mezquita de Córdoba se despliegan radialmente hacia cualquier punto cardinal, pero la posición en que se arrodillaban los fieles hacía que las miradas y las hileras iguales de columnas confluyeran en el muro sur, el de la qibla, que designaba entre el dédalo de todos los caminos posibles el único que conducía a La Meca. Es allí, en la pared de la qibla, donde se abre el nicho vacío de mihrab, su oquedad sagrada como la de una cueva primitiva en la que resuena la voz del imán igual que la palabra divina encuentra su resonancia más íntima en el corazón de cada hombre, y junto a él hay un púlpito de maderas labradas, el mimbar , al que sube el imán para dirigir los rezos, leer el Corán y pronunciar la jutba , un sermón que no es únicamente religioso: puede ser un discurso político o una arenga en favor de la guerra santa, o la proclamación de un nuevo emir, porque el Islam es una teocracia en la que no existen diferencias entre la vida civil y la religión. Desde el mimbar de la mezquita de Córdoba fue anunciado el emirato de Abd al-Rahman I, y cuando uno de sus descendientes, el tercero de su nombre, decidió reclamar para sí el título de califa, eligió los mimbares de todas las mezquitas de al-Andalus para anunciarlo públicamente. En la de Córdoba se bendecían las banderas de los ejércitos que iban a partir hacia la guerra, y en sus muros se colgaban como trofeos las de los cristianos derrotados.
Al principio, en los tiempos del Profeta y de los primeros califas, el mimbar era un simple estrado con unos pocos escalones, y el imán no estaba separado de los fieles. Dice Ibn Jaldún que el primer mimbar lo mandó construir, en la mezquita de El Cairo, el gobernador de Egipto Amr ibn al-Ass, y que el califa Omar, al tener noticia de esa ostentación, que consideraba una herejía, le ordenó derribarlo: «He sabido que te sirves de un púlpito mediante el cual te elevas sobre las cabezas de los verdaderos creyentes. ¿No te basta permanecer de pie, en el suelo, y tenerlos detrás de tus talones? ¡Rómpelo, te lo mando!». Pero a medida que crecía el poder del Islam y la arrogancia de sus príncipes, los mimbares fueron haciéndose más lujosos y más altos, y los cubrieron con cúpulas, como los tronos de los monarcas orientales, y los labraron en maderas preciosas con incrustaciones de marfil y de oro: el de al-Hakam II estaba hecho de ébano, de sándalo rojo y de áloe, costó treinta mil setecientos cinco dinares y se tardaron cinco años en terminarlo.
En torno al mimbar y al mihrab se levantaba la maqsura , una especie de verja de madera o de hierro que separaba al emir del común de los fieles y en ocasiones lo defendía de su ira en tiempos de rebelión: el califa Omar había sido asesinado mientras oraba en la mezquita de Medina -igual que Abd al-Aziz, hijo de Musa, en la de Sevilla- y a Otman lo lapidaron sin miramiento en un mimbar. «La creación de la maqsura -escribe Ibn Jaldún con su desconfiada lucidez para juzgar la soberbia de los poderosos y vaticinar su castigo- data de la época en que el imperio cobra todo su vigor y el lujo alcanza desarrollo, igual que las demás manifestaciones que contribuyen a la ostentación de la soberanía». En Córdoba fue el emir Muhammad, hijo de Abd al-Rahman II, quien ordenó erigir la primera maqsura, y su descendiente Abd Allah llevó al límite el creciente recelo de los emires hacia sus súbditos al hacerse construir un pasadizo secreto que le permitía cruzar desde el alcázar hasta la mezquita sin que lo viera nadie. Aparecería sobre la multitud como venido de ninguna parte, inaccesible, sentado bajo la cúpula de mimbar junto a un Corán abierto y una espada, aislado de la penumbra por las llamas innumerables de una lámpara de plata cuyos brazos se abrían tan poderosamente hacia lo alto como las ramas de un gran árbol.
Pero ya no podemos saber cómo brillaba la luz en la mezquita de Córdoba. Igual que esos cuadros del Renacimiento que nos parecen tenebristas porque el humo de las velas y el lento óxido del tiempo han ensombrecido su primitiva diafanidad, las naves de la mezquita son ahora mucho más oscuras que hace nueve o diez siglos: el bloque obtuso de la catedral interrumpe las perspectivas cambiantes y el tránsito de la luz, y las arcadas que dan al patio, abiertas en el tiempo de los musulmanes, están ahora tapiadas. Nuestro viajero inventado se adentraría entonces en una claridad y en un espacio que nosotros no vemos. La luz del sol fluía sin obstáculo y traspasaba los muros abiertos y las celosías porque era el símbolo de la luz divina, que penetra en lo más oculto, en la inteligencia y en el corazón de los hombres. La celosía es un muro que se vuelve transparente para rendirse a la luz: la mezquita se abre a ella, y su arquitectura parece construida no con materiales firmes, sino con modulaciones de la luz y la sombra, que exaltan o entibian el color de las dovelas rojas de los arcos, que multiplican la hondura de las naves y el número de las columnas y hacen que nos ciegue el oro de los mosaicos o que se vaya enfriando al atardecer con la lentitud de un ascua que se apaga. «Las obras maestras de la arquitectura islámica son como cristalizaciones de la luz -dice Hossain Nasr-; límpidas y lúcidas, iluminadas e iluminadoras».
Ni siquiera cuando llega la noche decrece la claridad en la mezquita. Ibn Adhari contó 280 lámparas en ella, hechas en vidrio, de plata, de cobre, de bronce. Algunas eran campanas traídas como botín de los reinos del norte. La noche del 27 del mes de Ramadán se encendían sus siete mil cuatrocientas veinticinco candilejas de aceite. Al-Idrisi cuenta que en las lámparas más grandes ardían mil llamas, y trece en las más pequeñas. Sobre la multitud ondulante de los hombres y el bosque geométrico de las columnas, el brillo de cada lengua de fuego se confundiría en un resplandor movedizo y unánime: quien miraba hacia el interior desde la oscuridad del patio veía como un gran horno de luz desde el que le llegaba el rumor de la muchedumbre de los cuerpos y de las voces simultáneas que oraban. Las espaldas de los hombres alzándose del suelo e inclinándose de nuevo hacia él en un solo movimiento se alejaban hacia el fondo ordenadas en la misma dirección que las columnas, mirando al sur, al muro de la qibla, guiándose por él como los peregrinos que emprendían el viaje ritual a La Meca.
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