Mario Llosa - El Pez En El Agua

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El Pez En El Agua: краткое содержание, описание и аннотация

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El pez en el agua contiene, en capítulos alternos, las memorias de dos etapas decisivas de la vida de Mario Vargas Llosa: la comprendida entre fines de 1946, época de su infancia en que se le comunicó que su padre no había muerto, sino que estaba separado de su madre, y le fue presentado, y 1958, año en que el joven escritor abandonó el Perú para instalarse en Europa, por su parte, y por otra la campaña presidencial peruana que, tras la derrota electoral en la segunda vuelta ante Fujimori, concluye el 13 de junio de 1990 con otro viaje a Europa, que debe dar inicio, como antaño, a otra etapa de la vida del autor en la que la literatura pase nuevamente `a ocupar el lugar central`.
La extrema convicción y generosidad del comportamiento personal aquí descrito y su firme y vehemente convicción y energía expresiva convierte a El pez en el agua no sólo en un testimonio apasionante e ineludible sino también en uno de los principales libros de toda la obra de Mario Vargas Llosa.

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En vez de un rechazo popular en defensa de la democracia, el golpe del 5 de abril mereció amplio respaldo, de un arco social que abarcaba desde los estratos más deprimidos -el lumpen y los nuevos migrantes de la sierra- hasta el vértice encumbrado y la clase media, que pareció movilizarse en pleno a favor del «hombre fuerte». Según las encuestas, la popularidad de Fujimori experimentó en esos días un crecimiento vertiginoso, y alcanzó nuevas cimas (por encima del 90 por ciento) con la captura del líder de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán, en la que muchos creyeron ver, ingenuamente, una consecuencia directa del reemplazo de las ineficiencias y bellaquerías de la democracia por los métodos expeditivos del recién instalado régimen de «emergencia y reconstrucción nacional». Otros intelectuales baratos, de buena sintaxis y de estirpe liberal o conservadora esta vez -a la cabeza de ellos mis antiguos partidarios Enrique Chirinos Soto, Manuel d'Ornellas y Patricio Riketts- se apresuraron a producir las adecuadas justificaciones éticas y jurídicas para el golpe de Estado y a convertirse en los nuevos mastines periodísticos del gobierno de facto.

Quienes condenaron lo ocurrido, en nombre de la democracia, se vieron pronto en una gran orfandad política, y víctimas de un vituperio que vocalizaban los gacetilleros del régimen pero tenía el endose de buena parte de la opinión pública.

Fue mi caso. Desde que salí del Perú, el 13 de junio de 1990, había decidido no intervenir más en la política profesional, como entre 1987 y 1990, y abstenerme de criticar al nuevo gobierno. Así lo hice, con la sola excepción del breve discurso que pronuncié, en un viaje relámpago a Lima, en agosto de 1991, para ceder la presidencia de Libertad a Lucho Bustamante. Pero, luego del 5 de abril, me sentí obligado, una vez más, y haciendo de tripas corazón, por el disgusto visceral que la acción política me había dejado en la memoria, a condenar, en artículos y entrevistas, lo que me parecía una tragedia para el Perú: la desaparición de la legalidad y el retorno de la era de los «hombres fuertes», de gobiernos cuya legitimidad reside en la fuerza militar y las encuestas de opinión. Consecuente con lo que, durante la campaña, dije sería la política de mi gobierno hacia cualquier dictadura o golpe de Estado en América Latina, pedí a los países democráticos y a las organizaciones internacionales que penalizaran al gobierno de facto con sanciones diplomáticas y económicas -como se ha hecho con Haití, luego de que el Ejército derrocó al gobierno legal- para, de este modo, ayudar a los demócratas peruanos y desalentar a los golpistas potenciales de otros países latinoamericanos que (se ha visto ya en Venezuela) se sintieran animados a seguir el ejemplo de Fujimori.

Esta posición ha sido, naturalmente, objeto de destempladas recriminaciones en el Perú, y no sólo por el régimen, los jefes militares felones y sus periodistas a sueldo; también, por muchos ciudadanos bien intencionados, entre ellos abundantes ex aliados del Frente Democrático, a quienes pedir sanciones económicas contra el régimen les parece un acto de traición al Perú y no pueden aceptar la más meridiana enseñanza de nuestra historia: que una dictadura, cualquiera sea la forma que ella adopte, es siempre el peor de los males y debe ser combatida por todos los medios, pues, mientras menos dure, más daños y sufrimientos se ahorrarán al país. Aun en círculos y personas que me parecían los menos propensos a actuar por reflejos condicionados, percibo un escandalizado estupor por lo que les parece mi falta de patriotismo, una actitud dictada, no por convicciones y principios, sino por el rencor de una derrota.

No es esto algo que me quite el sueño. Y, tal vez, ser tan poco popular me facilitará poder dedicar en adelante todo mi tiempo y mi energía a escribir, algo para lo que -toco madera- confío ser menos inepto que para la indeseable (pero imprescindible) política.

Mi última reflexión, en este libro que ha sido difícil de escribir, no es optimista. No comparto el amplio consenso que parece existir entre los peruanos, de que, con los dos procesos electorales habidos en el Perú luego del 5 de abril -para un Congreso Constituyente y para la renovación de los municipios- se ha restablecido la legalidad y el gobierno ha recobrado sus credenciales democráticas. Por el contrario, pienso que aquello ha servido, más bien, para que el Perú retroceda en términos políticos y, con la bendición de la oea y muchas cancillerías occidentales, se haya restaurado en el país, con ligero maquillaje, la antiquísima tradición autoritaria: la de los caudillos, la del poder militar por encima de la sociedad civil, la de la fuerza y las intrigas de una camarilla por sobre las instituciones y la ley.

Desde el 5 de abril de 1992 se ha iniciado en el Perú una era de confusión y de notables paradojas, muy instructiva sobre la imprevisibilidad de la historia, su escurridiza naturaleza y sus sorprendentes zigzags. Una nueva mentalidad antiestatista y anticolectivista ha cundido en vastos sectores, contagiando a muchos que, en 1987, lucharon con denuedo por la nacionalización del sistema financiero y ahora apoyan, entusiasmados, las privatizaciones y la apertura de la economía. Pero, ¿cómo no deplorar que, este avance, se vea lastrado por un simultáneo repudio popular de los partidos políticos, de las instituciones, del sistema representativo y sus poderes autónomos que se fiscalizan y equilibran, y, peor todavía, con el entusiasmo de largos sectores por el autoritarismo y el caudillo providencial? ¿De qué sirve la saludable reacción de la ciudadanía contra el apolillamiento de los partidos tradicionales, si ella conlleva la entronización de esa agresiva forma de incultura que es la «cultura chicha», es decir el desprecio de las ideas y de la moral y su reemplazo por la chabacanería, la ramplonería, la picardía, el cinismo y la jerga y la jerigonza que, a juzgar por las elecciones municipales de enero de 1993, parecen ser los atributos más apreciados por el «nuevo Perú»?

El apoyo al régimen se asienta en un tejido de contradicciones. El empresariado y la derecha saludan en el presidente al Pinochet que secretamente anhelaban, los militares nostálgicos del cuartelazo lo tienen por su transitorio testaferro, en tanto que los sectores más deprimidos y frustrados, en los que ha calado la demagogia racista y anti- establishment, se sienten de algún modo interpretados, en sus fobias y complejos, por los planificados insultos de Fujimori a los políticos «corrompidos», a los diplomáticos «homosexuales» y por una rudeza y vulgaridad que les da la ilusión de que quien gobierna es, por fin, «el pueblo».

Los rapsodas del régimen -agrupados, sobre todo, en el diario Expreso y los canales de televisión- hablan de una nueva etapa de la historia peruana, de una renovación social, de una mudanza de las costumbres políticas, del fin de los partidos de cúpulas burocratizadas y enquistadas, ciegas y sordas ante «el país real» y del refrescante protagonismo del pueblo en la vida cívica, que ahora se comunica directamente con el líder, sin la mediación distorsionadora de la viciada clase política. ¿No es éste el viejo estribillo, el eterno sonsonete, de todas las corrientes antidemocráticas de la historia moderna? ¿No fue, en el Perú, el argumento del general Sánchez Cerro, el caudillo que, como Fujimori, consiguió también el fervor coincidente de la «gente decente» y «la plebe»? ¿No fue el del general Odría, que suprimió los partidos políticos para que hubiera una auténtica democracia? ¿Y acaso fue otra la justificación ideológica del general Velasco, quien quería reemplazar la podrida partidocracia con una sociedad participatoria, exonerada de esa morralla, los políticos? No hay nada nuevo bajo el sol, salvo, tal vez, que la renacida prédica autoritaria está ahora más cerca del fascismo que del comunismo, y cuenta con más oídos y corazones que las viejas dictaduras. ¿Es esto algo que deba alegrarnos o, más bien, asustarnos, cara al futuro?

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