Mario Llosa - El Pez En El Agua

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El pez en el agua contiene, en capítulos alternos, las memorias de dos etapas decisivas de la vida de Mario Vargas Llosa: la comprendida entre fines de 1946, época de su infancia en que se le comunicó que su padre no había muerto, sino que estaba separado de su madre, y le fue presentado, y 1958, año en que el joven escritor abandonó el Perú para instalarse en Europa, por su parte, y por otra la campaña presidencial peruana que, tras la derrota electoral en la segunda vuelta ante Fujimori, concluye el 13 de junio de 1990 con otro viaje a Europa, que debe dar inicio, como antaño, a otra etapa de la vida del autor en la que la literatura pase nuevamente `a ocupar el lugar central`.
La extrema convicción y generosidad del comportamiento personal aquí descrito y su firme y vehemente convicción y energía expresiva convierte a El pez en el agua no sólo en un testimonio apasionante e ineludible sino también en uno de los principales libros de toda la obra de Mario Vargas Llosa.

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El 29 de mayo de 1990, poco después de las nueve de la noche, un terremoto sacudió la región noreste del país, causando estragos en los departamentos amazónicos de San Martín y de Amazonas. Un centenar y medio de personas perecieron y por lo menos un millar quedaron heridas en las localidades sanmartinenses de Moyobamba, Rioja, Soritor y Nueva Cajamarca, así como en Rodríguez de Mendoza (Amazonas), donde más de la mitad de las viviendas se derrumbaron o quedaron dañadas. Esta tragedia me permitió comprobar el buen trabajo que habían hecho Ramón Barúa y Jaime Crosby con el pas, al que, apenas llegó la noticia del seísmo, pusimos en acción para que movilizara toda la ayuda posible. A la mañana siguiente de la catástrofe, Patricia y el ex presidente Fernando Belaunde partían a los lugares afectados llevando un avión con quince toneladas de medicinas, ropas y víveres. Fue la primera ayuda en llegar allí y creo que la única, pues, una semana después, el 6 de junio, cuando yo recorrí la región, llevando un nuevo avión cargado de tiendas de campaña, cajas con suero y botiquines con medicinas, los pocos médicos, enfermeras y asistentes que hacían esfuerzos para prestar auxilio a heridos y sobrevivientes, sólo contaban con los recursos del pas. Este programa, montado con los limitados medios de una fuerza de oposición, a la que el gobierno hostilizaba, fue capaz en esas circunstancias de lograr por sí solo algo que no pudo hacer el Estado peruano. Las imágenes en Soritor, Rioja y Rodríguez de Mendoza eran tétricas: centenares de familias dormían a la intemperie, bajo los árboles, después de perderlo todo y hombres y mujeres escarbaban aún los escombros, en busca de los desaparecidos. En Soritor prácticamente no quedaba una sola casa habitable, pues las que no se habían desplomado habían perdido techos y paredes y podían derrumbarse en cualquier momento. Como si el terrorismo y los desvaríos políticos no fueran suficientes, la naturaleza también se encarnizaba con el pueblo peruano. Una nota risueña y simpática de la segunda vuelta -destellos de sol en medio de un cielo de nubes sombrías o agitado por rayos y truenos- la dieron una serie de figuras populares de la radio, la televisión y el deporte, que, en las últimas semanas, tomaron partido por mi candidatura, y me acompañaron en mis visitas a los pueblos jóvenes y a barrios populares, donde su presencia daba lugar a emotivas escenas. Las célebres voleybolistas de la selección nacional que llegó a subcampeona del mundo

– Cecilia Taít, Lucha Fuentes e Irma Cordero sobre todo- no tenían más remedio, en cada lugar, que hacer unas demostraciones con la pelota y a Gisella Valcárcel sus admiradores la asediaban de tal modo que a menudo los guardaespaldas tenían que volar a su socorro. A partir del 10 de mayo, en que vino a Barranco a brindarme su adhesión pública el futbolista Teófilo Cubillas, hasta la víspera de la elección, ésta fue rutina de las mañanas. Recibir a delegaciones de cantantes, compositores, deportistas, actores, cómicos, locutores, folkloristas, bailarines, a quienes, luego de una breve charla, yo acompañaba a la puerta de calle, donde, ante la prensa, exhortaban a sus colegas a votar por mí. Lucho Llosa tuvo la idea de estas adhesiones públicas y fue él quien orquestó las primeras; otras surgieron luego de manera espontánea y fueron tan numerosas que me vi obligado, por la falta de tiempo, a recibir sólo a aquellas que podían tener un efecto contagioso en el electorado.

La gran mayoría de estas adhesiones fueron desinteresadas, pues ocurrieron cuando, a diferencia de lo que pasaba en la primera vuelta, yo no iba a la cabeza de las encuestas y la lógica indicaba que perdería la segunda. Quienes decidieron dar aquel paso lo hicieron a sabiendas de que se arriesgaban a represalias en sus puestos de trabajo y en su futuro profesional, pues en el Perú quienes suben al poder suelen ser rencorosos y para tomar sus venganzas cuentan con la larguísima mano de ese Estado -inepto para socorrer a las víctimas de un terremoto pero capaz de enriquecer a los amigos y empobrecer a los adversarios- que, con razón, Octavio Paz ha llamado el ogro filantrópico.

Pero no todas aquellas adhesiones tuvieron el limpio carácter de las de una Cecilia Taít o Gisella Valcárcel. Algunas pretendieron negociarla y me temo que, en algún caso, corrió dinero de por medio, pese a haber pedido yo a quienes tenían la responsabilidad económica de la campaña, que no lo dieran para esto.

Uno de los más populares animadores de la televisión, Augusto Ferrando, me invitó públicamente, en una de las ediciones de Trampolín a la fama, a que lleváramos un donativo de alimentos a los presos de la cárcel de Lurigancho, que le habían escrito protestando por las condiciones inhumanas del penal. Acepté, y el pas preparó un camión de víveres que llevamos a Lurigancho, el 29 de mayo, a comienzos de la tarde. Yo tenía un sombrío recuerdo de una visita a esa cárcel que había hecho algunos años antes, [66] pero ahora las cosas parecían haber empeorado, pues en esa cárcel construida para mil quinientos reclusos había ahora cerca de seis mil y, entre ellos, un buen número de acusados de terrorismo. La visita fue accidentada, pues, ni más ni menos que la sociedad exterior, la cárcel estaba dividida en fujimoristas y vargasllosistas, que, durante la hora que Ferrando y yo estuvimos allí, mientras se descargaban los víveres, se insultaban y trataban de acallarse gritando a voz en cuello barras y eslóganes. Las autoridades del penal habían dejado acercarse al patio adonde entramos a los partidarios del Frente, en tanto que nuestros adversarios permanecían en los techos y muros de los pabellones, agitando banderolas y carteles con insultos. Mientras yo hablaba, ayudado por un parlante, veía a los guardias republicanos, con los fusiles preparados, apuntando a los fujimoristas de los techos, por si salía de allí algún disparo o una piedra. Ferrando, que había llevado puesto un reloj viejo para que se lo birlaran, se sintió frustrado de que ninguno de los vargasllosistas con los que nos mezclamos, lo hiciera, y terminó regalándoselo al último preso que lo abrazó.

Augusto Ferrando vino a visitarme, una noche, poco después de aquella visita, para decirme que estaba dispuesto, en su programa con millones de televidentes en los pueblos jóvenes, a anunciar que abandonaría la televisión y el Perú si yo no ganaba la elección. Estaba seguro de que con esta amenaza, innumerables peruanos humildes, para quienes Trampolín a la fama era maná del cielo todos los sábados, me darían la victoria. Se lo agradecí muchísimo, desde luego, pero permanecí mudo cuando, de manera muy vaga, me dio a entender que haciendo una cosa así se vería en una situación muy vulnerable en el futuro. Cuando Augusto partió, pedí encarecidamente a Pipo Thorndike que por ninguna razón fuera a llegar a acuerdo alguno con el famoso animador que implicara alguna retribución económica. Y espero que me hiciera caso. El hecho es que, el sábado siguiente o subsiguiente, Ferrando anunció, en efecto, que clausuraría su programa y se iría del Perú si yo perdía la elección. (Luego del diez de junio, cumplió su palabra y se trasladó a Miami. Pero, reclamado por su público, volvió y reabrió Trampolín a la fama, de lo cual me alegré: no me hubiera gustado ser causante de la desaparición de programa tan popular.)

Las adhesiones públicas que más me impresionaron fueron las de dos personas desconocidas del gran público, que habían sufrido, ambas, una tragedia personal y que, al solidarizarse conmigo, pusieron en peligro su tranquilidad y sus vidas: Cecilia Martínez de Franco, viuda del mártir aprista Rodrigo Franco, y Alicia de Sedaño, viuda de Jorge Sedaño, uno de los periodistas asesinados en Uchuraccay.

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