Cuando las secretarias me anunciaron que la viuda de Rodrigo Franco había pedido una cita para ofrecerme su adhesión, me quedé asombrado. Su marido, joven dirigente aprista, muy próximo a Alan García, había ocupado cargos de mucha importancia dentro del gobierno y, cuando fue asesinado por un comando terrorista, el 29 de agosto de 1987, era presidente de la Empresa Nacional de Comercialización de Insumos, uno de los grandes entes estatales. Su asesinato provocó conmoción en el país, por la crueldad con que se llevó a cabo -su mujer y un hijo pequeño estuvieron a punto de perecer en la feroz balacera contra su casita de Ñaña- y por las cualidades personales de la víctima, quien, pese a ser un político de partido, era unánimemente respetado. Yo no lo conocí pero sabía de él por un dirigente de Libertad, Rafael Rey, amigo y compañero suyo en el Opus Dei. Como si su trágica muerte no hubiera sido suficiente, a Rodrigo Franco, después de muerto, le sobrevino la ignominia de que su nombre fuera adoptado por una fuerza paramilitar del gobierno aprista, que cometió numerosos asesinatos y atentados contra personas y locales de extrema izquierda, reivindicándolos en nombre del «Comando Rodrigo Franco».
El 5 de junio en la mañana vino a verme Cecilia Martínez de Franco, a quien tampoco había conocido antes, y me bastó sólo verla para advertir las tremendas presiones que había debido vencer para dar ese paso. Su propia familia había tratado de disuadirla. Pero ella, haciendo esfuerzos para vencer la emoción, me dijo que creía su deber hacer esa declaración pública, pues estaba segura de que, en las actuales circunstancias, es lo que habría hecho su marido. Me pidió llamar a la prensa. A la masa de reporteros y camarógrafos que colmó la sala, les repitió, con gran presencia de ánimo, aquella adhesión, lo que, previsiblemente, le ganó amenazas de muerte, calumnias en las hojas gobiernistas y hasta insultos personales del presidente García, quien la llamó traficante de cadáveres. Pese a todo ello, dos días después, en un programa de César Hildebrandt, con una dignidad que, por unos momentos, pareció de pronto ennoblecer la lastimosa mojiganga que se había vuelto la campaña, ella volvió a explicar su gesto y a pedir al pueblo peruano que votara por mí.
La adhesión de Alicia de Sedaño ocurrió el 8 de junio, dos días antes del acto electoral, sin anuncio previo. Su intempestiva llegada a mi casa, con dos de sus hijos, tomó por sorpresa a los periodistas y a mí mismo, pues, desde la tragedia aquella de enero de 1982, en que su marido, el fotógrafo de La República, Jorge Sedaño, fue asesinado con otros siete colegas por una turba de comuneros iquichanos, en las alturas de Huanta, en el lugar denominado Uchuraccay, ella había sido utilizada con frecuencia, como todas las viudas o padres de las víctimas, por la prensa de izquierda para atacarme, acusándome de haber falseado los hechos deliberadamente, en el informe de la comisión investigadora de que formé parte, para exonerar a las Fuerzas Armadas de su responsabilidad en el crimen. Los indescriptibles niveles de impostura y suciedad que alcanzó aquella larga campaña, en los escritos de Mirko Lauer, Guillermo Thorndike y otros profesionales de la basura intelectual, habían convencido a Patricia de lo inútil que era, en un país como el nuestro, el compromiso político y por ello había tratado de disuadirme de subir a aquel estrado la noche del 21 de agosto de 1987 en la plaza San Martín. Las «viudas de los mártires de Uchuraccay» habían firmado cartas públicas contra mí, aparecido siempre uniformadas de negro en todas las manifestaciones de Izquierda Unida, explotadas sin misericordia por la prensa comunista y, en la segunda vuelta, instrumentalizadas en favor de la campaña de Fujimori, quien las sentó en primera fila en el Centro Cívico, la noche de nuestro debate.
¿Qué había decidido a la viuda de Sedaño a dar semejante vuelco y a adherirse a mi candidatura? El sentirse, de pronto, asqueada por la utilización que hacían de ella los verdaderos traficantes de cadáveres. Así me lo dijo, delante de Patricia y de sus hijos, llorando, la voz trémula de indignación. Había rebasado el vaso lo ocurrido la noche del debate, en el Centro Cívico, en que, además de exigirles asistencia, las habían obligado a ella y a otras viudas y parientes de los ocho periodistas, a vestirse de negro para que su aparición fuera más vistosa ante la prensa. Le agradecí su gesto y aproveché para hacerle saber que, si había llegado a la situación en que me hallaba, luchando por una presidencia que nunca ambicioné antes, había sido, en buena medida, por la tremenda experiencia que significó en mi vida aquella tragedia de la que fue víctima Jorge Sedaño (uno de los dos periodistas que conocía personalmente entre los que mataron en Uchuraccay). Investigándola, para que se supiera la verdad, en medio de tanta fabulación y mentira que rodeaba a lo ocurrido en aquellas serranías de Ayacucho, había podido ver de cerca -oír y tocar, literalmente- la profundidad de la violencia y la injusticia en el Perú, el salvajismo en que transcurría la vida para tantos peruanos, y eso me había convencido de la necesidad de hacer algo concreto y urgente para que nuestro país cambiara por fin de rumbo.
Pasé en mi casa la víspera de la elección, preparando maletas, pues teníamos pasajes reservados para viajar a Francia el día miércoles. Le había prometido a Bernard Pivot asistir esa semana a su programa Apostrophes -el penúltimo de una serie de quince años- y estaba resuelto a cumplir con aquel compromiso en caso de victoria o de derrota electoral. Tenía la seguridad sobre todo de esto último y de que, por lo mismo, este viaje sería de larga duración, de modo que pasé algunas horas seleccionando los papeles y fichas que necesitaba para trabajar en el futuro, lejos del Perú. Me sentía muy agotado pero, también, contento de que aquello llegara a su término. Freddy, Mark Mallow Brown y Álvaro me trajeron aquella tarde las últimas encuestas, de varias agencias, y todas coincidían en que Fujimori y yo íbamos tan parejos que cualquiera de los dos podía ganar. Esa noche fuimos a cenar a un restaurante de Miraflores con Patricia, Lucho y Roxana y Álvaro y su novia, y la gente que ocupaba las otras mesas mantuvo una discreción inusitada a lo largo de toda la noche, sin incurrir en las demostraciones habituales. Era como si ellos también hubieran sido ganados por la fatiga y estuvieran ansiosos de que acabara la larguísima campaña.
En la mañana del 10 volví a votar con mi familia, temprano, en Barranco, y luego recibí a una misión de observadores extranjeros venida a presenciar el acto electoral. A diferencia de la primera vuelta, habíamos decidido que, esta vez, en lugar de reunirme con la prensa en un hotel, iría, luego de conocerse la votación, al Movimiento Libertad. Poco antes del mediodía comenzaron a llegar, a una computadora instalada en mi escritorio, los resultados electorales en los países europeos y asiáticos. En todos había ganado yo -incluso en Japón-, con la sola excepción de Francia, donde Fujimori obtuvo una ligera ventaja. Estaba viendo en la televisión, en mi cuarto, uno de los últimos partidos del campeonato mundial de fútbol, cuando a eso de la una llegaron Mark y Freddy con las primeras proyecciones. Las encuestas se habían vuelto a equivocar, pues Fujimori me sacaba una ventaja de diez puntos, en todo el país, con excepción de Loreto. Esta diferencia se había ampliado cuando se dieron los primeros resultados en la televisión, a las tres de la tarde, y días después el cómputo del Jurado Nacional de Elecciones, la fijaría en veintitrés puntos (57 por ciento contra 34 por ciento).
A las cinco de la tarde fui al Movimiento Libertad, a cuyas puertas se había concentrado una gran masa de entristecidos partidarios, ante quienes reconocí la derrota, felicité al ganador y agradecí a los activistas. Había gente que lloraba a lágrima viva y, mientras nos estrechábamos la mano o nos abrazábamos, algunas amigas y amigos de Libertad hacían esfuerzos sobrehumanos para contener las lágrimas. Cuando abracé a Miguel Cruchaga, vi que estaba tan conmovido que apenas podía hablar. De allí fui al hotel Crillón, acompañado por Álvaro, a saludar a mi adversario. Me sorprendió lo reducida que era la manifestación de sus partidarios, una rala masa de gentes más bien apáticas, que sólo se animaron al reconocerme y gritar, algunos de ellos: «¡Fuera, gringo!» Deseé suerte a Fujimori y volví a mi casa, donde, por muchas horas, hubo un desfile de amigos y dirigentes de todas las fuerzas políticas del Frente. En la calle, una manifestación de gente joven permaneció hasta la medianoche coreando estribillos. Retornaron a la tarde siguiente y a la subsiguiente y siguieron allí hasta avanzada la noche, incluso cuando ya habíamos apagado las luces de la casa.
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