Mario Llosa - El Pez En El Agua

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El pez en el agua contiene, en capítulos alternos, las memorias de dos etapas decisivas de la vida de Mario Vargas Llosa: la comprendida entre fines de 1946, época de su infancia en que se le comunicó que su padre no había muerto, sino que estaba separado de su madre, y le fue presentado, y 1958, año en que el joven escritor abandonó el Perú para instalarse en Europa, por su parte, y por otra la campaña presidencial peruana que, tras la derrota electoral en la segunda vuelta ante Fujimori, concluye el 13 de junio de 1990 con otro viaje a Europa, que debe dar inicio, como antaño, a otra etapa de la vida del autor en la que la literatura pase nuevamente `a ocupar el lugar central`.
La extrema convicción y generosidad del comportamiento personal aquí descrito y su firme y vehemente convicción y energía expresiva convierte a El pez en el agua no sólo en un testimonio apasionante e ineludible sino también en uno de los principales libros de toda la obra de Mario Vargas Llosa.

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No era, ciertamente, esta caricatura de debate lo que merecía un pueblo que se aprestaba a ejercitar el más importante derecho en una democracia: elegir a sus gobernantes. ¿O, tal vez, sí? ¿Acaso ello era inevitable en un país con las características del Perú? Sin embargo, no en todos los países pobres, con grandes desigualdades económicas y culturales, el ejercicio de la democracia desciende a esos extremos, en el que todo esfuerzo para elevar la campaña a un cierto nivel de decoro intelectual es barrido por una incontenible ola de demagogia, incultura, chabacanería y vileza. Muchas cosas aprendí en el proceso electoral y la peor fue descubrir que la crisis peruana no sólo debía medirse en empobrecimiento, caída de niveles de vida, agravación de los contrastes, desplome de las instituciones, aumento acelerado de la violencia, sino que todo ello, sumado, había creado unas condiciones en las que el funcionamiento de la democracia resultaba una suerte de parodia, en la que los más cínicos y pillos llevaban siempre las de ganar.

Dicho esto, si tengo que elegir un episodio de los tres años de campaña del que me siento satisfecho, es mi desempeño en aquel debate. Porque, aun cuando fui a él sin hacerme ilusiones sobre el resultado de la elección, pude entonces, pese, o más bien, gracias a mi adversario, mostrar al pueblo peruano en aquellas dos horas y media, la seriedad de nuestro programa de reformas y el rol preponderante que en él tenía la lucha contra la pobreza, el esfuerzo que habíamos hecho para remover los privilegios que el Perú había visto irse acumulando para que sólo prosperara una cúpula y para que la mayoría se hundiera cada día más en el atraso.

Los preparativos fueron minuciosos y divertidos. En un retiro de un par de días, en Chosica, tuve varias sesiones de entrenamiento, con periodistas amigos, como Alfonso Baella, Fernando Viaña y César Hildebrandt, quienes (sobre todo este último) resultaron más sólidos e incisivos que el combatiente al que me preparaba a enfrentar. Además, robándole tiempo al tiempo, había preparado unas síntesis, lo más didácticas posibles, de lo que queríamos hacer en la agricultura, en la educación, en la economía, en el empleo, en la pacificación, y me atuve a estos temas, pese a que, de tanto en tanto, debí distraerme algunos instantes en responder a los ataques personales, como cuando le pregunté, a quien se preciaba de su superioridad de tecnócrata, qué les había hecho a las vacas de la Universidad Agraria para que, durante su rectorado, misteriosamente bajaran su rendimiento de 2.400 litros de leche al día a sólo 400, o cuando, ante su preocupación porque yo hubiera tenido una experiencia con drogas a los catorce años, le aconsejé que se inquietara por alguien más contemporáneo y cercano a él, como Madame Carmelí, astróloga y candidata a una diputación por Cambio 90, condenada a diez años de cárcel por narcotraficante.

Aquella noche una gran cantidad de gente del Frente se reunió en mi casa -había pepecistas, populistas y sodistas alternando con los libertarios en un ambiente que hubiera parecido imposible unas semanas atrás- para ver conmigo el resultado de las encuestas sobre el debate. Como todas me dieron por ganador, y algunas por quince o veinte puntos de ventaja, muchos pensaron que gracias al debate habíamos asegurado la victoria el 10 de junio.

Aunque, como ya indiqué, casi todo mi esfuerzo de la segunda vuelta se concentró en recorrer la periferia de Lima -los pueblos jóvenes y barrios marginales que habían avanzado por los desiertos y los cerros hasta convertirse en un gigantesco cinturón de pobreza y miseria que apretaba cada vez más a la vieja Lima-, hice también dos viajes al interior, a los dos departamentos a los que más visité en aquellos tres años y a los que me sentía más ligado: Arequipa y Piura. Los resultados de la primera vuelta, en ambos, me habían apenado, pues, por el cariño que sentí siempre por ambos y por la dedicación que les presté en la campaña, daba por hecho que habría una suerte de reciprocidad y que el voto de piuranos y arequipeños me favorecería. Pero en Arequipa sólo ganamos con 32,53 por ciento contra un altísimo 31,68 por ciento de Cambio 90, y en Piura el apra se llevó la primera vuelta con 26,09 por ciento frente a un 25,91 por ciento nuestro. Teniendo en cuenta la alta condensación demográfica de ambas regiones, el Frente decidió que las recorriera una vez más, sobre todo para explicar a los piuranos y arequipeños los alcances del pas (Programa de Apoyo Social). Éste había comenzado a operar en ambos lugares y durante mi viaje a Arequipa estuve presente en un acuerdo que se firmó entre la municipalidad de Cayma y el pas arequipeño para la instalación de botiquines médicos y centros asistenciales, gracias a la financiación y apoyo profesional de aquel programa. (En abril y mayo cerca de quinientos botiquines populares fueron instalados por el pas en sectores marginales de Lima y el interior.)

Ambos fueron viajes muy diferentes a los de la primera vuelta; en lugar de los mítines multicolores en las plazas y cenas y recepciones nocturnas, sólo hubo recorridos por mercados, cooperativas, asociaciones de informales, vendedores ambulantes, diálogos y encuentros con sindicatos, comuneros, dirigentes barriales y comunales y asociaciones de toda índole, que comenzaban al alba y terminaban con las estrellas en el cielo, por lo general a la intemperie, a la luz de candelas, y en los que decenas de veces, cientos de veces, hasta perder la voz y aun la facultad de discernir, trataba de desmentir los embustes sobre el shock, la educación y el millón de desempleados. Mi fatiga era tan grande que, para preservar las escasas energías sobrantes, permanecía mudo en los desplazamientos entre lugar y lugar, en los que, aun cuando fueran de pocos minutos, solía quedarme dormido. Y, aun así, no pude evitar, en medio de un interminable intercambio de preguntas y respuestas, en el mercado central de Arequipa, perder el sentido por unos minutos. Lo divertido es que cuando recobré la conciencia, aturdido, la misma dirigente seguía perorando, ignorante de lo que me había ocurrido.

La crispación a que había llegado el enfrentamiento electoral la advertí en el interior de Piura, sobre todo -una tierra considerada más bien pacífica-, donde el recorrido por los pueblos y aldeas que separan Sullana de la colonización San Lorenzo debí hacerlo en medio de una gran violencia y donde mis intervenciones tenían a menudo el fondo sonoro de la grita de contramanifestantes o de los insultos y golpes que cambiaban a mi alrededor partidarios y adversarios. Mi más ominoso recuerdo de esos días es mi llegada, una mañana candente, a una pequeña localidad entre Ignacio Escudero y Cruceta, en el valle del Chira. Armada de palos y piedras y todo tipo de armas contundentes, me salió al encuentro una horda enfurecida de hombres y mujeres, las caras descompuestas por el odio, que parecían venidos del fondo de los tiempos, una prehistoria en la que el ser humano y el animal se confundían, pues para ambos la vida era una ciega lucha por sobrevivir. Semidesnudos, con unos pelos y uñas larguísimos, por los que no había pasado jamás una tijera, rodeados de niños esqueléticos y de grandes barrigas, rugiendo y vociferando para darse ánimos, se lanzaron contra la caravana como quien lucha por salvar la vida o busca inmolarse, con una temeridad y un salvajismo que lo decían todo sobre los casi inconcebibles niveles de deterioro a que había descendido la vida para millones de peruanos. ¿Qué atacaban? ¿De qué se defendían? ¿Qué fantasmas estaban detrás de esos garrotes y navajas amenazantes? En la miserable aldea no había agua, ni luz, ni trabajo, ni una posta médica y la escuelita no funcionaba hacía años por falta de maestro. ¿Qué daño podía haberles hecho a ellos, que ya no tenían qué perder, aun si hubiera sido tan apocalíptico como la propaganda lo pintaba, el famoso shock ? ¿De qué educación gratuita podían ser privados, ellos, a los que la miseria nacional ya les había cerrado su única escuela? Con su tremenda indefensión, ellos eran la mejor prueba de que el Perú no podía seguir viviendo por más tiempo en el desvarío populista, en la mentira de la redistribución de una riqueza cada día más escasa, y, más bien, una evidencia de la necesidad de cambiar de rumbo, de crear trabajo y riqueza a marchas forzadas, de rectificar unas políticas que estaban empujando cada día más a nuevas masas de peruanos a un estado de primitivismo que (con la excepción de Haití) ya no tenía equivalente en América Latina. No hubo manera ni siquiera de intentar explicárselo. Pese a la lluvia de piedras, que el profesor Oshiro y sus colegas trataban de contener con sus casacas desplegadas a manera de toldo sobre mi cabeza, hice varios intentos de hablarles con un parlante, desde la plataforma de un camión, pero el griterío y la pelotera eran tales, que debí renunciar. Esa noche, en el hotel de Turistas de Piura, aquellas caras y puños de piuranos exacerbados, que hubieran dado cualquier cosa por lincharme, me hicieron recapacitar un buen rato, antes de caer en el sueño sobresaltado habitual, sobre la incongruencia de mi aventura política, y desear con más impaciencia que otros días la llegada del 10 de junio, día liberador.

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