Mario Llosa - El Pez En El Agua

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El pez en el agua contiene, en capítulos alternos, las memorias de dos etapas decisivas de la vida de Mario Vargas Llosa: la comprendida entre fines de 1946, época de su infancia en que se le comunicó que su padre no había muerto, sino que estaba separado de su madre, y le fue presentado, y 1958, año en que el joven escritor abandonó el Perú para instalarse en Europa, por su parte, y por otra la campaña presidencial peruana que, tras la derrota electoral en la segunda vuelta ante Fujimori, concluye el 13 de junio de 1990 con otro viaje a Europa, que debe dar inicio, como antaño, a otra etapa de la vida del autor en la que la literatura pase nuevamente `a ocupar el lugar central`.
La extrema convicción y generosidad del comportamiento personal aquí descrito y su firme y vehemente convicción y energía expresiva convierte a El pez en el agua no sólo en un testimonio apasionante e ineludible sino también en uno de los principales libros de toda la obra de Mario Vargas Llosa.

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Como, al reiniciar la campaña, todavía se señalaban incidentes en que asiáticos eran objeto de vejaciones o insultos, en la segunda mitad de abril, hice muchos gestos de acercamiento y solidaridad con la comunidad nisei. Me reuní con dirigentes de ella, en el Movimiento Libertad, el 20 y el 25 de abril, y convoqué a la prensa en ambas ocasiones para condenar toda discriminación en un país que tenía la suerte de ser una encrucijada de razas y culturas. El mismo 20 de abril hablé con todos los reporteros y corresponsales enviados de urgencia desde Tokio a cubrir esa segunda vuelta en la que, por primera vez en la historia, un nisei podía llegar a ser jefe de Estado de un país que no fuera Japón.

La colonia japonesa publicó un comunicado el 16 de mayo, protestando por los incidentes, y afirmando de manera enfática que no había tomado partido orgánicamente por ninguno de los dos candidatos, y el embajador del Japón, Masaki Seo -quien se había mostrado siempre extremadamente cordial conmigo y con el Frente- hizo también una declaración desmintiendo que su país hubiera hecho promesas a algún candidato. (Fujimori insinuaba que si era elegido lloverían sobre Perú dádivas y créditos del Japón.)

Creí que, de esta manera, el tema racial se iría diluyendo y que el debate electoral podría centrarse en los dos temas en los que yo tenía ventaja, el programa de gobierno y el pas.

Pero el tema racial sólo había sacado la cabeza. Pronto tendría el cuerpo entero en la palestra, metido a empellones y por la puerta grande, ahora por mi adversario. Desde su primera manifestación pública Fujimori empezó a repetir lo que sería el leitmotiv de su campaña a partir de entonces: el del «chinito y los cuatro cholitos». Eso es lo que pensaban los vargasllosistas que era su candidatura; pero ellos no se avergonzaban de ser lo mismo que millones y millones de peruanos: chinitos, cholitos, indiecitos, negritos. ¿Era justo que el Perú fuera sólo de los blanquitos? El Perú era de los chinitos como él y de los cholitos como su primer vicepresidente. Y entonces presentaba al simpático Máximo San Román, quien, con los brazos en alto, mostraba al público su recia cara de cholo cusqueño. Cuando me hicieron ver el vídeo de un mitin en Villa el Salvador del 9 de mayo, en el que Fujimori utilizaba de esta manera desembozada el tema racial -lo había hecho ya antes, en Tacna- definiendo la contienda electoral ante las empobrecidas masas indias y cholas de los pueblos jóvenes, como una confrontación entre los blancos y los oscuros, lo lamenté, porque azuzar de esa manera el prejuicio racial significaba jugar con fuego, pero pensé que le iba a dar buenos réditos electorales. Rencor, resentimiento, frustración de gentes secularmente explotadas y marginadas, que veían en el blanco al poderoso y al explotador, podían ser maravillosamente manipulados por un demagogo, si repetía algo que, por lo demás, tenía base: que los blanquitos del Perú parecían apoyar como un solo bloque mi candidatura.

De esta manera, el asunto racial ocupó un espacio central en la campaña. A mis propios partidarios, aquella operación racista llegaba a descolocarlos y a hacerlos vivir momentos muy incómodos. Recuerdo haber visto una entrevista por televisión a uno de los dirigentes de Acción Popular, que trabajaba en el comité del Plan de Gobierno y era ministro de Agricultura en el gabinete propuesto por Lucho Bustamante y Raúl Salazar, Jaime de Althaus, defendiéndose de las acusaciones de un periodista del Canal 5, de que mi candidatura fuera la de los blanquitos, y precisando que tales y tales dirigentes nuestros eran cholitos de orígenes muy humildes, y de piel tan oscura como la de cualquier fujimorista. Jaime parecía tratando de disculparse por tener los cabellos claros y los ojos azules.

Por este camino estábamos perdidos. Desde luego que, si se trataba de eso, hubiéramos podido mostrar que no sólo había blanquitos en el Frente sino cientos de miles de peruanos oscuros, de todas las variedades imaginables. Pero no se trataba de eso y para mí eran tan repugnantes los prejuicios contra un peruano japonés o indio como contra un peruano blanco, y así lo dije, cada vez que me vi obligado a tocar el tema. Él no se apartó ya de la campaña y un número indeterminado -pero pienso que alto- de votantes fue sensible a él, sintiendo que, al votar por un amarillo contra un blanco (es lo que parece que soy, en el mosaico de las razas peruanas) cumplía un acto de solidaridad y de desquite étnicos.

Si la guerra electoral había sido sucia en la primera vuelta, ahora fue inmunda. Gracias a informaciones espontáneas que nos llegaban de distintas fuentes, y a averiguaciones hechas por la propia gente del Frente Democrático o por los periodistas y medios que apoyaban mi candidatura, como los diarios Expreso, El Comercio, Ojo, el Canal 4, la revista Oiga y, sobre todo, el programa televisivo de César Hildebrandt, En persona, el misterio en torno al ingeniero Fujimori comenzaba a disiparse. Surgía una realidad bastante diferente de esa, mitológica, con que lo habían revestido los medios de comunicación controlados por el apra y la izquierda. Por lo pronto, el candidato de los pobres no era nada pobre y disfrutaba de un patrimonio considerablemente más sólido que el mío, a juzgar por las decenas de casas y edificios que poseía, había comprado, vendido y revendido, en los últimos años, en distintos barrios de Lima, subvaluando sus precios en el registro de la propiedad para reducir el pago de impuestos, como mostró el diputado independiente Fernando Olivera, quien había hecho de la lucha por la moralización el caballo de batalla de toda su gestión y quien con este motivo presentó una denuncia penal contra el candidato de Cambio 90 ante la 32. aFiscalía por «delito de defraudación tributaria y contra la fe pública», que, naturalmente, no prosperó. [64]

De otro lado, se descubrió que Fujimori era propietario de un fundo agrícola de doce hectáreas -Pampa Bonita-, que le había cedido gratis el gobierno aprista, en unas tierras privilegiadas, las de Sayán, en las cercanías norteñas de Lima, esgrimiendo para justificar aquella cesión un dispositivo de la ley de reforma agraria sobre el reparto gratuito de tierras ¡a los campesinos pobres! No era éste su único vínculo con el gobierno aprista. Fujimori había tenido, durante un año, un programa semanal, en el canal del Estado, concedido por órdenes del presidente García; había presidido una comisión gubernamental sobre temas ecológicos; asesorando al candidato aprista en la campaña del 85 sobre el tema agrario, y el apra había utilizado a menudo sus servicios para distintas funciones. (Por ejemplo, el presidente García lo envió como delegado del gobierno a una convención regional en el departamento de San Martín.) Si no militante aprista, el ingeniero Fujimori había recibido encomiendas y privilegios del gobierno aprista sólo concebibles en alguien de confianza. Sus alegatos en contra de los partidos tradicionales y su empeño en presentarse como alguien impoluto en los trajines políticos era una pose electoral.

Todo esto salía en la prensa afín a nosotros, pero quien batió el récord de las revelaciones fue César Hildebrandt, en su programa En persona, de los domingos. Magnífico periodista, sabueso tenaz, investigador acucioso e incansable, bastante más culto que el promedio de sus colegas, y valiente hasta la temeridad, Hildebrandt es también un hombre de carácter dificilísimo, susceptible y atrabiliario, cuya independencia le ha granjeado múltiples enemistades, y toda clase de querellas con los dueños o directores de las revistas, periódicos y canales en los que le ha tocado trabajar, con todos los cuales rompió (aunque, a menudo, amistó luego para volver indefectiblemente a romper), cada vez que sentía su libertad recortada o en peligro. Esta manera de ser le ha ganado muchos enemigos, desde luego, y, al final de cuentas, hasta el tener que marcharse del Perú. Pero, también, un prestigio y una garantía de independencia y una solvencia moral para opinar y criticar que ningún programa televisivo tuvo antes (ni, me temo, volverá a tener por mucho tiempo) en el Perú. Aunque amigo y bastante próximo a algunos sectores de la izquierda, a los que siempre dio tribuna en sus programas, Hildebrandt mostró a lo largo de la campaña de la primera vuelta una clara simpatía por mi candidatura, sin que ello le impidiera, desde luego, criticarnos a mí y a mis colaboradores cuando lo creía necesario.

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