Mario Llosa - El Pez En El Agua

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El pez en el agua contiene, en capítulos alternos, las memorias de dos etapas decisivas de la vida de Mario Vargas Llosa: la comprendida entre fines de 1946, época de su infancia en que se le comunicó que su padre no había muerto, sino que estaba separado de su madre, y le fue presentado, y 1958, año en que el joven escritor abandonó el Perú para instalarse en Europa, por su parte, y por otra la campaña presidencial peruana que, tras la derrota electoral en la segunda vuelta ante Fujimori, concluye el 13 de junio de 1990 con otro viaje a Europa, que debe dar inicio, como antaño, a otra etapa de la vida del autor en la que la literatura pase nuevamente `a ocupar el lugar central`.
La extrema convicción y generosidad del comportamiento personal aquí descrito y su firme y vehemente convicción y energía expresiva convierte a El pez en el agua no sólo en un testimonio apasionante e ineludible sino también en uno de los principales libros de toda la obra de Mario Vargas Llosa.

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Fujimori, desde el principio de esta campaña, actuó con habilidad, agradeciendo al arzobispo y a los obispos todas sus intervenciones, proclamándose católico convicto y confeso -sus hijos estudiaban con los padres agustinos-, prometiendo que en su gobierno no se modificarían un ápice las relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado y felicitándose de que saliera a las calles, fuera de temporada -pues su procesión es en octubre-, «nuestro venerado Señor de los Milagros», algo que «no podría decir un agnóstico». [62]Desde entonces no perdió oportunidad para fotografiarse y ser filmado en las iglesias o mostrando, orgulloso, la foto de su hijo Kenji haciendo la primera comunión. No parecía acordarse para nada de sus esforzados aliados, los evangélicos, de los que, por lo demás, apenas subió al poder, se sacudió a toda prisa. [63]

En medio de este maremagno religioso, en el que yo me sentía extraviado, sin saber cómo actuar para no meter demasiado la pata, no parecer un oportunista y un cínico, y no desdecirme de lo que había dicho que creía y no creía, recibí una discreta solicitud del Nuncio Apostólico para que conversáramos. Nos reunimos en el departamento de Alfredo Barnechea y allí, el purpurado -como hubiera dicho mi antiguo redactor Demetrio Túpac Yupanqui-, fino diplomático italiano, me hizo saber, sin decírmelo con todas sus letras, de la preocupación de la Iglesia por una asunción al poder político de las sectas evangélicas en un país tradicionalmente católico, como el Perú. ¿No se podía hacer algo? Le bromeé que yo estaba haciendo todo lo posible para impedirlo, pero que ganar la segunda vuelta no dependía sólo de mí. Pocos días después, Freddy Cooper se presentó a mi casa a anunciarme que el papa Juan Pablo II me recibiría, en Roma, en audiencia especial, dentro de tres días. Podía ir, asistir a la cita y volver en poco más de cuarenta y ocho horas, de modo que el cronograma de la campaña no se vería afectado. Aquella entrevista desvanecería los últimos remilgos que podían alentar, pese a lo que ocurría, algunos católicos peruanos de viejo cuño, a votar por un agnóstico. Ésta fue también la opinión de varios miembros del comando de campaña y del kitchen cabinet. Pero, aunque en un momento estuve tentado -más por curiosidad hacia la figura del Papa que porque confiara en los beneficios electorales de la reunión-, decidí no hacerlo. Hubiera sido una operación tan obviamente oportunista que nos hubiera llenado a todos de vergüenza.

Y junto con la religión, irrumpía en la campaña otro tema igualmente inesperado, y más siniestro: el racismo, los prejuicios étnicos, los resentimientos sociales. Todo ello existe en el Perú desde antes de la llegada de los europeos, cuando los civilizados quechuas serranos tenían el más profundo desprecio por las pequeñas y primitivas culturas de los yungas costeños, y ha sido un factor de violencia y un obstáculo importante para la integración de la sociedad peruana a lo largo de toda la República. Pero en ninguna campaña electoral anterior apareció de manera tan desembozada como en la segunda vuelta, exhibiendo a la luz pública una de las peores lacras nacionales.

Cuando se habla de prejuicio racial, se piensa de inmediato en el que alienta aquel que tiene una posición de privilegio hacia el que se halla discriminado y explotado, es decir, en el caso del Perú, el del blanco hacia el indio, el negro y las distintas variantes del mestizo (el cholo, el mulato, el zambo, el chinocholo, etcétera), pues, simplicando -y, en lo que concierne a las últimas décadas, simplicando mucho-, es verdad que el poder económico suele concentrarse en la pequeña minoría de ancestros europeos y la pobreza y miseria -esto sin excepción- en los peruanos indígenas y de origen africano. Esa minúscula minoría blanca o emblanquecida por el dinero y el ascenso social no ha ocultado jamás su desprecio hacia los peruanos de otro color y otra cultura, al extremo de que expresiones como «indio», «cholo», «negro», «zambo», «chino» tienen en su boca una connotación peyorativa. Aunque no escrita, ni amparada por alguna legislación, siempre ha habido en esa pequeña cúpula blanca una tácita actitud discriminatoria hacia los otros peruanos, que, a veces, generaba pasajeros escándalos, como, por ejemplo, uno célebre, en los años cincuenta, cuando el Club Nacional baloteó, impidiéndole el ingreso a la institución a un destacado agricultor y empresario iqueño, Pedro Guimoyi, por su origen asiático, o cuando, en el Congreso fantoche de la dictadura de Odría, un parlamentario de apellido Faura intentó hacer aprobar una ley a fin de que los serranos (en verdad, los indios) tuvieran que pedir un salvoconducto para venir a Lima. (En mi propia familia, cuando yo era niño, la tía Eliana fue discretamente segregada por casarse con un oriental.)

Ahora bien, paralelos y recíprocos a estos sentimientos y complejos, existen los prejuicios y rencores de las otras etnias o grupos sociales hacia el blanco y entre sí, superponiéndose y cruzándose con ellos las actitudes despectivas inspiradas en lealtades geográficas y locales. (Como, después de la Conquista, el eje de la vida política y económica peruana se desplazó de la sierra a la costa, desde entonces el costeño pasó a despreciar al serrano y a mirarlo como a un inferior.) No es exagerado decir que, si se radiografía de manera profunda a la sociedad peruana, apartando aquellas formas que los encubren, y que son tan arraigadas en casi todos los habitantes de ese «país antiguo» que somos -la antigüedad es siempre forma y ritual, es decir disimulo y ficción-, lo que aparece es una verdadera caldera de odios, resentimientos y prejuicios, en que el blanco desprecia al indio y al negro, el indio al negro y al blanco y el negro al blanco y al indio y donde cada peruano, desde su pequeño segmento social, étnico, racial y económico, se afirma a sí mismo despreciando al que cree debajo y volcando su rencor envidioso hacia el que siente arriba de él. Esto, que ocurre más o menos en todos los países de América Latina de distintas razas y culturas, está agravado en el Perú porque, a diferencia de México o de Paraguay, por ejemplo, el mestizaje entre nosotros ha sido lento, y las diferencias sociales y económicas se han mantenido por encima del promedio continental. La gran niveladora social, la clase media, que hasta mediados de los cincuenta había venido creciendo, pasó luego a estancarse en los sesenta y desde entonces había venido adelgazándose. En 1990 era muy pequeña, e incapaz de amortiguar la tremenda tirantez entre la cúspide económica -conformada en su inmensa mayoría por blancos- y los millones de peruanos oscuros, pobres, pobrísimos y miserables.

Aquellas tensiones y divisiones subterráneas se agravaron en el Perú desde la dictadura de Velasco, la que usó el prejuicio racial y el resentimiento étnico de manera bastante explícita en sus campañas propagandísticas, para fabricarse una cara popular: el régimen de los peruanos cholos e indios. No lo consiguió, pues no llegó nunca a tener mucho arraigo entre los sectores más desfavorecidos, ni siquiera en los momentos en que llevaba a cabo aquellas reformas populistas que despertaron expectativas en este sector

– las nacionalizaciones de haciendas y empresas y la estatización del petróleo-, pero algo de aquel contencioso, hasta entonces más o menos reprimido, salió a flote y comenzó a gravitar de manera más visible que antaño en la vida pública, y a crisparse y agravarse a medida que, en gran parte por aquellas equivocadas reformas, el Perú se empobrecía y atrasaba y aumentaban los desequilibrios económicos entre los peruanos. En abril y mayo de 1990, todo aquello irrumpió como un torrente de lodo en la contienda electoral.

Fueron algunos de mis partidarios, ya lo he dicho, los primeros en incurrir en abiertas actitudes racistas, lo que me obligó, la noche del 10 de abril, a recordar, que Fujimori era tan peruano como yo. Cuando éste, a la mañana siguiente, en su inesperada visita, me agradeció haberlo hecho, le dije que debíamos tratar de que el tema racial desapareciera de la campaña, pues era explosivo en un país con las violencias del Perú. Me aseguró que así lo creía también. Pero en las semanas siguientes recurriría a él, y con provecho.

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