Carlos Zafón - La sombra del viento

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Un amanecer de 1945 un muchacho es conducido por su padre a un misterioso lugar oculto en el corazón de la ciudad vieja: El Cementerio de los Libros Olvidados. Allí, Daniel Sempere encuentra un libro maldito que cambiará el rumbo de su vida y le arrastrará a un laberinto de intrigas y secretos enterrados en el alma oscura de la ciudad.
La Sombra del Viento es un misterio literario ambientado en la Barcelona de la primera mitad del siglo XX, desde los últimos esplendores del Modernismo a las tinieblas de la posguerra. La Sombra del Viento mezcla técnicas de relato de intriga, de novela histórica y de comedia de costumbres pero es, sobre todo, una tragedia histórica de amor cuyo eco se proyecta a través del tiempo. Con gran fuerza narrativa, el autor entrelaza tramas y enigmas a modo de muñecas rusas en un inolvidable relato sobre los secretos del corazón y el embrujo de los libros,manteniendo la intriga hasta la última página.

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Habrían de pasar muchos meses de miradas y anhelos vanos antes de que Julián Carax y Penélope pudieran estar a solas. Vivían de la casualidad. Se encontraban en los pasillos, se observaban desde extremos opuestos de la mesa, se rozaban en silencio, se sentían en la ausencia. Cruzaron sus primeras palabras en la biblioteca de la casa de la avenida del Tibidabo una tarde de tormenta en que «Villa Penélope» se inundó del reluz de cirios, apenas unos segundos robados a la penumbra en que Julián creyó ver en los ojos de la muchacha la certeza de que ambos sentían lo mismo, que les devoraba el mismo secreto. Nadie parecía advertirlo. Nadie excepto Jacinta, que veía con creciente inquietud el juego de miradas que Penélope y Julián tejían a la sombra de los Aldaya. Temía por ellos.

Ya por entonces había empezado Julián a pasar las noches en blanco, escribiendo relatos desde la medianoche al amanecer, donde vaciaba su alma para Penélope. Luego, visitando la casa de la avenida del Tibidabo con cualquier excusa, buscaba el momento de colarse a escondidas en la habitación de Jacinta y le entregaba las cuartillas para que ella se las diese a la muchacha. A veces Jacinta le entregaba una nota que Penélope había escrito para él y pasaba días releyéndola. Aquel juego habría de durar meses. Mientras el tiempo les robaba la suerte, Julián hacía cuanto era necesario para estar cerca de Penélope. Jacinta le ayudaba, por ver feliz a Penélope, por mantener viva aquella luz. Julián, por su parte, sentía que la inocencia casual del inicio se desvanecía y era necesario empezar a sacrificar terreno. Así empezó a mentir a don Ricardo sobre sus planes de futuro, a exhibir un entusiasmo de cartón por un porvenir en la banca y en las finanzas, a fingir un afecto y un apego por Jorge Aldaya que no sentía para justificar su presencia casi constante en la casa de la avenida del Tibidabo, a decir sólo aquello que sabía que los demás deseaban oírle decir, a leer sus miradas y sus anhelos, a encerrar la honestidad y la sinceridad en el calabozo de las imprudencias, a sentir que vendía su alma a trozos, y a temer que si algún día llegaba a merecer a Penélope, no quedaría ya nada del Julián que la había visto por primera vez. A veces Julián se despertaba al alba, ardiendo de rabia, deseoso de declararle al mundo sus verdaderos sentimientos, de encarar a don Ricardo Aldaya y decirle que no sentía interés alguno por su fortuna, sus barajas de futuro y su compañía, que tan sólo deseaba a su hija Penélope y que pensaba llevarla tan lejos como pudiera de aquel mundo vacío y amortajado en el que la había apresado. La luz del día disipaba su coraje.

En ocasiones Julián se sinceraba con Jacinta, que empezaba a querer al muchacho más de lo que hubiera deseado. A menudo, Jacinta se separaba momentáneamente de Penélope y, con la excusa de ir a recoger a Jorge al colegio de San Gabriel, visitaba a Julián y le entregaba mensajes de Penélope. Fue así como conoció a Fernando, que muchos años más tarde habría de ser el único amigo que le quedaría mientras esperaba la muerte en el infierno de Santa Lucía que le había profetizado el ángel Zacarías. A veces, con malicia, el aya llevaba a Penélope con ella y facilitaba un encuentro breve entre los dos jóvenes, viendo crecer entre ellos un amor que ella nunca había conocido, que se le había negado. Fue también por entonces cuando Jacinta advirtió la presencia sombría y turbadora de aquel muchacho silencioso al que todos llamaban Francisco Javier, el hijo del conserje de San Gabriel. Le sorprendía espiándolos, leyendo sus gestos desde lejos y devorando a Penélope con los ojos. Jacinta conservaba una fotografía que el retratista oficial de los Aldaya, Recasens, había tomado de Julián y de Penélope a la puerta de la sombrerería de la ronda de San Antonio. Era una imagen inocente, tomada al mediodía en presencia de don Ricardo y de Sophie Carax. Jacinta la llevaba siempre consigo.

Un día, mientras esperaba a Jorge a la salida del colegio de San Gabriel, el aya olvidó su bolsa junto a la fuente y al volver a por ella advirtió que el joven Fumero merodeaba por allí, mirándola nerviosamente. Aquella noche, cuando buscó el retrato no lo encontró y tuvo la certeza de que el muchacho lo había robado. En otra ocasión, semanas más tarde, Francisco Javier Fumero se aproximó al aya y le preguntó si podía hacerle llegar algo a Penélope de su parte. Cuando Jacinta preguntó de qué se trataba, el muchacho extrajo un paño con el que había envuelto lo que parecía una figura tallada en madera de pino. Jacinta reconoció en ella a Penélope y sintió un escalofrío. Antes de que pudiese decir nada, el muchacho se alejó. De camino a la casa de la avenida del Tibidabo, Jacinta tiró la figura por la ventana del coche, como si se tratase de carroña maloliente. Más de una vez, Jacinta habría de despertarse de madrugada, cubierta de sudor, perseguida por pesadillas en las que aquel muchacho de turbia mirada se abalanzaba sobre Penélope con la fría e indiferente brutalidad de un insecto.

Algunas tardes, cuando Jacinta acudía a buscar a Jorge, si éste se retrasaba, el aya conversaba con Julián. También él empezaba a querer a aquella mujer de semblante duro y a confiar en ella más de lo que confiaba en sí mismo. Pronto, cuando algún problema o alguna sombra se cernía sobre su vida, ella y Miquel Moliner eran los primeros, y a veces los últimos, en saberlo. En una ocasión, Julián Le contó a Jacinta que había encontrado a su madre y a don Ricardo Aldaya en el patio de las fuentes conversando mientras esperaban la salida de los alumnos. Don Ricardo parecía estar deleitándose con la compañía de Sophie y Julián sintió cierto resquemor, pues estaba al corriente de la reputación donjuanesca del industrial y de su voraz apetito por las delicias del género femenino sin distinción de casta o condición, al que sólo su santa esposa parecía inmune.

– Le comentaba a tu madre lo mucho que te gusta tu nuevo colegio.

Al despedirse de ellos, don Ricardo les guiñó un ojo y se alejó con una risotada. Su madre hizo todo el trayecto de regreso en silencio, claramente ofendida por los comentarios que le había estado haciendo don Ricardo Aldaya.

No sólo Sophie veía con recelo su creciente vinculación con los Aldaya y el abandono al que Julián había relegado a sus antiguos amigos del barrio y a su familia. Donde su madre mostraba tristeza y silencio, el sombrerero mostraba rencor y despecho. El entusiasmo inicial de ampliar su clientela a la flor y nata de la sociedad barcelonesa se había evaporado rápidamente. Casi no veía ya a su hijo y pronto tuvo que contratar a Quimet, un muchacho del barrio, antiguo amigo de Julián, como ayudante y aprendiz en la tienda. Antoni Fortuny era un hombre que sólo se sentía capaz de hablar abiertamente sobre sombreros. Encerraba sus sentimientos en el calabozo de su alma durante meses hasta que se emponzoñaban sin remedio. Cada día se le veía más malhumorado e irritable. Todo le parecía mal, desde los esfuerzos del pobre Quimet, que se dejaba el alma en aprender el oficio, a los amagos de su esposa Sophie por suavizar el aparente olvido al que les había condenado Julián.

– Tu hijo se cree que es alguien porque esos ricachones le tienen de mona de circo -decía con aire sombrío, envenenado de rencor.

Un buen día, cuando se iban a cumplir tres años desde la primera visita de don Ricardo Aldaya a la sombrerería de Fortuny e hijos, el sombrerero dejó a Quimet al frente de la tienda y le dijo que volvería al mediodía. Ni corto ni perezoso se presentó en las oficinas que el consorcio Aldaya tenía en el paseo de Gracia y solicitó ver a don Ricardo.

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