Carlos Zafón - La sombra del viento

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Un amanecer de 1945 un muchacho es conducido por su padre a un misterioso lugar oculto en el corazón de la ciudad vieja: El Cementerio de los Libros Olvidados. Allí, Daniel Sempere encuentra un libro maldito que cambiará el rumbo de su vida y le arrastrará a un laberinto de intrigas y secretos enterrados en el alma oscura de la ciudad.
La Sombra del Viento es un misterio literario ambientado en la Barcelona de la primera mitad del siglo XX, desde los últimos esplendores del Modernismo a las tinieblas de la posguerra. La Sombra del Viento mezcla técnicas de relato de intriga, de novela histórica y de comedia de costumbres pero es, sobre todo, una tragedia histórica de amor cuyo eco se proyecta a través del tiempo. Con gran fuerza narrativa, el autor entrelaza tramas y enigmas a modo de muñecas rusas en un inolvidable relato sobre los secretos del corazón y el embrujo de los libros,manteniendo la intriga hasta la última página.

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– Es un plan perfecto, Miquel -había dicho Julián al escuchar la estrategia ideada por su amigo.

Miquel asintió tristemente.

– Excepto por un detalle. El daño que vais a hacer a mucha gente al iros para siempre.

Julián había asentido, pensando en su madre y en Jacinta. No se le ocurrió pensar que Miquel Moliner estaba hablando de sí mismo.

Lo más difícil fue convencer a Penélope de la necesidad de mantener a Jacinta a oscuras respecto al plan. Sólo Miquel sabría la verdad. El tren partía a la una de la tarde. Para cuando la ausencia de Penélope fuese advertida, ya. habrían cruzado la frontera. Una vez en París, se instalarían en un albergue como marido y mujer, usando nombre falso. Enviarían entonces una carta a Miquel Moliner dirigida a sus familias confesando su amor, diciendo que estaban bien, que les querían, anunciando su matrimonio por la iglesia y pidiendo su perdón y comprensión. Miquel Moliner metería la carta en un segundo sobre para eliminar el matasellos de París y él se encargaría de enviarla desde una localidad de cercanías.

– ¿Cuándo? -preguntó Penélope.

– En seis días -le dijo Julián-. Este domingo.

Miquel estimaba que, para no levantar sospechas, lo mejor era que durante los días que faltaban para la fuga Julián no visitara a Penélope. Debían quedar de acuerdo y no volver a verse hasta que se encontrasen en aquel tren rumbo a París. Seis días sin verla, sin tocarla, se le hacían infinitos. Sellaron el pacto, un matrimonio secreto, en los labios.

Fue entonces cuando Julián condujo a Penélope hasta la alcoba de Jacinta en el tercer piso de la casa. En aquella planta sólo se encontraban las habitaciones de la servidumbre y Julián quiso creer que nadie les encontraría. Se desnudaron a fuego, con rabia y anhelo, arañando la piel y deshaciéndose en silencios. Se aprendieron los cuerpos de memoria y enterraron aquellos seis días de separación en sudor y saliva. Julián la penetró con furia, clavándola contra los maderos del suelo. Penélope le recibía con los ojos abiertos, las piernas abrazadas a su torso y los labios entreabiertos de ansia. No había atisbo de fragilidad ni niñez en su mirada, en su cuerpo tibio que pedía más. Luego, con el rostro todavía prendido de su vientre y las manos en el pecho blanco que todavía temblaba, Julián supo que debían despedirse. Apenas tuvo tiempo de incorporarse cuando la puerta de la habitación se abrió lentamente y la silueta de una mujer se perfiló en el umbral. Por un segundo, Julián creyó que se trataba de Jacinta, pero enseguida comprendió que se trataba de la señora Aldaya, que les observaba hechizada en un rapto de fascinación y repugnancia. Cuanto acertó a balbucear fue: «¿Dónde está Jacinta?» Sin más, se volvió y se alejó en silencio mientras Penélope se encogía en el suelo en una agonía muda y Julián sentía que el mundo se desmoronaba a su alrededor.

– Vete ahora, Julián. Vete antes de que venga mi padre.

– Pero…

– Vete.

Julián asintió.

– Pase lo que pase, el domingo te espero en ese tren.

Penélope consiguió arrancar media sonrisa.

– Allí estaré. Ahora vete. Por favor…

Aún estaba desnuda cuando la dejó y se deslizó por la escalera de servicio hasta las cocheras y, de allí, a la noche más fría que recordaba.

Los días que siguieron fueron los peores. Julián había pasado la noche en vela, esperando que en cualquier momento viniesen a buscarle los sicarios de don Ricardo. No le visitó ni el sueño. Al día siguiente, en el colegio de San Gabriel, no advirtió cambio alguno en la actitud de Jorge Aldaya. Julián, devorado por la angustia, confesó a Miquel Moliner lo que había sucedido. Miquel, con su habitual flema, negó en silencio.

– Estás loco, Julián, pero eso no es novedad. Lo extraño es que no haya habido revuelo en casa de los Aldaya. Lo cual, si uno lo piensa, no es tan sorprendente. Si, como dices, os descubrió la señora Aldaya, cabe la posibilidad de que ni ella misma sepa todavía qué hacer. He tenido tres conversaciones con ella en mi vida, y de ellas extraje dos conclusiones: uno, la señora Aldaya tiene una edad mental de doce años; dos, padece de un narcisismo crónico que le imposibilita ver o comprender cualquier cosa que no sea lo que quiere ver o creer, especialmente en referencia a ella misma.

– Ahórrame el diagnóstico, Miquel.

– Lo que quiero decir es que probablemente todavía esté pensando en qué decir, cómo, cuándo y a quién decírselo. Primero tiene que pensar en las consecuencias para ella misma: el potencial escándalo, la furia de su esposo… Lo demás, me atrevo a suponer, la trae al pairo.

– ¿Crees entonces que no dirá nada?

– Quizá tarde uno o dos días. Pero no creo que sea capaz de guardar un secreto así a espaldas de su marido. ¿Qué hay del plan de fuga? ¿Sigue en pie?

– Más que nunca.

– Me alegro de oírlo. Porque ahora sí que me parece que esto no tiene vuelta atrás.

Los días de aquella semana pasaron en lenta agonía. Julián acudía cada día al colegio de San Gabriel con la incertidumbre pisándole los talones. Pasaba las horas fingiendo estar allí, apenas capaz de intercambiar miradas con Miquel Moliner, que empezaba a estar tanto o más preocupado que él. Jorge Aldaya no decía nada. Se mostraba tan cortés como siempre. Jacinta no había vuelto a aparecer para recoger a Jorge. El chófer de don Ricardo acudía todas las tardes. Julián se sentía morir, casi deseando que pasara lo que tuviera que pasar, que aquella espera llegara a su fin. El jueves por la tarde, al finalizar las clases, Julián empezó a pensar que la suerte estaba de su parte. La señora Aldaya no había dicho nada, quizá por vergüenza, por estupidez o por cualquiera de las razones que vislumbraba Miquel. Poco importaba. Lo único que contaba es que guardase el secreto hasta el domingo. Aquella noche, por primera vez en varios días, consiguió conciliar el sueño.

El viernes por la mañana, al acudir a clase, el padre Romanones le esperaba en la verja.

– Julián, tengo que hablar contigo.

– Usted dirá, padre.

– Siempre he sabido que llegaría este día y tengo que confesarte que me alegra ser yo quien te dé la noticia.

– ¿Qué noticia, padre?

Julián Carax ya no era alumno del colegio de San Gabriel. Su presencia en el recinto, las aulas o incluso los jardines estaba terminantemente prohibida. Sus útiles, libros de texto y todas las pertenencias pasaban a ser propiedad del colegio.

– El término técnico es expulsión fulminante -resumió el padre Romanones.

– ¿Puedo preguntar la causa?

– Se me ocurren una docena, pero estoy seguro de que tú sabrás escoger la más idónea. Buenos días, Carax. Suerte en la vida. La vas a necesitar.

A una treintena de metros, en el patio de las fuentes, un grupo de alumnos le observaba. Algunos reían, haciendo un gesto de despedida con la mano. Otros le observaban con extrañeza y compasión. Sólo uno le sonreía con tristeza: su amigo Miquel Moliner, que se limitó a asentir y a murmurar en silencio palabras que Julián creyó leer en el aire. «Hasta el domingo.»

Al regresar al piso de la Ronda de San Antonio, Julián advirtió que el Mercedes Benz de don Ricardo Aldaya estaba parado frente a la sombrerería. Se detuvo en la esquina y esperó. Al poco, don Ricardo salió de la tienda de su padre y se introdujo en el coche. Julián se ocultó en un portal hasta que hubo desaparecido rumbo a la plaza Universidad. Sólo entonces se apresuró a subir la escalera hasta su casa. Su madre Sophie le esperaba allí, prendida de lágrimas.

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