La anciana pestañeó por toda respuesta.
– Yo diría que eso es un sí. ¿Se acuerda usted de Penélope, Jacinta? ¿Penélope Aldaya? Es de ella de quien queríamos preguntarle.
Jacinta asintió, la mirada encendida de súbito.
– Mi niña -murmuró y pareció que se nos iba a echar a llorar allí mismo.
– La misma. Se acuerda, ¿eh? Nosotros somos amigos de Julián. Julián Carax. El de los cuentos de miedo, se acuerda también, ¿verdad?
Los ojos de la anciana brillaban, como si las palabras y el tacto en la piel le devolviesen a la vida por momentos.
– El padre Fernando, del colegio de San Gabriel, nos dijo que quería usted mucho a Penélope. Él también la quiere a usted mucho y se acuerda todos los días de usted, ¿sabe? Si no viene más a menudo es porque el nuevo obispo, que es un trepa, lo fríe con un cupo de misas que lo tienen afónico.
– ¿Ya come usted bien? -preguntó de súbito la anciana, inquieta.
– Trago como una lima, Jacinta, lo que ocurre es que tengo un metabolismo muy masculino y lo quemo todo. Pero aquí donde me ve, debajo de esta ropa es todo puro músculo. Toque, toque. Como Charles Atlas, pero más velludo.
Jacinta asintió, más tranquila. Sólo tenía ojos para Fermín. A mí me había olvidado completamente.
– ¿Qué puede decirnos de Penélope y de Julián?
– Me la quitaron entre todos -dijo-. A mi niña.
Me adelanté para decir algo, pero Fermín me lanzó una mirada que decía: cállate.
– ¿Quién le quitó a Penélope, Jacinta? ¿Se acuerda usted?
– El señor -dijo alzando los ojos con temor, como si temiera que alguien pudiera oírnos.
Fermín pareció calibrar el énfasis del gesto de la anciana y siguió su mirada hacia las alturas, cotejando posibilidades.
– ¿Se refiere usted a Dios todopoderoso, emperador de los cielos, o más bien al señor padre de la señorita Penélope, don Ricardo?
– ¿Cómo está Fernando? -preguntó la anciana.
– ¿El cura? Como una rosa. El día menos pensado le hacen papa y la instala a usted en la Capilla Sixtina. Le manda muchos recuerdos.
– Él es el único que viene a verme, ¿sabe? Viene porque sabe que no tengo a nadie más.
Fermín me lanzó una mirada de soslayo, como si estuviese pensando lo mismo que yo. Jacinta Coronado estaba bastante más cuerda de lo que su apariencia sugería. El cuerpo se apagaba, pero la mente y el alma seguían consumiéndose en aquel pozo de miseria. Me pregunté cuántos más como ella, y como el viejecillo licencioso que nos había indicado dónde encontrarla, habría atrapados allí.
– Viene porque la quiere a usted mucho, Jacinta. Porque se acuerda de lo bien cuidado y alimentado que lo tenía de chaval, que nos lo ha contado todo. ¿Se acuerda usted, Jacinta? ¿Se acuerda de entonces, de cuando iba a recoger a Jorge al colegio, de Fernando y de Julián? Julián…
Su voz era un susurro arrastrado, pero la sonrisa la traicionaba.
– ¿Se acuerda usted de Julián Carax, Jacinta?
– Me acuerdo del día que Penélope me dijo que se iba a casar con él…
Fermín y yo nos miramos, atónitos.
– ¿A casar? ¿Cuándo fue eso, Jacinta?
– El día que le vio por primera vez. Tenía trece años y no sabía ni quién era ni cómo se llamaba.
– ¿Cómo sabía entonces que se iba a casar con él?
– Porque lo había visto. En sueños.
De niña, María Jacinta Coronado estaba convencida de que el mundo se acababa a las afueras de Toledo y de que más allá de los confines de la ciudad no había sino tinieblas y océanos de fuego. Jacinta había sacado aquella idea de un sueño que tuvo durante una fiebre que casi había acabado con ella a los cuatro años. Los sueños empezaron con aquella fiebre misteriosa, de la que algunos culpaban a la picadura de un enorme alacrán rojo que un día apareció en la casa y al que nunca se volvió a ver, y otros a los malos oficios de una monja loca que se infiltraba por las noches en las casas para envenenar a los niños y que años más tarde moriría en el garrote vil, declamando el padrenuestro al revés y con los ojos salidos de las órbitas al tiempo que una nube roja se extendía sobre la ciudad y descargaba una tormenta de escarabajos muertos. En sus sueños, Jacinta veía el pasado, el futuro y, a veces, vislumbraba secretos y misterios de las viejas calles de Toledo. Uno de los personajes habituales que veía en sus sueños era Zacarías, un ángel que vestía siempre de negro y que iba acompañado de un gato oscuro de ojos amarillos cuyo aliento olía a azufre. Zacarías lo sabía todo: le había vaticinado el día y la hora en que iba a morir su tío Benancio, el mercachifle de ungüentos y aguas benditas. Le había desvelado el lugar en que su madre, beata de pro, escondía un pliego de cartas de un ardoroso estudiante de medicina de pocos recursos económicos pero sólidos conocimientos de anatomía en cuya alcoba en el callejón de Santa María había descubierto las puertas del paraíso por adelantado. Le había anunciado que había algo malo clavado en su vientre, un espíritu muerto que la quería mal, y que sólo conocería el amor de un hombre, un amor vacío y egoísta que le rompería el alma en dos. Le había augurado que vería perecer en vida todo aquello que amaba y que antes de llegar al cielo visitaría el infierno. El día de su primera menstruación, Zacarías y su gato sulfúrico desaparecieron de sus sueños, pero años más tarde Jacinta habría de recordar las visitas del ángel de negro con lágrimas en los ojos, pues todas sus profecías se habían cumplido.
Así, cuando los médicos diagnosticaron que nunca podría tener hijos, Jacinta no se sorprendió. Tampoco se sorprendió, aunque casi se murió de pena, cuando su esposo de tres años le anunció que la abandonaba por otra porque ella era como un campo yermo y baldío que no daba fruto, porque no era mujer. En ausencia de Zacarías (a quien tomaba por emisario de los cielos, pues de negro o no, era un ángel luminoso -y el hombre más guapo que había visto o soñado jamás-), la Jacinta hablaba con Dios a solas, en los rincones, sin verle y sin esperar que él se molestase en contestar porque había mucha pena en el mundo y lo suyo al fin y al cabo eran pequeñeces. Todos sus monólogos con Dios versaban sobre el mismo tema: sólo deseaba una cosa en la vida, ser madre, ser mujer.
Un día de tantos, rezando en la catedral, se le acercó un hombre a quien reconoció como Zacarías. Vestía como siempre y sostenía su gato malicioso en el regazo. No había envejecido un solo día y seguía luciendo aquellas uñas magníficas, de duquesa, largas y afiladas. El ángel le confesó que acudía él porque Dios no pensaba contestar a sus plegarias. Zacarías le dijo que no se preocupase porque, de un modo u otro, él le enviaría una criatura. Se inclinó sobre ella, susurró la palabra Tibidabo, y la besó en los labios muy tiernamente. Al contacto de aquellos labios finos, de caramelo, la Jacinta tuvo una visión: tendría una niña sin necesidad de conocer varón (lo cual, a juzgar por la experiencia de tres años de alcoba con el esposo que insistía en hacer sus cosas sobre ella mientras le tapaba la cabeza con una almohada y le murmuraba «no mires, guarra», le supuso un alivio). Esa niña vendría a ella en una ciudad muy lejana, atrapada entre una luna de montañas y un mar de luz, una ciudad forjada de edificios que sólo podían existir en sueños. Luego Jacinta no supo decir si la visita de Zacarías había sido otro de sus sueños o si realmente el ángel había acudido a ella en la catedral de Toledo, con su gato y sus uñas escarlata recién manicuradas. De lo que no dudó un instante fue de la veracidad de aquellas predicciones. Aquella misma tarde consultó con el diácono de la parroquia, que era un hombre leído y que había visto mundo (se decía que había llegado hasta Andorra y que chapurreaba el vascuence). El diácono, que alegó desconocer al ángel Zacarías de entre las legiones aladas del cielo, escuchó con atención la visión de la Jacinta y, tras mucho sopesar el tema, y ateniéndose a la descripción de una suerte de catedral que, en palabras de la vidente, parecía una gran peineta hecha de chocolate fundido, el sabio le dijo: «Jacinta, eso que has visto tú es Barcelona, la gran hechicera, y el templo expiatorio de la Sagrada Familia…» Dos semanas más tarde, armada de un fardo, un misal y su primera sonrisa en cinco años, Jacinta partía rumbo a Barcelona, convencida de que todo lo que le había descrito el ángel se haría realidad.
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