Carlos Zafón - La sombra del viento

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Un amanecer de 1945 un muchacho es conducido por su padre a un misterioso lugar oculto en el corazón de la ciudad vieja: El Cementerio de los Libros Olvidados. Allí, Daniel Sempere encuentra un libro maldito que cambiará el rumbo de su vida y le arrastrará a un laberinto de intrigas y secretos enterrados en el alma oscura de la ciudad.
La Sombra del Viento es un misterio literario ambientado en la Barcelona de la primera mitad del siglo XX, desde los últimos esplendores del Modernismo a las tinieblas de la posguerra. La Sombra del Viento mezcla técnicas de relato de intriga, de novela histórica y de comedia de costumbres pero es, sobre todo, una tragedia histórica de amor cuyo eco se proyecta a través del tiempo. Con gran fuerza narrativa, el autor entrelaza tramas y enigmas a modo de muñecas rusas en un inolvidable relato sobre los secretos del corazón y el embrujo de los libros,manteniendo la intriga hasta la última página.

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– AveMaríaPurísimaSinPecadoConcebida -ofreció Fermín de corrido y con entusiasmo.

– ¿Y la caja? -replicó la voz en lo alto, grave y reticente.

– ¿Caja? -preguntamos Fermín y yo al unísono.

– ¿No vienen ustedes de la funeraria? -preguntó la monja con voz cansina.

Me pregunté si aquello era un comentario sobre nuestro aspecto o una pregunta genuina. A Fermín se le iluminó el rostro ante tan providencial oportunidad.

– La caja está en la furgoneta. Primero quisiéramos reconocer al cliente. Puro tecnicismo.

Sentí que se me comía la náusea.

– Creí que iba a venir el señor Collbató en persona -dijo la monja.

– El señor Collbató le ruega le disculpe, pero le ha salido un embalsamamiento de última hora muy complicado. Un forzudo de circo.

– ¿Trabajan ustedes con el señor Collbató en la funeraria?

– Somos sus manos derecha e izquierda, respectivamente. Wilfredo Velludo para servirla, y aquí a mi vera mi aprendiz, el bachiller Sansón Carrasco.

– Tanto gusto -completé.

La monja nos dio un repaso sumario y asintió, indiferente al par de espantapájaros que se reflejaban en su mirada.

– Bien venidos a Santa Lucía. Yo soy sor Hortensia, la que les llamó. Síganme.

Seguimos a sor Hortensia sin despegar los labios a través de un corredor cavernoso cuyo olor me recordó al de los túneles del metro. El corredor estaba flanqueado por marcos sin puertas tras los cuales se adivinaban salas iluminadas con velas, ocupadas por hileras de lechos apilados contra la pared y cubiertos por mosquiteras que ondeaban como sudarios. Se escuchaban lamentos y se adivinaban siluetas entre la rejilla de los cortinajes.

– Por aquí -indicó sor Hortensia, que llevaba la avanzadilla unos metros al frente.

Nos adentramos en una bóveda amplia en la que no me costó gran esfuerzo situar el escenario del Tenebrarium que me había descrito Fermín. La penumbra velaba lo que a primera vista me pareció una colección de figuras de cera, sentadas o abandonadas en los rincones, con ojos muertos y vidriosos que brillaban como monedas de latón a la lumbre de las velas. Pensé que tal vez eran muñecos o restos del viejo museo. Luego comprobé que se movían, aunque muy lentamente y con sigilo. No tenían edad o sexo discernible. Los harapos que los cubrían tenían el color de la ceniza.

– El señor Collbató dijo que no tocásemos ni limpiásemos nada -dijo sor Hortensia con cierto tono de disculpa-. Nos limitamos a poner al pobre en una de las cajas que había por aquí, porque empezaba a gotear, pero ya está.

– Han hecho ustedes bien. Toda precaución es poca -convino Fermín.

Le lancé una mirada desesperada. Él negó serenamente, dándome a entender que le dejase a cargo de la situación. Sor Hortensia nos condujo hasta lo que parecía una celda sin ventilación ni luz al fin de un pasillo angosto. Tomó una de las lámparas de gas que pendían de la pared y nos la tendió.

– ¿Tardarán ustedes mucho? Tengo que hacer.

– Por nosotros no se entretenga. A lo suyo, que nosotros ya nos lo llevamos. Pierda cuidado.

– Bueno, si necesitan algo estaré en el sótano, en la galería de encamados. Si no es mucho pedir, sáquenlo por la parte de atrás. Que no le vean los demás. Es malo para la moral de los internos.

– Nos hacemos cargo -dije, con la voz quebrada.

Sor Hortensia me contempló con vaga curiosidad por un instante. Al observarla de cerca me di cuenta de que era una mujer mayor, casi anciana. Pocos años la separaban del resto de inquilinos de la casa.

– Oiga, ¿el aprendiz no es un poco joven para este oficio?

– Las verdades de la vida no conocen edad, hermana -ofreció Fermín.

La monja me sonrió dulcemente, asintiendo. No había desconfianza en aquella mirada, sólo tristeza.

– Aun así -murmuró.

Se alejó en la tiniebla, portando su cubo y arrastrando su sombra como un velo nupcial. Fermín me empujó hacia el interior de la celda. Era un cubículo miserable cortado entre muros de gruta supurantes de humedad, de cuyo techo pendían cadenas terminadas en garfios y cuyo suelo quebrado quedaba cuarteado por una rejilla de desagüe. En el centro, sobre una mesa de mármol grisáceo, reposaba una caja de madera de embalaje industrial. Fermín alzó la lámpara y adivinamos la silueta del difunto asomando entre el relleno de paja. Rasgos de pergamino, imposibles, recortados y sin vida. La piel abotargada era de color púrpura. Los ojos, blancos como cáscaras de huevo rotas, estaban abiertos.

Se me revolvió el estómago y aparté la vista.

– Venga, manos a la obra -indicó Fermín.

– ¿Está usted loco?

– Me refiero a que tenemos que encontrar a la tal Jacinta antes de que se descubra nuestro ardid.

– ¿Cómo?

– ¿Cómo va a ser? Preguntando.

Nos asomamos al corredor para asegurarnos de que sor Hortensia había desaparecido. Luego, con sigilo, nos deslizamos hasta el salón por el que habíamos cruzado. Las figuras miserables seguían observándonos, con miradas que iban desde la curiosidad al temor, y en algún caso, la codicia.

– Vigile, que algunos de éstos, si pudiesen chuparle la sangre para volver a ser jóvenes, se le tiraban al cuello -dijo Fermín-. La edad hace que parezcan todos buenos como corderillos, pero aquí hay tanto hijo de puta como ahí fuera, o más. Porque éstos son de los que han durado y enterrado al resto. Que no le dé pena. Ande, usted empiece por esos del rincón, que parece que no tienen dientes.

Si estas palabras tenían por objeto envalentonarme para la misión, fracasaron miserablemente. Observé aquel grupo de despojos humanos que languidecía en el rincón y les sonreí. Su mera presencia se me antojó una estratagema propagandística en favor del vacío moral del universo y la brutalidad mecánica con que éste destruía a las piezas que ya no le resultaban útiles. Fermín pareció leerme tan profundos pensamientos y asintió con gravedad.

– La madre naturaleza es una grandísima furcia, ésa es la triste realidad -dijo-. Valor y al toro.

Mi primera ronda de interrogatorios no me granjeó más que miradas vacías, gemidos, eructos y desvaríos por parte de todos los sujetos a quienes cuestioné sobre el paradero de Jacinta Coronado. Quince minutos más tarde replegué velas y me reuní con Fermín para ver si él había tenido más suerte. El desaliento le desbordaba.

– ¿Cómo vamos a encontrar a Jacinta Coronado en este agujero?

– No sé. Esto es una olla de tarados. He intentado lo de los Sugus, pero los toman por supositorios.

– ¿Y si preguntamos a sor Hortensia? Le decimos la verdad y ya está.

– La verdad sólo se dice como último recurso, Daniel, y más a una monja. Antes agotemos los cartuchos. Mire ese corrillo de ahí, que parece muy animado. Seguro que saben latín. Vaya e interróguelos.

– ¿Y usted qué piensa hacer?

– Yo vigilaré la retaguardia por si vuelve el pingüino. Usted a lo suyo.

Con poca o ninguna esperanza de éxito me aproximé a un grupo de internos que ocupaba una esquina del salón.

– Buenas noches -dije, comprendiendo en el acto lo absurdo de mi saludo, pues allí siempre era de noche-. Busco a la señora Jacinta Coronado. Co-ro-na-do. ¿Alguno de ustedes la conoce o puede decirme dónde encontrarla?

Enfrente, cuatro miradas envilecidas de avidez. Aquí hay un pulso, me dije. Quizá no todo está perdido.

– ¿Jacinta Coronado? -insistí.

Los cuatro internos intercambiaron miradas y asintieron entre sí. Uno de ellos, orondo y sin un solo pelo visible en todo el cuerpo, parecía el cabecilla. Su semblante y su donaire a la luz de aquel terrario de escatologías me hizo pensar en un Nerón feliz, pulsando su arpa mientras Roma se pudría a sus pies. Con ademán majestuoso, el César Nerón me sonrió, juguetón. Le devolví el gesto, esperanzado.

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