Carlos Zafón - La sombra del viento

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Un amanecer de 1945 un muchacho es conducido por su padre a un misterioso lugar oculto en el corazón de la ciudad vieja: El Cementerio de los Libros Olvidados. Allí, Daniel Sempere encuentra un libro maldito que cambiará el rumbo de su vida y le arrastrará a un laberinto de intrigas y secretos enterrados en el alma oscura de la ciudad.
La Sombra del Viento es un misterio literario ambientado en la Barcelona de la primera mitad del siglo XX, desde los últimos esplendores del Modernismo a las tinieblas de la posguerra. La Sombra del Viento mezcla técnicas de relato de intriga, de novela histórica y de comedia de costumbres pero es, sobre todo, una tragedia histórica de amor cuyo eco se proyecta a través del tiempo. Con gran fuerza narrativa, el autor entrelaza tramas y enigmas a modo de muñecas rusas en un inolvidable relato sobre los secretos del corazón y el embrujo de los libros,manteniendo la intriga hasta la última página.

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El interfecto me indicó que me acercase, como si quisiera susurrarme al oído. Dudé, pero me avine a sus condiciones.

– ¿Puede usted decirme dónde encontrar a la señora Jacinta Coronado? -pregunté por última vez.

Acerqué el oído a los labios del interno, tanto que pude sentir su aliento fétido y tibio en la piel. Temí que me mordiese, pero inesperadamente procedió a dispensar una ventosidad de formidable contundencia. Sus compañeros echaron a reír y a dar palmas. Me retiré unos pasos, pero el efluvio flatulento ya me había prendido sin remedio. Fue entonces cuando advertí junto a mí a un anciano encogido sobre sí mismo, armado con barbas de profeta, pelo ralo y ojos de fuego, que se sostenía con un bastón y les contemplaba con desprecio.

– Pierde usted el tiempo, joven. Juanito sólo sabe tirarse pedos y ésos lo único que saben es reírselos y aspirarlos. Como ve, aquí la estructura social no es muy diferente a la del mundo exterior.

El anciano filósofo hablaba con voz grave y dicción perfecta. Me miró de arriba abajo, calibrándome.

– ¿Busca usted a la Jacinta, me pareció oír?

Asentí, atónito ante la aparición de vida inteligente en aquel antro de horrores.

– ¿Y por qué?

– Soy su nieto.

– Y yo el marqués de Matoimel. Una birria de mentiroso es lo que es usted. Dígame para qué la busca o me hago el loco. Aquí es fácil. Y si piensa ir preguntando a estos desgraciados de uno en uno, no tardará usted en comprender el porqué.

Juanito y su camarilla de inhaladores seguían riéndose de lo lindo. El solista emitió entonces un bis, más amortiguado y prolongado que el primero, en forma de siseo, que emulaba un pinchazo en un neumático y dejaba claro que Juanito poseía un control del esfínter rayano en el virtuosismo. Me rendí a la evidencia.

– Tiene usted razón. No soy familiar de la señora Coronado, pero necesito hablar con ella. Es un asunto de suma importancia.

El anciano se me acercó. Tenía la sonrisa pícara y felina, de niño gastado, y le ardía la mirada de astucia.

– ¿Puede usted ayudarme? -supliqué.

– Eso depende de en lo que pueda usted ayudarme a mí.

– Si está en mi mano, estaré encantado de ayudarle. ¿Quiere que le haga llegar un mensaje a su familia?

El anciano se echó a reír amargamente.

– Mi familia es la que me ha confinado a este pozo. Menuda jauría de sanguijuelas, capaces de robarle a uno hasta los calzoncillos mientras aún están tibios. A ésos se los puede quedar el infierno o el ayuntamiento. Ya los he aguantado y mantenido suficientes años. Lo que quiero es una mujer.

– ¿Perdón?

El anciano me miró con impaciencia.

– Los pocos años no le disculpan la opacidad de luces, chaval. Le digo que quiero una mujer. Una hembra, fámula o potranca de buena raza. Joven, esto es, menor de cincuenta y cinco años, y sana, sin llagas ni fracturas.

– No estoy seguro de entender…

– Me entiende usted divinamente. Quiero beneficiarme a una mujer que tenga dientes y no se mee encima antes de irme al otro mundo. No me importa si es muy guapa o no; yo estoy medio ciego, y a mi edad cualquier chavala que tenga donde agarrarse es una Venus. ¿Me explico?

– Como un libro abierto. Pero no veo cómo le voy a encontrar yo una mujer…

– Cuando yo tenía la edad de usted, había algo en el sector servicios llamado damas de virtud fácil. Ya sé que el mundo cambia, pero nunca en lo esencial. Consígame una, llenita y cachonda, y haremos negocios. Y si se está usted preguntando acerca de mi capacidad para gozar de una dama, piense que me contento con pellizcarle el trasero y sospesarle las beldades. Ventajas de la experiencia.

– Los tecnicismos son cosa suya, pero ahora no puedo traerle a una mujer aquí.

– Seré un viejo calentorro, pero no imbécil. Eso ya lo sé. Me basta con que me lo prometa.

– ¿Y cómo sabe que no le diré que sí sólo para que me diga dónde está Jacinta Coronado?

El viejecillo me sonrió, ladino.

– Usted deme su palabra, y deje los problemas de conciencia para mí.

Miré a mi alrededor. Juanito enfilaba la segunda parte de su recital. La vida se apagaba por momentos.

La petición de aquel abuelete picantón era lo único que me pareció tener sentido en aquel purgatorio.

– Le doy mi palabra. Haré lo que pueda.

El anciano sonrió de oreja a oreja. Conté tres dientes.

– Rubia, aunque sea oxigenada. Con un par de buenas peras y con voz de guarra, a ser posible, que de todos los sentidos, el que mejor conservo es el del oído.

– Veré lo que puedo hacer. Ahora dígame dónde encontrar a Jacinta Coronado.

31

– ¿Que le ha prometido al matusalén ese el qué?

– Ya lo ha oído.

– Lo habrá dicho en broma, espero.

– Yo no le miento a un abuelete en las últimas, por fresco que sea.

– Y ello le ennoblece, Daniel, pero ¿cómo piensa usted colar a una fulana en esta santa casa?

– Pagando triple, supongo. Los detalles específicos se los dejo a usted.

Fermín se encogió de hombros, resignado.

– En fin, un trato es un trato. Ya pensaremos en algo. Ahora bien, la próxima vez que se plantee una negociación de esta naturaleza, déjeme hablar a mí.

– Concedido.

Tal y como me había indicado el anciano vivales, encontramos a Jacinta Coronado en un altillo al que sólo se podía acceder desde una escalinata en el tercer piso. Según el abuelete lujurioso, el ático era el refugio de los escasos internos a quienes la parca no había tenido la decencia de privar de entendimiento, estado por otra parte de escasa longevidad. Al parecer, aquella ala oculta había albergado en su día las habitaciones de Baltasar Deulofeu, alias Laszlo de Vicherny, desde las cuales presidía las actividades del Tenebrarium y cultivaba las artes amatorias recién llegadas de Oriente entre vapores y aceites perfumados. Cuanto quedaba de aquel dudoso esplendor eran los vapores y perfumes, si bien de otra naturaleza. Jacinta Coronado languidecía rendida en una silla de mimbre, envuelta en una manta

– ¿Señora Coronado? -pregunté alzando la voz, temiendo que la pobre estuviese sorda, tarada o ambas cosas.

La anciana nos examinó con detenimiento y cierta reserva. Tenía la mirada arenosa, y apenas unas mechas de cabello blanquecino le cubrían la cabeza. Advertí que me observaba con extrañeza, como si me hubiera visto antes y no recordase dónde. Temí que Fermín se apresurase a presentarme como el hijo de Carax o algún ardid semejante, pero se limitó a arrodillarse a la vera de la anciana y a tomar su mano temblorosa y ajada.

– Jacinta, yo soy Fermín, y este pimpollo es mi amigo Daniel. Nos envía su amigo el padre Fernando Ramos, que hoy no ha podido venir porque tenía doce misas que decir, ya sabe cómo es esto del santoral, pero le envía a usted muchísimos recuerdos. ¿Cómo se encuentra usted?

La anciana sonrió dulcemente a Fermín. Mi amigo le acarició el rostro y la frente. La anciana agradecía el tacto de otra piel como un gato faldero. Sentí que se me estrechaba la garganta.

– Qué pregunta más tonta, ¿verdad? -continuó Fermín-. A usted lo que le gustaría es estar por ahí, marcándose un chotis. Porque tiene usted planta de bailarina, se lo debe de decir todo el mundo.

No le había visto tratar con tanta delicadeza a nadie, ni siquiera a la Bernarda. Las palabras eran pura zalamería, pero el tono y la expresión de su rostro eran sinceros.

– Qué cosas más bonitas dice usted -murmuró con una voz rota, de no tener con quien hablar o nada que decir.

– Ni la mitad de bonitas que usted, Jacinta. ¿Cree que le podríamos hacer unas preguntas? Como en los concursos de la radio, ¿sabe?

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