Augusto Bastos - Yo el Supremo

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Yo el Supremo Dictador de la República: Ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado, la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas al vuelo. Todos mis servidores civiles y militares sufrirán pena de horca. Sus cadáveres serán enterrados en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres. Esa inscripción garabateada sorprende una mañana a los secuaces del dictador, que corren prestos a eliminarla de la vida de los aterrados súbditos del patriarca. Así arranca una de las grandes novela de la literatura en castellano de este siglo: Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, Premio Cervantes 1989. La obra no es sólo un extraordinario ejercicio de gran profundidad narrativa sino también un testimonio escalofriante sobre uno de los peores males contemporáneos: la dictadura. El déspota solitario que reina sobre Paraguay es, en la obra de Roa, el argumento para describir una figura despiadada que es asimismo metáfora de la biografía de América Latina.

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Reflexionen pausadamente sobre estos puntos que constituyen el basamento de nuestra República. Focos de proyección de su progreso en el porvenir. Quiero jefes, delegados, administradores, aptos en sus diversas funciones. Quiero pundonor, austeridad, valor, honradez en cada uno de ustedes. Quiero máculos patriotas sin mácula.

Anoten cualquier duda, opinión, sugerencia, que estimen conveniente formular acerca de los principales asuntos tratados en esta Circular. Tengo pensado realizar dentro de poco un cónclave, que es como decir un Congreso de jefes, funcionarios, empleados del más alto al más bajo rango, a fin de fortalecer, uniformar, entre todos, la futura política del Supremo Gobierno.

Cada uno de ustedes debe preparar una rendición de cuentas de toda su actuación en los diversos cargos a que han sido destinados desde su ingreso en la administración pública. Rendición de cuentas que será estudiada por el Supremo Gobierno antes del Cónclave. Sus informes, que suelen ser bastante deformes, esta vez han de ser conformes a los formularios que se les hará llegar con el próximo chasque. Tales fojas de servicio, juntamente con el censo de la población, así como el censo educacional, que he ordenado, deberán ser enviados dentro de un mes, es decir, a fines de setiembre del presente año, a más tardar.

El propósito de esta rendición de cuentas no se fraterniza desde luego con el despropósito de relevarlos a ustedes por las faltas que pudieran haber cometido en el pasado. Condenarlos por haber incurrido en torpezas, no sería sino otra torpeza más. Lo ya hecho para bien está bien. Lo hecho para mal procuremos hacerlo bien en el futuro. Mi idea es conducir a cada uno de ustedes de modo que lleguen a ser grandes jefes, funcionarios irreprochables de la República. Por ello quiero que sus partes, sus oficios, sus relatónos vayan saliendo ajustados a la realidad de los hechos. No se dejen llevar por las riberas de su imaginación. No me obliguen a ir pelando sus papeladas bulbosas llenas de cascaras amargácidas. No me hagan morder la cebolla. Quiero que tomen mis advertencias no tanto como del Jefe Supremo, sino más bien del amigo que no sólo los estima sino que los ama. Tal vez mucho más de lo que ustedes mismos pueden sospechar.

El tiempo que vivimos bien puede resultar el postrero; por lo tanto, adecuado para enmendarnos a reculones. Por disconveniencias mejor que por conveniencias personales. Estando poco adoctrinado por los buenos ejemplos, que no han abundado nunca en nuestro propio país, me sirvo de los malos ejemplos cuya lección al revés es ordinaria pero extraordinaria para dar buenos ejemplos del derecho.

Costumbre de nuestra justicia es ejecutar a los culpables en advertencia de los demás. A fin de que el mal ejemplo no cunda, se corrige no al que se ahorca sino a los demás por el ahorcado. Siem pre se muere en otro. No les vaya a ocurrir que ya estén muertos y no lo noten o se hayan olvidado de que lo están. La mentira no me engaña. Siempre doy con ella aunque venga escondida entre las suelas de los zapatos. Supersticiones y cabalas no me tocan ni alucinan. A ustedes les consta mi templanza; más también mi inexorable rigor. Este rigor está puesto por entero al servicio de la Patria. Defenderlo a todo trance de sus enemigos sean éstos de dentro o de fuera.

¡Entendedme, pobres conciudadanos! Yo antes quiero morir que volver a ver a mi pobre Patria oprimida, y tengo la satisfacción de creer que lo general de toda la República está en lo mismo. Si así no lo fuera, culpa nuestra será. Mas entonces ninguno de nosotros se salvará del desastre de la Patria. ¿Por qué? Porque todos y cada uno de nosotros seremos ese desastre. Sobre tales despojos vendrán a sentar sus reales las fieras del desierto.

Se suele decir que el que se fía del pueblo edifica en la arena. Tal vez, cuando el pueblo no es absolutamente más que arena. Pero aquí no reina esta cabala. Yo lidio no con un pueblo de arena ni de fantasmas, sino con un pueblo de hombres de mil y tantas miserias. ¡Paraguayos, un esfuerzo más si queréis ser definitivamente libres!

Apenas yo reciba los resultados del nuevo censo y empadronamiento general de los ciudadanos que les ordeno en la presente, serán informados sobre el proyecto que he forjado para la formación de un gran ejército y una flota de guerra a objeto de liberar de una vez por todas a nuestro país del inicuo bloqueo de la navegación y reforzar nuestras defensas, fundamento de nuestra autodeterminación y soberanía. Los pormenores del plan serán revelados oportunamente a los comandantes militares en instrucciones muy reservadas.

(Cuaderno privado)

Por el momento lo que voy a obrar es lo siguiente: Una vez talado el bosque de sátrapas, una vez extinguida la plaga de perros hidrófobos babeantes de abyección, mandaré extender sobre sus restos una gruesa capa de cal y de olvido. No más jefes indignos y bufones. No más efectivos de líneas que haraganean a la espera de huir al menor peligro. No más tropas de un ejército que existe y no sirve para nada, pues hasta el último de los soldados acaba contagiándose de los vicios de sus jefes. No más uniformes, ni grados, ni jerarquías escalafonarias, que los da no el mérito sino la antigüedad de su inutilidad. El ejército de la Patria será todo el pueblo en ropa y dignidad de ser el pueblo en armas. Ejército invisible, pero más efectivo que todos los ejércitos. Sus efectivos, los campesinos libres, encuadrados por los jefes naturales que surjan de ese natural ejército de trabajo y defensa de la República. Trabajarán de día. De noche harán sus ejercicios. Se adiestrarán en las tinieblas de modo que las mismas tinieblas sean sus mejores aliadas. Las armas serán escondidas durante el día, junto a los surcos. Las murallas boscosas serán nuestros mejores bastiones; los desiertos y esteros, nuestros fosos impenetrables; los ríos, lagos y arroyos, las arterías por donde circulará la fuerza fulmínea de nuestros destacamentos articulados en pequeñas unidades. Que vengan los elefantes. Ya el compadre Confucio decía que los mosquitos acaban comiéndose a los elefantes. Cuando irrumpa el enemigo, creerá que entra en una tierra inerme y pacífica. Mas cuando los invasores se den cuenta de su error acorralados entre el trueno y el relámpago por este aparente espejismo de hombres y mujeres que defienden su heredad en ropa de trabajo, sabrán que sólo puede ser vencido el pueblo que quiere serlo.

Las tropas de padres de familia arraigados en la zona del Paraná, que envié contra la invasión de los correntinos, fue un buen ejemplo al comienzo. Desde hoy, nada de inservibles tropas de líneas. Disolveré esos efectivos de haraganes e incapaces que disparan al primer tiro del enemigo. Se acabó el ejército de parásitos que chupan la sangre del pueblo inútilmente, además de vejarlo sin cesar con toda clase de atropellos y abusos.

Desde hoy, el pueblo mismo será el ejército. Todos los hombres y mujeres, adultos, jóvenes y niños en condiciones de servir en el Gran Ejército de la Patria. Único, invisible, invencible. Estudiar todos los aspectos de su organización. Proyectar en sus menores detalles un plan de estrategia y táctica; un reglamento de combate de guerrillas y un sistema general de autoabastecimiento, orientados a cubrir los objetivos centrales de trabajo y defensa.

La base más importante para esta conversión de las milicias tradicionales en milicias del pueblo es… ( quemado el resto del folio ).

Yergue el cráneo sacudiéndose la tierra. Levanta la mitad de la osamenta apoyándose en los cuartos traseros. Está a punto de arrojarme a la cara el secreto del negro Pilar. Un pequeño arco iris de baba se le forma alrededor del hocico. Sarcástica sonrisa a la sombra pelada del hueso. Me retiro un paso, fuera de su alcance. Lo observo de reojo. La hidrofobia de un perro muerto puede ser dos veces mortal. ¡Lo mandaste matar por…! Se contiene con un fingido ataque de tos. Despacio, mi buen Sultán. Tienes la eternidad por delante. Hala, hala, ¿qué ibas a decir del negro? Continúa. Te escucho. No eras antes tan buen oyente, mi estimado Supremo. Tampoco tú eras muy conversador en tu vida de perro. Lo mandaste fusilar el mismo año en que celebrabas tus bodas de plata con la Dictadura Perpetua. Corrió ese año sebo caliente como nunca. ¿Te acuerdas, Supremo, del velón? Velo ahí. Tus perráulicos lo mandaron fabricar de cincuenta varas de altor por tres de grosor en la base. Diez mil quintales de sebo ardiendo fueron derramados sobre el esqueleto del envarillado. Encendieron el pábilo que estaba calculado para durar por lo menos otro cuarto de siglo con la llama prendida dentro de su nicho de mica. Lo levantaron por la noche en la plaza de la República. Víspera de aquella Navidad. Tú no sabías nada. Sorpresa absoluta. Únicamente te sorprendió esa luz que brillaba después del toque de queda en un sitio donde no la habías visto nunca ni ordenado que estuviera. Enfocaste el telescopio desde la ventana. ¡ La Estrella del Norte!, te oí murmurar. Toda la noche pasaste contemplándola. Gañido bajito de perro viudo. Mil suspiros. Un solo suspiro cortado por mil contrasuspiros. De modo que eran mil y también uno solo. Me obligaste a suspirar y gañir a tu lado, aplastándome la pata con el taco ferrado del zapato. Mientras tú suspirabas y gañías a lo perro yo me reía a lo hombre de tu ridicula pena-persona. Cuando el alba asomó te llevé a la cama casi a rastras. Te encerré en tu camaranchón. Monté guardia a la puerta.

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