Dame la mano. ¿Va a levantarse, Señor? Venga la mano. Honor muy grande para este servidor es que Vuecencia me tienda la mano. No te tiendo la mano. Te ordeno que me tiendas la tuya. No te propongo una reconciliación; únicamente un simulacro de transitoria identificación.
Esto es una clase. La última. Debió ser la primera. Ya que no puedo proponerte una Última Cena con la cáfila de judas que son mis apóstoles, te ofrezco una primera-última clase. ¿Clase de qué clase, Señor? Homenaje a tu supina ignorancia en beneficio del servicio. Desde hace más de veinte años eres el escribano mayor del Gobierno, el fiel de fechos, el supremo amanuense, y no conoces todavía los secretos de tu oficio. Tu don escriturario continúa siendo muy rudimental. Poco, mal y peor atado. Te precias de tener en la punta del ojo la facultad de distinguir las más ínfimas semejanzas y diferencias hasta en las formas de los puntos, mas no eres capaz de reconocer la letra de un infame pasquín. Razón que le sobra, Señor. Con su permiso quiero informar a Vuecencia que ya tengo acuartelados a siete mil doscientos treinta y cuatro escribientes en el archivo, para cotejar las letras del pasquín en los veinte mil legajos, sus quinientas mil fojas, más toda la papelería que Usía me ha ordenado reunir a este efecto. He traído en la leva hasta al Paí Mbatú. Con su cerebro medio atacado, es el más vivo y activo de todos los escribidores reclutados. ¡Soy loco forrado de ciencia y calzo botines de paciencia!, grita a cada rato el ex cura. ¡Vengan pues los expedientes, que para mí este asunto es pan comido! Los tengo a galleta cuartelera y agua para avivar su apuro y buena voluntad. ¿Se acuerda, Señor, de aquellos indios viejos de Jaguarón que se negaron a seguir trabajando en el beneficio del tabaco alegando estar cegatones? Se les mandó servir un buen locro con muchos marandovases adentro. Los indios se sentaron a comer. Se comieron hasta el último grano de maíz pero dejaron enteritos todos los gordos verdes gusanos del tabaco al borde del plato. Pienso hacer lo mismo con estos haraganes. Sólo aguardo que Su Excelencia me entregue el pasquín para empezar la investigación de la letra.
Desde hace más de veinte años eres mi fideindigno secretario, No sabes secretar lo que dicto. Tuerces retuerces mis palabras. Te dicto una circular a fin de instruir a los funcionarios civiles y militares sobre los hechos cardinales de nuestra Nación. Ya les he enviado la primera parte, Señor. Cuando la lean, esos bestias iletrados creerán que les hablo de una Nación imaginaria. Te estás pareciendo a esos ampulosos escribas, los Molas y los Peñas, por ejemplo, que se creen unos Tales de Mileto y no son más que unos tales por cuales. Aun presos se pasan ratereando los escritos ajenos. No te empeñes en imitarlos. No emplees palabras impropias que no se mezclan con mi humor, que no se impregnan de mi pensamiento. Me disgusta esta capacidad relativa, mendigada. Tu estilo es además abominable. Laberíntico callejón empedrado de aliteraciones, anagramas, idiotismos, barbarismos, paronomasias de la especie pároli/párulis; imbéciles anástrofes para deslumbrar a invertidos imbéciles que experimentan erecciones bajo el efecto de las violentas inversiones de la oración, por el estilo de: Al suelo del árbol cáigome; o esta otra más violenta aún: Clavada la Revolución en mi cabeza la pica guíñame su ojo cómplice desde la Plaza. Viejos trucos de la retórica que ahora vuelven a usarse como si fueran nuevos. Lo que te reprocho principalmente es que seas incapaz de expresarte con la originalidad de un papagayo. No eres más que un biohumano parlante. Bicho híbrido engendrado por especies diferentes. Asno-mula tirando de la noria de la escribanía del Gobierno. En papagayo me habrías sido más útil que en fiel de fechos. No eres ni lo uno ni lo otro. En lugar de trasladar al estado de naturaleza lo que te dicto, llenas el papel de barrumbadas incomprensibles. Bribonadas ya escritas por otros. Te alimentas con la carroña de los libros,. No has arruinado todavía la tradición oral sólo porque es el único lenguaje que no se puede saquear, robar, repetir, plagiar, copiar. Lo hablado vive sostenido por el tono, los gestos, los movimientos del rostro, las miradas, el acento, el aliento del que habla. En todas las lenguas las exclamaciones más vivas son inarticuladas. Los animales no hablan porque no articulan, pero se entienden mucho mejor y más rápidamente que nosotros. Salomón hablaba con los mamíferos, los pájaros, los peces y los reptiles. Yo también hablo por ellos. Él no había comprendido el lenguaje de las bestias que le eran más familiares. Su corazón se endureció con el mundo animal cuando perdió su anillo. Se dice que lo tiró bajo el efecto de la cólera cuando un ruiseñor le informó que su mujer novecientos noventa y nueve amaba a un hombre más joven que él.
Cuando te dicto, las palabras tienen un sentido; otro, cuando las escribes. De modo que hablamos dos lenguas diferentes. Más a gusto se encuentra uno en compañía de perro conocido que en la de un hombre de lenguaje desconocido. El lenguaje falso es mucho menos sociable que el silencio. Hasta mi perro Sultán murió llevándose a la tumba el secreto de lo que decía. Lo que te pido, mi estimado Panzancho, es que cuando te dicto no trates de artificializar la naturaleza de los asuntos, sino de naturalizar lo artificioso de las palabras. Eres mi secretario ex-cretante. Escribes lo que te dicto como si tú mismo hablaras por mí en secreto al papel. Quiero que en las palabras que escribes haya algo que me pertenezca. No te estoy dictando un cuenticulario de nimiedades. Historias de entretén-y-miento. No estoy dictándote uno de esos novelones en que el escritor presume el carácter sagrado de la literatura. Falsos sacerdotes de la letra escrita hacen de sus obras ceremonias letradas. En ellas, los personajes fantasean con la realidad o fantasean con el lenguaje. Aparentemente celebran el oficio revestidos de suprema autoridad, mas turbándose ante las figuras salidas de sus manos que creen crear. De donde el oficio se torna vicio. Quien pretende relatar su vida se pierde en lo inmediato. Únicamente se puede hablar de otro. El Yo sólo se manifiesta a través del Él. Yo no me hablo a mí. Me escucho a través de Él. Estoy encerrado en un árbol. El árbol grita a su manera. ¿Quién puede saber que yo grito dentro de él? Te exijo pues el más absoluto silencio, el más absoluto secreto. Por lo mismo que no es posible comunicar nada a quien está fuera del árbol. Oirá el grito del árbol. No escuchará el otro grito. El mío. ¿Entiendes? ¿No? Mejor.
Lo malo, Patiño, es que la situación empeora por el creciente ceceo de tu frenillo. Me cargas de zetas las fojas. La decreciente facultad de tu voz las va dejando cada vez más afónicas. Ah, Patiño, si tu memoria, ignorante de lo que no ha sucedido todavía, pudiera descubrir que los oídos funcionan como los ojos y los ojos como la lengua enviando a distancia las imágenes y las imagines, los sonidos y los silencios oíbles, ninguna necesidad tendríamos de la lentitud del habla. Menos todavía de la pesada escritura que ya nos ha atrasado millones de años.
Con los mismos órganos los hombres hablan y los animales no hablan. ¿Te parece esto razonable? No es, pues, el lenguaje hablado el que diferencia al hombre del animal, sino la posibilidad de fabricarse un lenguaje a la medida de sus necesidades. ¿Podrías inventar un lenguaje en el que el signo sea idéntico al objeto? Inclusive los más abstractos e indeterminados. El infinito. Un perfume. Un sueño. Lo Absoluto. ¿Podrías lograr que todo esto se transmita a la velocidad de la luz? No; no puedes. No podemos. Razón por la cual tú sobras y faltas al mismo tiempo en este mundo en que los charlatanes y embaucadores sobran, mientras que los individuos honrados faltan con notable encarnizamiento. ¿Me has entendido? A decir verdad, no mucho, no del todo, Excelencia. Mejor dicho, absolutamente nada de todo, Señor, por lo que le pido me otorgue su excelentísimo perdón. No importa. Dejémonos por ahora de zonceras. Comencemos por el principio. Pon tus cascos en la palangana. Remójate los juanetes solípedos. Cálzate en la cabeza el balde del barbero Alejandro, el casco de Mambrino o de Minerva. Lo que quieras. Escucha. Atiende. Vamos a realizar juntos el escrutinio de la escritura. Te enseñaré el difícil arte de la ciencia escriptural que no es, como crees, el arte de la floración de los rasgos sino de la desfloración de los signos.
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