«Lamo la mano del amo», dijo la Brepe. Su voz era la de Madre.
«Y no se escondan más. Vengan conmigo.»
«Nunca te hemos dejado solo», le dijeron. «Nunca nos fuimos.»
No esa noche sino la siguiente los gatos retozaron en el baño. Apenas Carmona se metió en el agua, la tribu avanzó desde el dormitorio y se quedó junto a la puerta, acechándolo. De pronto, la Brepe saltó a la bañadera, y sin hundir la cabeza nadó con soltura, levantando las ancas. Aunque no podía evitar que se le mojara el vientre, donde estaban sus olores más frágiles, cada tanto se sostenía sólo con las pezuñas: casi todo el cuerpo danzaba en lo aéreo, apoyado sobre la mera esponja de las patas y abriéndose paso con aletazos de la cola, casi como si volara, ingrávida. Era una gaviota.
Los otros estaban pendientes de cada movimiento y, a su manera, con ligeras vibraciones de los músculos, imitaban las brazadas en tierra. Cármenes y Ángeles lo hicieron la noche siguiente. Sin cruzar la puerta del baño, la Brepe las atisbaba, y al final también ella se les unió. Pronto, Carmona les dejó la bañadera para que se solazaran a su antojo. Aprendían a nadar con tal rapidez que ya el agua no les hacía falta: navegaban por los canales que iban abriendo con las uñas, enhiesto el cuerpo, mojándose cada vez menos.
En algún momento de la noche desaparecían. Sólo la Brepe no se movía de su lado. Danzaba alrededor de Carmona y le maullaba al oído hasta que él se levantaba y le servía la comida: yemas de huevo duro y cabezas de pájaros.
El hombre había tomado la costumbre de pasar todas las mañanas por la pollería, antes de ir al periódico, y comprar pescuezos de tórtolas y de perdices. Los domingos solía recoger los despojos de gorriones que flotaban en las alcantarillas. Temía que la gata se atragantara con los huesitos filosos e invisibles. Pero Carmona siempre temía de más. La Brepe era muy diestra desplumando pájaros.
Por las tardes, los dos solían pasear a la orilla del río. Detrás de las mansiones se abría una avenida tórrida, de palmeras, por la que nadie se aventuraba hasta que caía el sol. Al final, donde una roca desviaba la corriente, la avenida moría en un campo fangoso, cercado por vallas de madera que las damas de los ingenios pensaban convertir alguna vez en jardín botánico y que servía, mientras tanto, para las quermeses de beneficencia.
Cuando Carmona y la Brepe llegaban a ese punto, empezaba la noche. El repentino chillido de los insectos se incrustaba en el silencio como una quemadura. Permanecían un momento inmóviles, oyendo los devaneos de la corriente, y al ver la cresta del sol hundiéndose en los meridianos del oeste emprendían el regreso. Las damas salían a tomar el fresco a esa hora en sus automóviles sin capota, y se saludaban al cruzarse con una inclinación de cabeza, aunque se hubieran encontrado ya muchas veces durante el día. En el pasado, y sobre todo poco tiempo después de morir Madre, Carmona solía detenerse a conversar con ellas frente a los puestos de naranjada, pero ahora, para no dar explicaciones sobre la gata, las esquivaba.
Cada vez que subía por el barranco de su casa, los otros animales de la tribu estaban acechándolo. Belial, el pequeño, seguía mostrándose hostil. Tan muelle, tan ínfimo y sin embargo nada saciaba su odio. Carmona solía tomarlo en brazos y examinar su piel bajo la luz, por si algún otro gato lo había atormentado. Pero Belial exhalaba salud y no se dejaba herir: era pura pelambre, de telaraña, de bruma. Podías atravesarlo con los dedos.
Formando un corro en torno de Carmona, los gatos trepaban el barranco junto a él, azotándole las piernas con la cola y empujándolo hacia la casa. No le daban sosiego hasta que les preparaba el baño.
Se habían convertido, casi, en animales de agua. Carmona no imaginaba cómo eran las relaciones que ellos urdían con el agua cuando nadie estaba observándolos, pero se daba cuenta de los efectos. En el barranco, por las noches, los veía tensar las orejas ante un bloque de azufre que navegaba a la deriva o cuando caían los coágulos de hielo de las montañas amarillas. Por los temblores del lomo se podía adivinar todo lo que estaba pasando en el agua: la procesión de los camalotes, el cloqueo de los cardúmenes, la muerte lenta de las algas negras en las honduras.
Una tarde, mientras paseaba con la Brepe, los encontró reunidos en el campo de fango. Se decían secretos y lo miraban. De improviso, todos empujaron con las ancas el cerco de madera, instándolo a pasar. Intrigado, Carmona saltó. El fango estaba seco, y por dondequiera brotaban ramilletes de tártagos y ortigas.
Los gatos trataban de iniciarlo en una ceremonia nueva y para cada movimiento se tomaban su tiempo. Mientras la noche avanzaba, ellos retrocedían hacia el río. Eran tan lentos, tan cuidadosos, que cuando daban un paso ya la noche había dado tres. Cármenes y Ángeles, en la vanguardia, marcaban el ritmo: se desplazaban hacia el agua tanteando la blandura del terreno, y cada tanto se recostaban en la humedad, con los ojillos cerrados. Así, de a uno, los gatos se iban acercando al río. De vez en cuando, Carmona volvía la cabeza y distinguía el ir y venir de los automóviles descapotados por la avenida de palmeras, pero sentía que ya nada de eso era parte de él. Todo lo que él era había quedado atrás y hasta la felicidad que deseaba no era la misma de antes. No era la clase de felicidad que está al alcance de los hombres.
Por fin, la humedad del río llegó a sus zapatos. Delante, se abría la inmensidad de la corriente.
El río, como he dicho, era redondo. Donde estaba su fuente debía estar su desembocadura. Madre solía enseñar en las escuelas que el lugar de encuentro entre las aguas de ida y las de venida eran las cuevas de las montañas amarillas. Pero un punto u otro daba lo mismo. Tal vez el lugar estuviera en el campo de fango, más allá de la avenida de las palmeras. Los gatos se movían por allí como en un templo.
Cuando la corriente llegó hasta ellos, la Brepe desapareció en el agua y al cabo de un momento asomó la cabeza a la luz de la luna. Carmona se quitó la ropa y la siguió. El aire estaba tibio. De las mansiones iluminadas llegaba música de boleros.
Habría poco menos de cien metros entre una ribera y la otra, pero de tanto en tanto se formaban súbitos remolinos que habían devorado a más de un nadador, y por la superficie desfilaban continuamente enredaderas espinosas, algas muertas, islas de camalotes. Era preciso nadar con sumo cuidado y Carmona se lo advirtió a la Brepe, que braceaba junto a él.
Dejaron atrás los islotes de aluvión y los remansos. El agua se les rizaba entre los brazos, se dilataba en un abanico de crestas fosforescentes y luego caía, convertida en una lluvia de oscuras chispas. El agua era igual al fuego: asumía sus mismas formas y tenía sus mismos caprichos, y acaso fuera también igual a la tierra y al aire, si uno supiera ver la tierra y el aire cuando están en movimiento. A su lado pasaron Altar y Belial, nadando con energía. Se adelantaron unos metros y al llegar a la mitad del río volvieron los hocicos hacia Carmona, orgullosos, como si esperasen de él alguna señal de reconocimiento.
Iban y venían por el agua contrariando las leyes de gravedad, sin sumergir casi el cuerpo. Usaban la cola como timón, agitándola o enroscándola. Era tan certero su instinto de las corrientes que cuando los troncos se les venían encima, en vez de esquivarlos saltaban sobre las olas.
De la mitad del río regresaron a la orilla, y se lanzaron a nadar de nuevo. Parecían tan invulnerables a los remolinos de abajo como a los matorrales de arriba. Parecían invulnerables al frío, a la traición, al miedo y a todo lo que hace débiles a los hombres. Carmona tiritaba. Los golpes de viento lo distraían y debía esforzarse mucho para sortear los camalotes y las raíces que le salían al encuentro. De tanto en tanto, cuando le faltaba el aire, trataba de flotar en un punto quieto del río y descansar, pero el río, que se mostraba tan benévolo cuando se lo miraba desde la ribera, tenía unas entrañas implacables. Si no hubiera sido por los maullidos de la Brepe tal vez Carmona se habría perdido, abandonándose a la voluntad de la corriente. Pero ella no se movía de su lado y lo guiaba por las napas mansas, en cuyo fondo había piedras redondas y retículas de ramas quebradizas a las que podría aferrarse si flaqueaba.
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