Tomás Martínez - La Mano Del Amo

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En un territorio dividido por una zanja construida un siglo antes?una muralla china hacia abajo?, el paraíso no está en el mismo sitio para todos. Unas montañas amarillas esconden la felicidad, hay un río redondo de aguas púrpuras, una luna con lunas, un país sin mapas y un tiempo solitario y sin pasado, donde conviven vivos y muertos, recuerdos, sueños y realidades.
En la familia de Carmona, Madre decide el destino de los demás. Ella es también quien no pierde su poder ni siquiera con la muerte. Carmona es un cantante de voz prodigiosa para quien la dicha del paraíso consiste en ser huérfano. Ha heredado una casa y unos gatos que prolongan la voluntad de Madre, quien sólo se quiere a sí misma.
El autor de El vuelo de la reina, Premio Alfaguara de novela 2002, crea aquí un universo distinto que nos permite acercarnos al humor y al sexo y encontrarnos también con otros temas que nos preocuparán siempre: los conflictos sociales y políticos, el destino, la muerte, y la búsqueda de la felicidad en un mundo en continuo proceso de transformación. Pero, sobre todo, esta novela puede ser leída como una parábola sobre la creación artística doblegada por el poder.

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Pasaron los veranos, y los generales, cada vez más inquietos por la proliferación de guerrilleros en las áreas boscosas, ordenaron explorar las montañas amarillas. Habían aparecido algunos cartuchos usados a la entrada de los socavones, junto a un par de botas y un pantalón de milicia. Cada campesino fue puesto bajo sospecha.

Cierto amanecer, sin previo aviso, los artilleros del ejército horadaron las rocas y las sembraron de dinamita. La luz de la explosión envolvió la ciudad con una mortaja de magnesio y agrietó el pavimento. Cuando las nubes de polvo se disiparon, un cielo lavado se reflejó de nuevo en las altas paredes sulfurosas y en el filo último del horizonte volvieron a verse los bosques de acacias y cebiles.

Las antiguas veredas de piedra fueron devueltas a su quicio y se construyeron puentes de madera. Uno de los batallones avanzó hacia el valle, en posición de combate. No encontró sino desolación. Los escombros cubrían los declives donde en otros tiempos habían brotado los cráteres de agua. Hasta la oscura raya de la zanja, que todos suponían indeleble, estaba borrada para siempre.

El único hallazgo sorprendente fue la cabaña de los Ikeda, que seguía intacta en lo alto de la misma colina amarilla y lustrosa. Los muros de madera parecían recién cepillados y los techos estaban limpios de maleza. Encontraron en la cocina una mesa puesta para dos personas y restos frescos de algas, pescado y arroz. Sobre una silla de infante había otro plato, de avena y leche. La casa mantenía su calor, como si los ocupantes fueran a volver en cualquier momento: tendidas las camas, ordenados los roperos, ninguna señal de fuga. Pero, aunque montaron guardia muchas semanas, los moradores nunca aparecieron.

Cuando pasó el peligro, las damas de los ingenios ardieron en deseos de volver a las montañas. Quien más quien menos, todas habían dejado allí alguna historia de amor. La señora Doncella fue de las más impacientes. A comienzos del otoño dio un baile sólo para hablar de eso. Carmona, todo de negro, aún consternaba a las damas: el aire melancólico, byroniano, el desvalimiento latiéndole bajo la sonrisa, ¿te lo imaginas, poco antes de la caída? ¿Eso aclara la escena?

Como la lengua seguía molestándolo rechazaba todas las invitaciones, pero cuando la señora Doncella lo llamó al periódico y le insistió que fuera al baile, no se pudo negar:

– Llevo algunos días con fiebre -dijo-. Me curaré para usted.

– No esperaba otra cosa -respondió ella-. A estas alturas de la vida puedo entender algunas ausencias. Pero la suya no tendría perdón.

Le abrió los brazos cuando lo vio llegar. Llevaba un vestido largo de seda negra y la primera estola de visón de la temporada.

– ¡Cuánto me ha hecho sufrir, querido Carmona! -correspondió a su beso con un fruncimiento de labios y lo tomó del brazo-. ¿Ha contado las semanas que me tiene abandonada? ¿Ah no? Ya ve: otra maldad de su parte.

Había un gentío, como siempre. La señora se perdió en el laberinto de los que bailaban y lo dejó solo. Carmona se apartó de la música y volvió a caminar por los cuartos que daban al río, decorados con las representaciones del paraíso. Al pie del Tintoretto, algunas damas jugaban a la canasta. Las oyó comentar, mientras pasaba: «¡Cómo se ha venido abajo este muchacho! ¿Le han visto la cara? Parece que se le estuviera por caer». Algunas exageraban la malevolencia: «Lástima que no haya querido casarse. Una mujer lo hubiera salvado». «¿Usted cree? ¿Qué mujer se animaría a dormir con una voz como ésa?» Siguió de largo, sin volver la cabeza, fingiendo que no se daba por enterado.

Volvió al salón de baile y trató de escurrirse hacia la salida, pero la señora Doncella lo tomó de la mano y lo llevó hacia un rincón donde los caballeros discutían con frases tan rotundas que atravesaban el fragor de las orquestas.

– Contamos con usted para la excursión a las montañas amarillas: mañana, querido mío -le gritó al oído-. ¿Se imagina lo que será uno de sus madrigales resonando en las cavernas del valle: con esa acústica? Ya el violín y el cello están comprometidos. Lo único que no debe olvidar usted son las partituras. Pasaremos con los jeeps por su casa a eso de las ocho. Póngase zapatillas de suela gruesa y ropa informal, ¿de acuerdo?

Se le cruzó la imagen de los gatos y al mismo tiempo la tentación de las montañas. Me gustaría no tener ya patria, pensó. Me gustaría no haber tenido Madre nunca y saber elegir libremente. Toda la vida había pensado en las montañas como una patria final y en los gatos como la perdición. Y ahora la perdición lo atraía con más fuerza que la felicidad. Ya no quería saber qué era la felicidad: eso correspondía al pasado. Tampoco quería saber qué era la perdición, pero sí estar en ella: pertenecer a un sitio donde Madre no pudiese alcanzarlo. Le vinieron a la cabeza oleadas de sensaciones que no podía explicar. Qué será de los gatos cuando se queden solos, pensó. Hasta ese instante, nunca le habían importado. Pero una súbita punzada en la lengua se los recordó.

– Toda la vida he querido ir a los montaños amarillos -se oyó decir-, pero mañana no puedo. Si lo hubiese sabido antes, tal vez: me las habría arreglado de algún modo. Pero mañana, ¿cómo explicarlo?, me parece prematura. Todavía no me siento preparado.

Su turbación hizo reír a la señora. Pensó que ponía el sexo de las palabras al revés por mera pose, para que hiciera juego con el timbre de su voz.

– ¿Han oído eso? -se volvió hacia los caballeros, excitada-. Ah, me divierte muchísimo la extravagancia. ¿Cómo fue? ¿Los montaños amarillos? Un hallazgo. Deberíamos hablar todos así esta noche. No se me escape. Tengo que averiguar de dónde ha sacado esa moda.

Otra de las orquestas, en el parque vecino al río, estaba afinando los instrumentos. Por las aguas iban y venían botes llenos de mujeres golondrina, envueltas en frazadas grises: algunas llevaban los pechos al aire y los hijos suspendidos de los pezones.

– ¡Cuánto siento que deban soportar este espectáculo! ¡Cuánto lo siento! -iba disculpándose la señora, mientras revoloteaba entre los invitados-. Ya ni en nuestras propias casas tenemos paz.

Se apoyó en el brazo de Carmona y lo condujo hacia una de las glorietas. Para apagar el murmullo tenaz de los golondrina, los músicos dejaron de afinar los instrumentos y ensayaron una canción de moda que se llamaba Lady Madonna o algo así: era la preferida de la señora.

– ¿Está enamorado, Carmona? -lo encaró ella. En las copas de los árboles se prendían y se apagaban guirnaldas de colores, como si fuera víspera de Navidad-. Prometo no decírselo a nadie. Sólo quiero ser la primera que lo sabe.

– ¿Enamorado? No. Es que… me siento un poco débil. Eso es todo.

– Cuando un hombre habla de esa manera es porque no quiere decir lo que le pasa. Confíe en mí, querido. Cuénteme quién es ella. La invitaremos a los montaños amarillos, ¿qué le parece? Yo la llevaré conmigo y usted podrá tenerla cerca sin que nadie se entere.

Carmona suspiró y se apoyó en la balaustrada de la glorieta. Le faltaba el aire.

– Si supiera usted, querida Doncella… Lo que me persigue son… las gatos.

– No se burle de mí.

– No me burlo. Madre dejó la casa llena de gatos y no sé qué hacer con ellos. Eran los gatos de Madre. Era su casa. Ahora ni los gatos ni la casa se quieren separar de mí.

– Ya hablaremos mañana, en los montaños amarillos. No olvide las partituras. Con el aire puro se le pasará la inquietud.

Las parejas se arremolinaban en el parque. Bajo los toldos, los sirvientes encendieron las estufas a gas. Salió una luna tan desmesurada que parecía artificial. Sobre el río inmóvil flotaban hebras de neblina. Parecía que el río estuviera por morir a cada instante, pero el paso incesante de los botes lo mantenía vivo.

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