Juan Marsé - Rabos De Lagartija

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Los inolvidables personajes de esta novela, como la entrañable y desgarrada pareja formada por el adolescente David y su perro Chispa, el enamorado inspector Galván, o Rosa Bartra, la hermosa pelirroja embarazada, obedecen a una tristeza y una estafa histórica muy concretas, pero también a la estafa eterna de los sueños, encarnada aquí por las fantasmales apariciones de un padre libertario fugitivo y de un arrogante piloto de la RAF que, desde la vieja fotografía de una revista colgada en la pared, actúa como confidente del fantasioso David.
Con estos personajes, con un lenguaje directo y translúcido que contrasta con la honda carga emotiva y moral que discurre por debajo de la trama, Rabos de lagartija, dotada de una estructura narrativa tan sabia como imaginativa, y mostrando cuán frágiles y ambiguos son los límites entre la realidad y la ficción, la verdad y la mentira, el Bien y el Mal, el amor y el desamor, corrobora la condición de Juan Marsé como uno de los novelistas mayores, no sólo de las Letras Hispanas, sino de las actuales narrativas europeas.

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En la expresión fatigada de su rostro, ahora que ella no le mira, en su confiado reposo y en el humilde entorno, en ese remedo de calor hogareño conseguido con esfuerzo en una vivienda realquilada y pobre, los ojos de este hombre buscarán secretamente durante unos segundos, me gusta pensarlo, algo que su corazón perdió en algún momento de su vida.

Al abrir nuevamente los ojos, esperando tal vez encontrarse con la mirada grave y solícita del policía, lo ve agacharse ante ella y acariciar el lomo del perro echado a sus pies, aunque lo que está mirando son sus tobillos hinchados. El inspector se incorpora, recupera su petaca y se la guarda en el bolsillo.

– Me iré cuando usted me asegure que se encuentra bien.

– Estoy bien. Gracias.

Cuando le hicieron esta fotografía tan chula, con su legendario Spitfire derribado y su famosa sonrisa, dice papá, esa que todas las noches te hipnotiza desde la pared de tu cuarto, el teniente Bryan O'Flynn y yo habíamos corrido no pocas aventuras.

Claro, por eso te guardaste la foto de la revista. De recuerdo, dice David.

Te repito que no fui yo, insiste papá restregándose deplorablemente la pelambre del pecho con la mano que empuña la botella. Su aspecto no ha mejorado. Apura una colilla inmemorial recostado en el tronco reseco de un castaño, pelado y blanco como un huevo, y tiene los pies descalzos metidos en la húmeda serpiente de arena y guijarros. Por alguna razón, de la que no es ajeno el susurro enroscado en sus oídos, David cree firmemente que por aquí han vuelto a pasar las aguas del torrente igual que en otros tiempos. Fue tu madre, añade papá. Su torso y su cuello brillan de sudor, pero el resto de su persona está borroso. Desplegada sobre una mata de romero, la camisa blanca se seca al sol. Tu madre, nuestra costurera pelirroja, repite con la voz deprimida.

¿Y por qué lo hizo?

Pregúntaselo a ella.

¿Es que mamá también le conocía?

No más que yo. Digamos que llegó a tratarle mejor, pero no llegó a conocerle más que yo… ¿No has traído ningún pañuelo limpio? ¿Ningún desinfectante, una venda, gasas? ¿En qué demonios piensas, hijo? Porque ya ves cómo estoy, con la botella en las últimas y el culo al aire, chorreando sangre, vertiéndola generosamente por un futuro más digno y por el triunfo de nuestros ideales. En fin, la vieja patraña.

No digas eso. Tú eres un héroe.

Qué va, qué va. El único héroe auténtico es aquel que miente sobre sus intenciones. Nunca fue mi caso.

¿Qué haces de noche, papá, dónde te escondes? ¿Adónde vas?

Del barranco a La Carroña y de La Carroña al barranco.

No, mamá dice que ya no estás allí. ¿Dónde estás?

Ahora mismo ya no sé dónde estoy. Es lo que pasa cuando vives soñando todo el puto día. Tu madre siempre decía vives soñando, Víctor, ya no eres capaz de afrontar la realidad, y ése es tu problema, ése es tu mal vino de cada día. Y yo le decía: pues si estoy soñando, no me despiertes ahora que tengo en las manos una botella de Barón Rothschild auténtico… Nos habíamos divertido mucho, tu madre y yo, con mis sueños. Pero ya ves. Hay en este viejo torrente un tufo a buitre carroñero que tira de espaldas, y ese tufo es mi propio aliento soñador.

Me estabas hablando del piloto de la RAF.

Ese jodido australiano, que se decía irlandés y que vivía en Londres, era un valiente. Los cazas alemanes lo derribaron dos veces en suelo francés, la primera en julio del cuarenta y uno. Cayó cerca del pueblo de Renty, en la región de Calais. Tuvo suerte, echó a caminar por los campos arrasados y fue recogido por uno de los hombres de la red de evasión de Pat O'Leary. Se le procuró asistencia médica y ropa y documentación falsa, y fue conducido a París y de allí a Toulouse, donde se puso en contacto con el grupo de Ponzán Vidal para que le ayudaran a cruzar los Pirineos por una ruta clandestina. Por aquellas fechas muchos prisioneros de guerra evadidos de los alemanes conseguían llegar a la frontera española a través de las redes secretas que se habían creado a través de la Francia ocupada. La Gestapo recelaba, porque muchos de los pilotos cuyos aviones habían sido derribados no eran encontrados, así que había que andarse con cuidado. Yo entonces estaba metido en todo eso, y en mucho más, pero desde este lado de los Pirineos. Más tarde pasé al otro lado colaborando directamente con la red… ¿Me sigues? Ya en Toulouse, nuestro piloto debió esperar dos semanas mientras se preparaba una expedición a España con dos guías conocedores del terreno que le llevarían hasta Osséja, en los Pirineos Orientales, juntamente con un matrimonio judío y su hija de quince años. En Osséja, una joven se hizo cargo de la expedición y los dos guías regresaron a Toulouse. A partir de ahí fue un viaje lento y accidentado a causa del judío, que cojeaba, según O'Flynn me contaría después. El aviador llevaba un pesado maletín del cual no se desprendía ni un instante. A través de las montañas llegaron a Ribes de Freser y luego emprendieron el descenso hasta un refugio convenido, donde yo les esperaba. ¿Me sigues…?

Aquí estoy, padre.

Mi trabajo consistía en escoltarles a partir de allí, mientras la muchacha que les había guiado regresaba a Francia. Fuimos en autocar hasta Ripoll y de allí en tren hasta Barcelona, la familia judía se despidió y yo metí en un taxi al piloto con su maldito maletín y le dejé frente al Consulado Inglés, donde se le tenía que proveer de documentación falsa para llegar a Gibraltar o a Londres vía Lisboa. A veces la documentación tardaba dos o tres días, y parte de mi trabajo consistía en proporcionar alojamiento provisional a los pilotos, pero en esta ocasión, no sé por qué, no había previsto nada al respecto. Por alguna razón que no llegó a interesarme, el teniente O'Flynn decidió entrar en el Consulado sin el maletín y me pidió que se lo guardara en casa, que iría a recogerlo en cuanto tuviera la documentación en regla. Le di la dirección y vino aquella misma noche, pero todavía sin los papeles…

¿Cómo es que yo no le vi?

Era en agosto, estabas en Mataró con los abuelos… Yo entonces ya chapurreaba un inglés bastante potable, y nos entendíamos. O'Flynn me dijo que no se fiaba de cierto personal del Consulado y prefería que el maletín permaneciera en casa. Alto secreto. ¿Me sigues?, dice papá dándole la vuelta al pañuelo apretado a su trasero, sobre la herida que no cierra ni cerrará nunca. Luego se palpa los bolsillos del pantalón. Maldita sea, se me acabaron los cigarrillos.

Dejaste uno a medias en el cenicero de la cocina, dice David. ¿Quieres que vaya a buscarlo?

Ese cigarrillo es de tu madre, y es el último. A ver si te fijas mejor. Hay que tener los ojos bien abiertos, hijo, vienen tiempos difíciles. Y ahora dime. ¿Qué hace la intrépida costurera? ¿Cómo está?

Cada día lo mismo. Y no está bien.

Mamá introduce muy despacio los pies en el agua de la palangana, primero el izquierdo, luego el derecho. David ha calentado el agua en la cocina, la ha vertido en la palangana, ha echado un puñado de sal, la ha llevado al comedor-recibidor y de rodillas le ha quitado los zapatos a mamá sentada en el sillón.

Más tarde ella está sola en la cocina aventando pacientemente las brasas del fogón, la mano en la barriga con el último cigarrillo y los ojos en el vacío, fijos en nada que pudiera resultar visible para cualquiera. Deja el cigarrillo en el cenicero, la mano tantea las cintas negras en los cabellos rojos y luego vuelve a descansar en la barriga. El grávido perfil de su cara y de su cuerpo, su postura reflexiva y tristona, vista a contraluz en esta cocina oscura y estrecha como un túnel, es la imagen más viva y preferida que guardo de la pobreza cotidiana y puntual a la que ella debió enfrentarse, la imagen más cabal y persistente entre todas las que he ido remendando y reconstruyendo en la memoria. No tiene al piloto delante de los ojos, que sigue clavado en el cuarto de David, desafiando con una sonrisa a sus verdugos y a su destino, pero por alguna razón ella lo sigue viendo aquí en la cocina igual de próximo y sonriente.

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