Juan Marsé - Rabos De Lagartija

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Los inolvidables personajes de esta novela, como la entrañable y desgarrada pareja formada por el adolescente David y su perro Chispa, el enamorado inspector Galván, o Rosa Bartra, la hermosa pelirroja embarazada, obedecen a una tristeza y una estafa histórica muy concretas, pero también a la estafa eterna de los sueños, encarnada aquí por las fantasmales apariciones de un padre libertario fugitivo y de un arrogante piloto de la RAF que, desde la vieja fotografía de una revista colgada en la pared, actúa como confidente del fantasioso David.
Con estos personajes, con un lenguaje directo y translúcido que contrasta con la honda carga emotiva y moral que discurre por debajo de la trama, Rabos de lagartija, dotada de una estructura narrativa tan sabia como imaginativa, y mostrando cuán frágiles y ambiguos son los límites entre la realidad y la ficción, la verdad y la mentira, el Bien y el Mal, el amor y el desamor, corrobora la condición de Juan Marsé como uno de los novelistas mayores, no sólo de las Letras Hispanas, sino de las actuales narrativas europeas.

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– ¿No deberías estar en la escuela? -dice el inspector con indiferencia, lanzando otra mirada a la puerta de noche-. Dime una cosa. ¿Has visto salir de casa a la señora Bartra?

– No, señor.

– Te he preguntado por qué no vas a la escuela.

– Es que estoy aprendiendo el oficio de barbero. Los domingos voy a afeitar a mi tío y me quedo a comer en su casa, es lo que quiere mi padre, que aprenda el oficio. Pero mi tío quiere que de mayor sea guardia civil. Él no tiene hijos, es soltero… Quiere hacer de mí un hombre de provecho, para servir a Dios y a la Patria.

– ¿Y qué dice tu padre?

– Que muy bien.

– Sube aquí y dame la navaja.

– De verdad que sólo la llevo para cazar. Se lo juro.

– Haz lo que te digo.

Paulino trepa por el flanco y se planta frente al inspector, que se queda mirando el ojo tumefacto y cerrado, el párpado furioso como un furúnculo a punto de reventar. Le quita la navaja de las manos y examina la hoja mellada. Además del ojo a la virulé, Paulino tiene también la napia inflada y no para de sorberse una agüilla sanguinolenta.

– Hace dos años -dice el inspector cerrando la navaja-, David y tú ibais juntos a una escuela del Ayuntamiento, en el parque Güell. ¿Viste alguna vez a su padre por allí?

– Sólo una vez. David estuvo muy poco en la escuela, enseguida lo echaron.

– ¿Por qué lo echaron?

– Se bajó los pantalones en la clase de Formación del Espíritu Nacional. Él dijo que se le cayeron, pero yo sé que se los bajó…

– Su padre fue a protestar y armó un buen escándalo, ¿no es cierto?

– No, señor. Fue su madre.

– ¿La señora Bartra?

– Sí, señor. Le tiró un tintero al director del colé y le llamó borrico y meapilas. Y David a la calle.

– ¿Y luego qué pasó?

– Nada. La señora Bartra le dio clases a David en casa. ¡Vaya una suerte! En verano no tenía exámenes y se iba a la playa, con sus abuelos… Pero después que su padre se fue, ya no es el mismo, no sé qué le pasa en los oídos. ¡Es la caraba! Lleva como antenas en las orejas, en serio, calculo que deben tener una potencia de quinientos megahercios, por lo menos. Si entras en su campo magnético, te coge hasta el ruidito que haces tragando saliva, me ha dicho…

– Ya vale -gruñe el inspector abriendo otra vez la navaja muy despacio-. No quiero volver a verte por aquí. ¿Entendido?

– No estoy haciendo nada malo.

– ¿Qué pensarías si te ordeno que te la desabroches ahora mismo?

– ¿El qué, señor?

– No te hagas el longuis. La bragueta.

– Mi pantalón corto no lleva bragueta, señor.

El inspector hace saltar hábilmente la navaja de una mano a otra, sonriendo con los ojos, como si bromeara.

– ¿Y si te dijera que la saques por un lado? ¿Comprendes lo que podría pasarte? ¿O prefieres que hable con la señora Bartra…? Quieto, no voy a hacerte nada. Pero escucha bien lo que te digo: ten por seguro que alguien te la cortará en rodajas como no te reformes. ¿Has entendido?

Paulino baja la cabeza.

– Devuélvame mi navaja, por favor.

– Toma. Vuelve a casa y que te pongan algo en esa alcachofa que llevas por nariz.

– Tengo mi medicina, señor -dice Paulino sorbiéndose la napia, alejándose de costado por el sendero hacia la Avenida Virgen de Montserrat-. Tengo mis colitas de lagartija.

– Ya veo que sigue adicta al cigarrillo -dice el inspector.

– Y al café. Y al azúcar y al pan blanco, sí señor. Los no adictos al régimen tenemos muchos vicios -la voz de la pelirroja no oculta cierta aspereza.

– No debería bromear con eso, señora Bartra.

– No debería hacer muchas cosas que hago.

– A propósito -dice el inspector, sacando del bolsillo de la americana una bolsita de celofán azul-. Le traigo otro poco de torrefacto. He pensado que siempre viene bien…

– ¿Por qué se molesta? Creo que no debería aceptarlo…

– Es del economato, me sale barato.

Mamá mira el obsequio, luego al policía, de nuevo el obsequio. Tampoco esta tarde lo invitará a entrar en casa, todavía no, aunque él entrará de todos modos.

– Ande, cójalo -el inspector vuelve bruscamente la cara hacia el lado del barranco, como si de pronto una voz allí hubiese llamado su atención-. Yo tengo de sobra.

Ella coge la bolsita y la guarda en el bolsillo del delantal.

– La verdad es que sí, me viene muy bien. Hoy todo escasea… ¿Qué hay del expediente de mi marido?

– Ya veré el modo, tenga paciencia. ¿Le ha dicho su hijo que vine ayer, y también el sábado?

– No.

– Ya. Creo que debo decirle algo respecto a este chico. No sé si tiene usted idea de las mentiras y barbaridades que se le ocurren.

– Bueno, es un poco fantasioso…

– ¿Fantasioso? Es un muchacho embrollón y pendenciero.

– A veces tiene ideas lúgubres y extrañas, no lo niego. Es un niño que ha tenido que crecer deprisa. Puede parecer algo tarambana, como su padre, pero es todo lo contrario. Convive con la soledad, conversa con ella. Es un chico que tiene fe. En muchas cosas se parece a mí.

– ¿Fe? ¿Quiere decir que le han enseñado a ser piadoso, de misa…?

– Nada de eso. Tiene fe en algunas cosas importantes. Pero es bastante nervioso e inestable, lo admito. Un chico especial. Ya lo era antes de nacer. Su padre no lo quería, ¿sabe?, andaba por aquel entonces en otras querencias, y quizá por eso yo sentía el niño dentro de mí como… como una cosa escondida. Lo sentía como si quisiera ocultarse. No sé por qué le cuento todo eso, perdone.

– No hay de qué. La comprendo.

– No me va usted a creer, pero antes de parirlo ya sabía que este hijo era una señal que nos enviaba el cielo, el anuncio de muchas cosas que luego iban a suceder…

– ¿Acaso cree usted en el designio de los astros, señora Bartra?

– Quién sabe. ¿Le interesa mucho? -y sin esperar respuesta, incongruentemente, añade-: Los niños no tienen la culpa de nada, ¿no le parece a usted?

– Yo juraría que hay bastante malicia en esta cabecita, señora Bartra

– titubea el inspector y añade-: Trabaja con un fotógrafo de la parroquia, ¿no es así? Un tal Marimón…

– ¿Qué pasa con él? ¿También lo tienen fichado?

– Sólo sabemos que era amigo de su marido. ¿Usted lo conoce bien?

– Lo suficiente para confiarle a mi hijo. ¿Por qué?

– Alguien le denunció hace un año. Nada importante, parece que había trabajado en una publicación libertaria, haciendo fotos…

– Mentira. El señor Marimón hace retratos de bodas y bautizos, en toda su vida no ha hecho otra cosa. Apenas lo traté, pero sé que es un buen hombre…

El inspector medita unos segundos.

– De todos modos, creo que a su hijo habría que atarle corto. Temo que un día pueda cometer un disparate.

– ¿Dice usted que es algo malicioso? Pues no pienso quitarle ni una pizca de esa malicia -dice mamá serenamente.

– Una mujer como usted no debería decir eso…

– Una mujer como yo no debería discutir con un policía. La verdad es que no sé por qué lo hago.

– ¿No tiene amigas? -dice el inspector después de un silencio, y se arrepiente de la pregunta en el acto-. Quiero decir… habrá alguna chica que le guste.

– ¿A David? Creo que le gusta una muchacha muy guapa que suele pasar por aquí en bicicleta.

– ¿Quién es?

– No lo sé. Nunca la he visto.

– Será otra de sus fantasías.

– ¿Por qué iba a serlo? ¡Hay que ver cómo es usted!

El inspector parece que va a decir algo, pero se deja envolver en otro silencio.

– Yo lo único que veo -dice finalmente- es cómo su madre se sacrifica trabajando. Usted mira de ganarse honradamente unas pesetas cosiendo en casa. Pues bien, ¿sabe lo que hace su hijo con sus confecciones…?

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