– No, no pensaba en eso.
– Este chico es el hijo del barbero de la plaza Sanllehy.
– No hay ninguna barbería en la plaza Sanllehy -dice el inspector. La pelirroja sonríe.
– No he dicho que la hubiera. Usted siempre tan perspicaz, ¿verdad? El señor Bardolet es un barbero sin establecimiento. Afeita a los enfermos del Cottolengo del Padre Alegre y de la Clínica de la Esperanza, y también a los ancianos del Asilo de la calle San Salvador. Es un hombre viejo y asustado que se gana la vida como puede y le dejan, después de pasarse dos años en la cárcel, ustedes sabrán por qué…
– Yo no sé por qué ha estado preso este señor, ni si merecía estarlo
– dice él en tono sereno y pausado, imperceptiblemente dolido-. Yo no soy juez, señora Bartra, le ruego no se confunda conmigo. No -menea la cabeza, reflexiona unos segundos y añade-: Mire, dejemos eso. ¿Quiere un consejo? Si tiene usted algún medio de comunicarse con su marido, que supongo lo tiene, hágale saber que lo mejor es que se presente voluntariamente. Se lo digo en confianza. Saldrá ganando. Los cargos no parecen muy graves.
– ¿Ah, no? ¡Ésta sí que es buena! -mamá sonríe ahora abiertamente y su voz es una caricia, una brisa-. ¡Lo que me faltaba por oír!
– Además -dice el inspector-, me consta que el gobierno prepara un decreto por el que se concederá el indulto a los implicados en delitos de rebelión militar.
– De modo que a usted, un policía del régimen, no le parece grave que un hombre sostenga ideas contrarias al nuevo estado, como ustedes llaman a esto. ¿En qué quedamos entonces? ¿Me va a decir ahora que no persiguen a mi marido precisamente por sus ideas? ¿O es que usted no piensa como ellos?
– Yo sólo soy un funcionario, señora. Lo que yo piense, a nadie le importa.
– Ya. De todos modos, no tengo medio de comunicarme con él. No sé dónde está. Por el amor de Dios, ¿cómo quiere usted que se lo diga? ¿Cuántas veces hemos hablado de eso, inspector?
– He visto la ficha de su marido. Algunos cargos parecen cosa de broma.
– Tendrá un expediente muy malo, seguro, de lo contrario no le mandarían a usted tan a menudo por aquí… ¿O es iniciativa suya?
El inspector no parece haber oído la pregunta.
– El problema, señora Bartra -dice después de un breve silencio-, estaría en ese trajín de propaganda subversiva y demás que le tuvo tan ocupado a principios de este año. Pero lo de cinco años atrás, sus actividades en el contrabando de la frontera y en la red de evasión a favor de los aliados, eso no creo que le perjudique. Hoy en día el gobierno ya mira estas cosas de otra manera.
– ¿Dice eso su expediente, que hizo contrabando?
– Bueno, no se extrañe, muchos lo hacen -admite el inspector-. Y cosas peores. Sabemos de algunos que han acabado convirtiéndose en auténticos rufianes, viviendo del cuento de la resistencia. Podría contarle y no acabar.
– Usted no conoce a Víctor. ¿Qué más dice el expediente?
– Hay algunas imputaciones bastante confusas… Entre otras cosas, su marido participó en una reunión clandestina, aquí en Barcelona, acerca de la cual se inventó un cuento chino. Su confesión es un rosario de mentiras, una payasada, leyéndola uno no sabe si echarse a reír o llorar. Es un buen fajo de folios mecanografiados y manuscritos, unos treinta o cuarenta, con muchos disparates.
– ¿Por qué no me deja ver ese expediente, inspector?
– No puedo, señora. No estoy autorizado.
– No me diga que no puede. ¿Un funcionario del Estado, un policía como usted, tan eficiente y decidido, no puede sacar un documento de Jefatura, o del juzgado, o de donde sea? Venga, hágame ese favor…
– Lo único que conseguirá es angustiarse más… -la mira fijamente y añade-: En fin, veré qué se puede hacer. Pero no le prometo nada.
Nuevamente se cambia la trinchera de brazo y dirige una mirada al interior de la casa por encima del hombro de mamá. Le gustaría que la pelirroja tuviera el detalle de invitarle a pasar, vaya si le gustaría, pero ella mantiene la puerta entornada y apoya el hombro en la jamba en una actitud relajada y amistosa, pero que no deja lugar a dudas: de ahí no pasa usted, al menos de momento. A su espalda, Chispa regresa lentamente a la fresca penumbra del hogar, hacia la mesa camilla que contiene retales, una taza de café, un libro abierto, que el inspector reconoce, y un cenicero donde humea una colilla. Se desploma bajo la mesa y espera, mirando aviesamente al poli.
– Lagartija, qué bonita eres, lagartija. La naturaleza ha sido buena contigo y no te dio sangre, lagartija, ni una gotita te dio -recita Paulino furtivamente, ensimismado, enroscado en su propia débil voz, reverencialmente inclinado sobre una roca y con la navaja abierta en la mano, esgrimiéndola con el dedo meñique desplegado en un gesto airoso y delicado de auténtico barbero profesional.
Por arriba, entre las nubes descolgadas y apelotonadas, se abre un nicho de nácar y asoma una espada de sol que se apoya en diagonal en el lecho del torrente. Sobre el chalé cuelga la nube más baja con una efusión cárdena en la panza. Alertado por los pasos y el extraño parloteo, el inspector Galván se asoma al barranco achicando los ojos grises, esquivando un destello que no sabe si proviene del cráneo afeitado del chico o de la navaja barbera.
– ¿Qué andas buscando ahí abajo, muchacho?
– Estoy esperando a David Bartra.
– ¿Tu padre no te dijo que no queríamos verte por aquí?
– Tengo que darle un recado a David…
– ¿Qué haces con esta navaja?
– Está inservible, es una birria, mire -dice Paulino con la voz estrangulada-. Mi padre la había tirado a la basura. La llevo sólo para cortar rabos de palabartijas.
– ¿Y eso qué coño es?
– Una especie rara de lagartija, tiene la panza amarilla y verde y duerme mucho… Palabartija de Ibiza, la llaman. Le gusta comer tomate y toda clase de libretas del cole.
– ¿Cómo te llamas?
– Paulino Bardolet Balbín, para servir a Dios y a usted.
El inspector consulta su reloj, dirige una mirada al chalé y seguidamente su atención se centra de nuevo en Paulino. Pero permanece callado. Con las manos en los bolsillos del pantalón, parece no tener prisa, estar allí haciendo tiempo.
– ¿Qué tienes en la cara? Levanta la cabeza, que yo te vea.
– No hay muchas palabartijas por aquí…
– Contesta. ¿Quién te ha puesto la cara así?
– Me picó una avispa. Bueno, dos o tres avispas a la vez…
– Tú eres el sobrino de un ex legionario, que ahora es guardia urbano… cómo se llama. Balbín.
– Sí, señor. El tío Ramón.
– Entonces lo que te ha picado es una avispa con salacot, desgraciado. A que sí.
– Está bien -dice Paulino-, le diré la verdad. Me han pegado unos kabileños del Carmelo.
– ¿Por qué será que tu tío te zurra con tanta saña, muchacho? ¿No será porque te quiere enderezar, por culpa de lo que tú ya sabes?
– No soy un chivato acusica que la rabia le pica, ¡ea!
– No te hagas el chulo conmigo. Sabes muy bien de qué hablo, puñetero.
– Le prometí a David que nunca sería un soplón…
– ¿Y tampoco se lo has dicho a tu padre?
– En casa mi tío manda más que mi padre. Pero de verdad que me han pegado unos charnegos malparidos, señor inspector. Por eso David y yo cazamos lagartijas… Pero no crea que les hacemos nada malo, ¿sabe?, ya no jugamos con ellas como hacíamos antes -añade Paulino con resabiada parsimonia, viendo al poli como distraído, consultando nuevamente su reloj y mirando luego la puerta del chalé-, ya no las ahorcamos ni las ponemos en los raíles del tranvía con las patas cortadas, ni les hinchamos la barriga de vinagre con el porrón pequeñito, ni las hacemos fumar… Ya no hacemos estas salvajadas, ¿sabe usted?, solamente les cortamos el rabo. Y cuando tenemos muchos rabos, los cocemos en agua de tomillo con hojas de margaritas blancas y tres alas de mariposa negra y una de mariposa amarilla y un gusanito de seda, y con todo eso se hace un ungüento muy bueno para flemones y magulladuras, y sobre todo para las almorranas y los golondrinos. La receta me la dio un enfermo muy viejo del Cottolengo mientras le enjabonaba la barba, le puse perdido de espuma sin querer, me distraje y mi padre me regañó… Es que las barbas del Cottolengo son puñeteras, ¿sabe?, hay que manejar la brocha con mucho tiento porque los abueletes tienen la cara torcida por la parálisis y todo eso, y no dejan de moverse…
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