El torrente ya no lleva agua, padre.
Eso no debería preocuparnos. Recuerdo aquel latinajo que una maestra de escuela, tu querida madre, solía decir: fortis imaginario generat casum.
¿Eso decía mamá? ¿Qué significa?
¡¿Ves lo importante que es saber lenguas, borrico?!
Con la carita abollada como por un pasmo, una muñeca de celuloide asoma entre las basuras que se amontonan junto al estiaje del torrente, la cinta ondulada de arena húmeda, que alguna vez, mucho antes de que él naciera, había sido lecho de aguas sosegadas y transparentes. Absorto en la contemplación de la cabeza machacada, todavía con la colita de lagartija agitándose en su mano, David se pregunta cuándo volverá el estruendo capaz de anular la aflicción de sus oídos arrastrando todo a su paso, basuras y troncos carcomidos, fango y animales ahogados.
Nunca he visto pasar agua ni nada de eso por aquí, comenta papá. Banderas y cornetines, sotanas y esencias patrias, mucha mierda de ésa y mucho fanatismo es lo que veo pasar. Desde el primer día esa gente anunciaba esta botella que nunca se acabaría de vaciar, y también me trajeron este extravío, la desmemoria y la mentira en mi propio hogar y en mi mismísima bocaza. Bien. Pasemos página. ¿Qué le decimos a tu madre para levantarle el ánimo…? ¡Ya lo tengo! Dile simplemente que ya no bebo.
Se lo diré.
¿Te acordarás?
Sí. Vamos, Chispa. Levanta.
Pero dile también que desde que no bebo, todas las noches sueño que bebo. Y dile que mientras sueño que bebo lo paso fatal porque soy consciente de que no bebo. Que me explique eso, coño, ella que estudió para maestra.
Se lo diré, padre.
Espabila. Y a ver cuándo acabas de una vez con el calvario de tu perro. Entrégalo al policía ese y que no sufra más, pobre animal.
¿Tú también con esta monserga, padre, tú también…?, farfulla David con una melancolía paródica y abrupta que destiñe la visión: dos rabos de lagartija en la palma de su mano, el uno ya quieto y el otro culebreando todavía, cuando cierra el puño y entorna los ojos, y, en medio de una efusión de polvo y de sol cegador, distingue la borrosa silueta, la cada día más encorvada y cochambrosa figura de papá braceando animosamente cauce arriba con su botella bien cogida por el gollete.
Vuelve a casa, chico. Mamá te necesita.
– Bwana, por una perra gorda le digo ahora mismo dónde está la pelirroja y por dos me chivo lo que usted quiera sobre Víctor Bartra, y encima le regalo un cromo de mi colección Héroes de la Patria, la misma que le regaló el guardia urbano a mi amigo Paulino Bardolet…
– Así que hoy tampoco está en casa -corta el inspector.
Su cara adusta no deja entrever la menor impaciencia ni contrariedad. Revolotea en torno a él un polvillo rojo y el acre olor a raíces arrancadas, el peculiar aroma del barranco que siempre trae consigo.
– Esta semana no tener usted suerte, bwana -los ojos chispeantes de David se demoran en los párpados rugosos y cansinos del poli, dotados de una flema hipnótica.
– ¿Cómo está? -dice el poli mirándose los zapatos-. ¿Sabes que el otro día se desmayó?
– No es la primera vez.
– ¿Te ha dicho adónde iba, si tardará en volver?
David niega con la cabeza y no le quita ojo. Admira su temperamento flemático, a pesar de todo, su manera de llevar en los labios el cigarrillo sin encender, la mano derecha hundida en el bolsillo de la americana, la tan conocida parsimonia en el menor de sus gestos. Hoy lleva sujeta al sobaco una carpeta azul y el brazo izquierdo en cabestrillo, apoyado en un pañuelo marrón de motas grises.
– ¿Qué le ha pasado? ¿Lo han herido en un tiroteo?, ¿ha tenido un encuentro con malhechores?, ¿una refriega con forajidos facinerosos…?
– Te he preguntado si tu madre tardará en volver.
– ¿Noticias frescas de mi padre?
– Lo sabrás si ella lo cree pertinente -el inspector ha sacado la mano del bolsillo empuñando el encendedor y brota la llama.
– ¡Ondia, qué mechero más fermi! -dice David-. ¿Me deja probarlo?
El inspector se lo da, David le enciende el cigarrillo en silencio y cuidadosamente, y luego lo prueba dos veces, demorando la yema del pulgar en la rosca dorada y en la tapa impulsada por el resorte, regalándose los oídos con el clinc al cerrarse. Fantástico, cuando sea mayor tendré uno igual, pero auténtico. ¡Clinc!
– Y bien -dice el inspector, recuperando el encendedor-. Aún no me has contestado.
– Revisión médica. Lo que tardará, quién lo sabe. Depende de cómo encuentre el doctor Isamat a mi hermanito, el que ha de venir. Si quiere esperarla…
– Dile que volveré mañana, tengo algo que le interesa.
– Si me acuerdo se lo diré.
El inspector guarda silencio. No parece tener nada más que añadir y de mala gana inicia la media vuelta, aunque le gustaría quedarse y esperar. De pronto ve algo detrás de David que le va a permitir demorarse un rato más: debajo de la mesa, el chucho que según él ya debería estar muerto y enterrado se dispone a abandonar con gran esfuerzo la manta donde yace, da unos pasos vacilantes y se vuelve a echar sobre las baldosas con un crujido de huesos.
– No te da la gana de entender que este pobre animal es una pesada carga para tu madre, ¿verdad?, no serás capaz de admitirlo ni aunque le veas agonizando, ¿no es eso?, no te sale de las narices. Me consta lo mucho que apena a tu madre verle en ese estado. Si tú no quieres tomar la decisión, deja al menos que otros lo hagan. Lo más conveniente…
– ¿Acaso no es lo mismo? -inquiere David-. ¡Ya sé qué es lo más conveniente! ¡Ya sé que ella piensa también en matarlo, se ha dejado embaucar por usted!
– Tu madre y yo creemos que estás prolongando su agonía, porque eres un chico caprichoso y testarudo, sencillamente. Mira al pobre bicho, no puede ni respirar…
Chispa se incorpora y viene a desplomarse a sus pies, apoyando el morro en el zapato. El inspector flexiona la pierna y lo aparta; no puede decirse que le haya propinado una patada, pero la flexión de la pierna, aunque suave y retardada, y el gesto levantisco del pie, llevan el impulso reprimido de la patada y David se da cuenta y piensa mira el hijoputa, ¿cómo puede darle una patada a un perro que dice que se está muriendo? Casi al mismo tiempo se fija en su mano, la del brazo en cabestrillo, en la contracción de los dedos al desentumecerse, un gesto crispado y lento, como si empuñara su arma y apretara el gatillo. Y entonces, como a la luz de un relámpago, David ve la boca del revólver acercarse a la oreja del perro y vomitar la bala que atraviesa su cabeza.
– Una vez más -gruñe el inspector-, y lo digo pensando sobre todo en tu madre, te pido que reflexiones, muchacho.
– ¿Y a usted todo eso qué más le da? De todos modos -comenta David con tristeza mirando a Chispa- el pobre se me morirá algún día, ya lo sé, porque tiene pulmonía galopante, pero no hace falta que nadie le ayude… La puede diñar mañana mismo, pero lo hará él sólito…
– No estés tan seguro. Quién sabe lo que puede durar en ese estado.
– Lo cuidaré hasta que muera.
– No presumas de buenos sentimientos conmigo. Si de verdad tuvieras buenos sentimientos, te ocuparías menos de este animal y más de tu madre. ¿Por qué no la has acompañado al médico? -se inclina sobre David y le golpea repetidamente el pecho con el dedo de la mano entumecida que asoma apoyada en el cabestrillo, añadiendo-: Un día hablaremos tú y yo muy en serio. Ya puedes ir preparándote.
– Me la refanfinfla, oiga.
– Ya lo veremos. Y has de saber que todo eso te lo digo por tu bien. Adiós. Volveré mañana por la tarde, díselo a tu madre.
Morderás el polvo, guripa, masculla David viéndole alejarse por el callejón con su paso muelle y aquel aire entre indolente y alertado en su nuca y en sus hombros altos.
Читать дальше