En esta fase, el cuco, con un plumón aparente y los ojos vivos y sagaces, observaba cuanto ocurría a su alrededor. En ocasiones, cansado de las idas y venidas del petirrojo, yo salía de entre el follaje de la higuera y hostigaba al pájaro con una paja. El joven cuco se irritaba conmigo y me bufaba como un gato. Para mí, su enojo comportaba una satisfacción, pues no puedo ocultar que veía con verdadera antipatía este acto de parasitismo.
A las tres semanas de su nacimiento, el cuco, completamente emplumado, aparentaba estar ya en condiciones de volar. Una tarde, Pancho, mi yerno, en su visita vespertina, encontró el nido vacío, pero cuando se retiraba por la huerta hacia la carretera, vio revolotear algo en la cuadrícula de cebollas: era el cuco. Después de muchos intentos logró dejarle de nuevo en el nido pero, a la mañana siguiente, el pájaro había volado definitivamente.
Los cucos suelen permanecer en el territorio donde nacen hasta septiembre, época de emigración de muchas otras aves como la tórtola y la codorniz. Lo sorprendente es que los cucos, al alcanzar los tres o cuatro meses de edad, levanten sus reales y, sin guiones expertos que les dirijan, orientados únicamente por el instinto, emigren a los países africanos de donde procedían sus padres, para regresar a la tierra en que vieron la luz medio año después. He aquí un prodigio de orientación difícilmente comprensible para el limitado entendimiento humano.
Mi segunda experiencia con el cuco, la del verano de 1981, no por su final dramático deja de ser interesante y, sobre todo, reveladora de los duelos y tensiones que a diario tienen lugar en la naturaleza. En líneas generales, los preliminares en nada se diferenciaron de los de mi experiencia anterior: canto insistente del cuco madre, silencio posterior y emigración tras colocar sus huevos en otros tantos nidos ajenos. Uno de ellos -de verderón, con dos huevos- lo descubrimos sobre el camal de un avellano, cerca del palomar de la Tobaza, casona rayana a la mía.Y fuese porque el cuco se retrasó, incurrió en un error de cálculo o no halló a tiempo mejor acomodo para su vástago, el caso es que uno de los verderones y el cuco nacieron al mismo tiempo. Aquello representaba para mí una novedad. ¿Qué haría el joven cuco con su pequeño hermanastro? ¿Lo respetaría una vez nacido y conviviría con él? ¿Recurriría al fratricidio? La respuesta fue inmediata. El afán exclusivista del cuco se puso otra vez de manifiesto. A los dos días de la eclosión, sacrificó al verderoncillo y, al día siguiente, arrojó por la borda al huevo que le incomodaba, de tal forma que quedó solo al cuidado de la madre verderona, envanecida por haber empollado un hijo tan hermoso.
El pelechado y desarrollo del cuco del avellano fue normal. La madre adoptiva se desvivía por atenderlo y el pollo crecía visiblemente. Pero una noche, a las tres semanas de nacido, una serie de acontecimientos inesperados pusieron al proceso un colofón dramático. Mi hijo Adolfo, al descender a oscuras por el sendero que conduce de mi casa a la Tobaza, pisó el rabo de un joven e inexperto garduño, quien, después de soltar una presa que portaba en la boca, logró desasirse y, empujado por el pánico, se escabulló, a través de la maleza, hasta la carretera. A la mañana siguiente encontramos vacío el nido del verderón; el cuco había desaparecido. Horas más tarde, cuando mi hijo Adolfo buscaba cagarrutas de garduño en el sendero de la Tobaza, donde tropezó con él, halló el cadáver del cuco entre la hojarasca, al pie de una zarzamora. El pájaro había ido a morir de la misma muerte que él proporcionó al tierno verderoncillo: violentamente. El viejo dicho de que el que a hierro mata a hierro muere suele tener en el mundo animal una aplicación frecuente y rigurosa.
De las aves que conozco, el cárabo es -aparte la gaviota reidora- la única que tiene la propiedad de reírse: una carcajada descarada, sarcástica, un poco lúgubre, un "juuuj-ju-juuuuuj" agudo y siniestro que le pone a uno los pelos de punta. Parece ser que estas risotadas del cárabo están relacionadas, en cierto modo, con el celo y la procreación, ya que, después de la puesta, su canto se dulcifica y, aunque se siguen produciendo, no es tan fácil escuchar aquellas carcajadas.
El cárabo es rapaz de noche, hábil cazador, cabezón, ligero y, a diferencia de otras aves nocturnas, como el búho o el autillo, desorejado, con un cráneo redondeado y liso. Color castaño moteado, pico curvo amarillo-verdoso, y, con unos discos grises o rojizos alrededor de los ojos que le dan la apariencia de una viejecita con gafas, escéptica y cogitabunda, el cárabo no tiene las pupilas amarillas como el resto de las rapaces nocturnas, sino marrones oscuras o negras. Semejante a un pequeño tronco de árbol debido a su plumaje mimético, al cárabo, cuando se inmoviliza de día en el interior del bosque, es difícil distinguirlo, parece una rama más. Pero, en ocasiones, las pequeñas avecillas le descubren y, entonces, se arma en torno suyo una algarabía de mil demonios, con pitidos y silbidos de todos los matices, atemorizados intentos de agresión, etc., pero el cárabo suele permanecer impasible, indiferente, como si la cosa no fuera con él. La tropa menuda del bosque siente hacia este pájaro una suerte de fascinación, mezcla de odio y pánico, fascinación semejante a la que experimentan las águilas y los córvidos hacia el búho gigante o gran duque, de la que se vale arteramente el hombre para cazarlos.
Y no es que el cárabo sea exclusivamente pajarero. El cárabo come básicamente ratones pero también cualquier clase de animal que le salga al paso: gusanos, babosas, caracoles. Su afición a establecerse en la proximidad de ríos o arroyos le lleva a ingerir también, como he comprobado varias veces, ranas y cangrejos. El cárabo suele cazar en ataques silenciosos y súbitos. Yo le he visto matar a un ratoncillo de un solo picotazo en la cabeza antes de que el minúsculo roedor pudiese pensar en defenderse. Con los pajarillos, su método de caza es más astuto. En el corazón de la arboleda, el cárabo aletea blandamente entre el follaje, golpeando las frágiles ramas con las alas y espantando a las avecillas que duermen en ellas, para capturarlas antes de que se repongan de su desconcierto.
Una noche, mientras leía en mi refugio de Sedano, me sorprendió un golpeteo reiterado en los cristales de la puerta vidriera. Levanté la cabeza y, ante mi asombro, divisé a un chochín diminuto que pugnaba por penetrar en la habitación. Detrás de él, a la luz del farol, divisé por dos veces la sombra del cárabo. Apenas abrí la puerta, el pajarito se introdujo en la casa y se posó en el respaldo de una silla. Nunca en la vida he visto un ave tan agitada como aquel chochín (al que puse a salvo sacándole por la puerta trasera, bajo los olmos), lo que prueba que, una vez desaparecido o a punto de extinguirse el gran duque, el cárabo ha pasado a convertirse en el rey de la noche, en el fanfarrón de la grey ornitológica.
Los jóvenes cárabos nos visitan puntualmente todos los estíos en mi refugio de Sedano. Deben de anidar en las concavidades de las rocas o entre las ramas de los altos pinos, sus querencias predilectas, aunque a veces lo hagan en torres o casas derruidas o en los pajares de casas habitadas. En la primavera del año 1977, la pareja de cárabos anidó en la manzanera de la Tobaza, lugar que sirve de trastero y es frecuentado por la familia Fisac Gallo. Ello prueba que el cárabo es proclive a la convivencia con el hombre y que su proximidad no sólo no le desazona, sino que la busca.
La historia que refiero a continuación da idea de la sociabilidad del cárabo. Antonio Nogales y Pilar Fisac -de la familia antes citada- atraparon un día un pollo al pie de un alcornoque, en su finca de El Gamo, próxima a Mérida. Le acogieron con mucho afecto, le alimentaron durante dos semanas y, en tan poco tiempo, el pájaro se avino, gustosamente, a vivir con ellos. Ya volandero, pasaba el día oculto en la sierra próxima y, al caer el sol, regresaba a casa y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, penetraba como un rayo por una ventana, se colgaba de una lámpara de pesas en el salón y durante horas se dedicaba a subir y bajar como en un tío vivo. Era un huésped simpático pero poco deseable: enredaba con todo, rompía cristales y porcelanas, se ensuciaba sobre los muebles. Total, que el matrimonio Nogales, ante la imposibilidad de corregirle, decidió un día, como en el cuento de Pulgarcito, abandonarle en el bosque. Le trasladaron en coche a diez kilómetros de la finca y le dejaron allí. Pero, ante su sorpresa, al retornar a casa se lo encontraron columpiándose en la lámpara del salón, como si nada hubiera ocurrido. La segunda vez, el matrimonio le llevó aún más lejos, a veinte kilómetros, pero los resultados fueron los mismos: el cárabo regresó. Un tercer intento, hasta más allá de Mérida, a treinta y cinco kilómetros de la finca, tampoco sirvió de nada. La querencia del animalito y su sentido de orientación eran capaces de vencer cualquier obstáculo. El matrimonio Nogales, en el fondo un poco conmovido por la afectuosidad del bicho, no tuvo más remedio que resignarse a su compañía; renunciaron a deshacerse de él y juntos convivieron dos años, hasta la muerte accidental del pájaro, guillotinado por una ventana.
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