Rosa Montero - La loca de la casa
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Pero estos sinsabores se compensan con la fabulación creativa, con las otras vidas que los novelistas vivimos en la intimidad de nuestras cabezas. José Peixoto, un joven narrador portugués, ha bautizado estos imaginarios conatos de existencia como los «y si». Y tiene razón: la realidad interior se te multiplica y desenfrena en cuanto que te apoyas en un «y si». Por ejemplo, estás haciendo cola ante la ventanilla de un banco cuando, en un momento dado, entra en la oficina una anciana octogenaria acompañada de un niño de unos diez años. Entonces, sin venir a cuento, tu mente te susurra: ¿y si en realidad vinieran a robar la sucursal? ¿Y si se tratara de una insospechada banda de atracadores compuesta por la abuela y el nieto, porque los padres del chico han muerto y ellos dos están solos en el mundo y no encuentran otra manera de mantenerse? ¿Y si al llegar ante la ventanilla sacaran un arma improvisada (unas tijeras de podar, por ejemplo; o un fumigador de jardines cargado de veneno para pulgones) y exigieran la entrega de todo el dinero? ¿Y si vivieran en una casita baja que se hubiera quedado aislada entre un nudo de autopistas? ¿Y si quisieran expropiarles y expulsarles de allí, pero ellos se negaran? ¿Y si para alcanzar su hogar tuvieran que sortear todos los días el galimatías de carreteras, organizando en ocasiones tremendos accidentes a su paso
– conductores que intentan esquivar a la vieja y que se estampan contra la mediana de hormigón-, colosales choques en cadena que la abuela y el niño ni siquiera se detienen a mirar, aunque a sus espaldas estalle un horrísono estruendo de chatarras? ¿Y si…? Y de esta manera vas componiendo rápidamente toda la vida de esos dos personajes, esto es, toda una vida, y tú te vives dentro de esas existencias, eres la vieja peleona pero también el nieto que ha tenido que madurar a pescozones; y en los pocos minutos que tardas en llegar a la ventanilla has recorrido años dentro de ti. Luego el cajero te atiende, recoges tus euros, firmas tus papeles y te marchas, y allí se quedan tan tranquilos la mujer y el niño, ignorantes de los avatares que han vivido.
Lo más probable es que la historia se acabe ahí, que no sea más que eso, una ensoñación pasajera y onanista, una elucubración privada que jamás rozará la materialidad de la escritura y del papel. Pero algunas de estas fabulaciones casuales acabarán apareciendo en una narración, tal vez años más tarde; normalmente no la peripecia completa, sino un trocito, un detalle, el dibujo germinal de un personaje. Y en raras ocasiones, muy de cuando en cuando, la historia se niega a desaparecer de tu cabeza y empieza a ramificarse y obsesionarte, convirtiéndose en un cuento o incluso en una novela.
Porque las novelas nacen así, a partir de algo ínfimo. Surgen de un pequeño grumo imaginario que yo denomino el huevecillo. Este corpúsculo primero puede ser una emoción, o un rostro entrevisto en una calle. Mi tercera novela, Te trataré como a una reina, brotó de una mujer que vi en un bar de Sevilla. Era un local absurdo, barato y triste, con sillas descabaladas y mesas de fórmica. Detrás de la barra, una rubia cercana a los cuarenta servía las bebidas a los escasos parroquianos; era terriblemente gorda y sus hermosos ojos verdes estaban abrumados por el peso de unas pestañas postizas que parecían de hierro. Cuando todos estuvimos despachados, la cachalota se quitó el guardapolvos pardo que llevaba y dejó al descubierto un vestido de fiesta de un tejido sintético azul chillón. Salió de detrás del mostrador y cruzó el local, llameando como el fuego de un soplete dentro de su apretado traje de nylon, hasta sentarse delante de un teclado eléctrico, de esos que poseen una caja de ritmos que cuando aprietas un botón hacen chispún. Y eso empezó a hacer la rubia: chispún y chunda-chunda, mientras tocaba y cantaba una canción tras otra, poniendo cara de animadora de hotel de lujo. Pero esa mujer, que ahora parecía meramente ridícula, sabía tocar el piano y en algún momento había soñado sin duda con otra cosa. Yo hubiera querido preguntarle a la rubia qué había sucedido en su pasado, cómo había llegado hasta aquel vestido azulón y aquel bar grisáceo. Pero, en vez de cometer la grosería de interrogarla, preferí inventarme una novela que me contara su historia.
Esto que acabo de explicar es algo muy común; es decir, muchos novelistas se quedan prendidos y prendados de la imagen de una persona a la que apenas si han visto unos instantes. Claro que esa visión puede ser deslumbrante y llena de sentido, aturdidora. Es como si al mirar a la rubia del vestido eléctrico vieras mucho más. Carson McCullers llamaba iluminaciones a esos espasmos premonitorios de aquello que aún no sabes, pero que ya se agolpa en los bordes de tu conciencia. McCullers consideraba que esas visiones eran «como un fenómeno religioso». Una de sus últimas obras, La balada del café triste, nació también de un par de tipos que contempló de pasada en un bar de Brooklyn: «Vi una pareja extraordinaria que me fascinó. Entre los parroquianos había una mujer alta y fuerte como una giganta y, pegado a sus talones, un jorobadito. Los observé una sola vez, pero al cabo de unas semanas tuve la iluminación de la novela».
En ocasiones el periodo de gestación es mucho más largo. Rudyard Kipling cuenta en sus memorias un poco afortunado viaje que hizo a la ciudad de Auckland, en Nueva Zelanda: «El único recuerdo que me llevé de aquel lugar fue el rostro y la voz de una mujer que me vendió cerveza en un hotelito. Se quedó en el desván de mi memoria hasta que, diez años después, en un tren local en Ciudad del Cabo, oí a un suboficial hablar de una mujer en Nueva Zelanda que "nunca se negaba a ayudar a un ánade cojo ni a aplastar un escorpión con el pie". Entonces aquellas palabras me dieron la clave del rostro y la voz de la mujer de Auckland, y un cuento titulado Mistress Bathurst se deslizó por mi cerebro suave y ordenadamente».
Otras veces, cuentos y novelas poseen un origen aún más enigmático. Por ejemplo, hay narraciones que nacen de una frase que de pronto se enciende dentro de tu cabeza sin que siquiera tengas muy claro su sentido. Kipling escribió un relato titulado El cautivo que se construyó en torno a esta frase: «Una gran parada militar que nos sirva de preparación para cuando llegue el Apocalipsis». Y el estupendo escritor español José Ovejero llevaba un tiempo bloqueado y sin poder sacar adelante una novela en la que había trabajado durante años cuando, en mitad de un rutinario viaje en avión, y con la intención de salir del atolladero, se dijo a sí mismo: «Relájate y escribe cualquier cosa». E inmediatamente se le ocurrió la siguiente frase: «2001 ha sido un mal año para Miki». No tenía ni idea de quién era Miki ni de por qué había sido un mal año, pero ese pequeño problema de contenido no le amilanó en absoluto. Así nació una novela que se redactó a sí misma a toda velocidad en tan sólo seis meses y que se tituló, como es natural, Un mal año para Miki. A veces tengo la sensación de que el autor es una especie de médium.
A mí también se me iluminó el cerebro en una ocasión con una frase turbia y turbulenta que engendró una novela entera. Estaba viviendo a la sazón en Estados Unidos, en las afueras de Boston, y mi hermana había venido a visitarme. Un amigo nos había invitado a cenar en su casa en la parte antigua de la ciudad. Era un domingo de marzo y la primavera se abría gloriosamente paso entre los jirones del invierno. Fuimos por la mañana en el tren al centro, y comimos sandwiches de queso y nueces en un café, y paseamos por los jardines del Common, y discutimos, como siempre solemos discutir Martina y yo, y les estuvimos echando miguitas de pan a las ardillas hasta que una de ellas dio un golpe de mano y nos arrebató el mendrugo entero con una incursión audaz y temeraria. Fue un domingo hermoso. Por la tarde, Martina decidió que fuéramos andando hasta la casa de mi amigo. Nunca habíamos estado allí y el lugar se encontraba en la otra punta de la ciudad, pero, según el mapa (y Martina se jacta de saber leer mapas), el itinerario era más o menos recto, sin posible pérdida. No puedo decir que la idea de ir a pie hasta allá me hiciera feliz, pero tampoco puedo decir que me opusiera de una manera frontal. Siempre me sucede lo mismo con Martina, hay algo incierto e indefinido entre nosotras, una relación que carece de sentimientos concretos, de palabras precisas. Nos pusimos en camino, pues, mientras el sol caía y la ciudad opulenta empezaba a encenderse a nuestro alrededor como una fiesta. Nos pusimos en camino siempre siguiendo el mapa y el dedo con el que Martina iba marcando el mapa.
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