Rosa Montero - La loca de la casa

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La loca de la casa: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro es una novela, un ensayo, una autobiografía. La loca de la casa es la obra más personal de Rosa Montero, un recorrido por los entresijos de la fantasía, de la creación artística y de los recuerdos más secretos. Es un cofre de mago del que emergen objetos inesperados y asombrosos. La autora emprende un viaje al interior en un juego narrativo lleno de sorpresas. En él se mezclan literatura y vida en un cóctel afrodisíaco de biografías ajenas y autobiografía novelada.

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Mucho después, cuando yo ya tenía cuarenta y tantos, me propusieron que le hiciera una entrevista para El País. M. había mantenido una estupenda carrera profesional y acababa de ganar un Oscar como actor secundario. Volé hacia la ciudad en la que reside con una desagradable sensación de inquietud. Yo ya era otra, era una mujer mayor que había conocido la felicidad y el sufrimiento, el éxito y el fracaso, la irreparable muerte de los seres cercanos; era una señora que había vivido con dos hombres y que en la actualidad convivía felizmente con el tercero, era una novelista veterana y una periodista con callos en los oídos de tanto escuchar a los entrevistados. No tenía nada que ver con aquella disparatada muchacha que escapó de la Torre de Madrid, y M., en quien nunca pensaba, no me importaba lo más mínimo. Pero ahí estaba yo con ese ligero y molesto temblor en el estómago, como quien se encuentra en la sala de espera del dentista.

Entré en la suite del hotel en donde se celebraba la entrevista con una coraza de aplomo profesional. Nos dimos la mano cortésmente, nos sentamos en los sillones gemelos tapizados a listas de color grosella, comenzamos la charla. Él, como era de esperar, no me reconoció; yo, como es natural, no dije nada. M. rondaba los sesenta, pero se conservaba bien. Tan bien, de hecho, que sospeché con cierta malignidad alguna intervención de cirugía plástica. Las cosas en la vida, ya se sabe, casi siempre se logran a destiempo; y así, aunque yo ahora dominaba el inglés, ya no estaba interesada en hablarle, sino en escucharle; intenté fomentar su locuacidad, como siempre hago en las entrevistas, y descubrí que, ahora que le entendía, me parecía un hombre introvertido y tímido, razonablemente culto, razonablemente inteligente. Un tipo agradable. El diálogo discurrió con facilidad, sin grandes hallazgos y también sin escollos; pero, a la media hora o así de estar hablando, vi que empezaba a mirarme de una manera un poco rara, con cierta perplejidad, cierta insistencia, ladeando la cabeza como un pavo curioso, como si estuviera arañando en su memoria un vago recuerdo que se le escapara. Hasta que al fin, al terminar la entrevista, cuando corté la grabadora, no pudo evitar hacerme una pregunta directa: «¿Nosotros no nos conocíamos de antes?». Sonreí con incomodidad y creo que incluso enrojecí. «Sí, fue hace muchos años… un verano… en Madrid… cuando usted rodaba la película XXX… cenamos con Pilar Miró y con el director de cine ZZZ…» Vi que M. empezaba también a sonreír mientras iba centrando el recuerdo, mientras se iba acercando a la pequeña luz que acababa de encenderse en el fondo de su cráneo; hasta que, de pronto, se abrió su memoria; y vi que el pasado atravesaba por su cara como la sombra de una nube. El gesto se le crispó y encogió levemente la cabeza entre los hombros, como si quisiera defenderse del amago de un golpe. Y pensé que pensaba: Atiza, la loca. Pero luego, en un vértigo de clarividencia, reflexioné sobre algo en lo que nunca antes había caído, y me pregunté qué memoria guardaría M. de todo aquello; tal vez ahora no estuviera pensando en mí, sino en sí mismo; en ese mes en el que quizá también él desbarrase, en esa carta suya que yo no leí y que pudo ser tan delirante como la mía. Tal vez se acordara de sí mismo y no se reconociera, de la misma manera que yo no me reconocía en aquella chica de veintitrés años, porque ninguno de aquellos yoes remotos formaba ya parte de nuestra narración actual. Fuera lo que fuese, ahí estaba M., absorto y envarado, con sus ojos verdes extrañamente oscurecidos, mirando hacia dentro, hacia el pasado, y lo que veía no le gustaba nada. Así es que se puso en pie con rígidas dificultades de reumático, carraspeó, tragó saliva y, tras despedirse con apresurada y somera cortesía, se lanzó hacia la puerta. Esta vez fue él quien salió huyendo.

Cuatro

Ayer me reservé el día entero para escribir. Y cuando digo escribir así, a secas, sin adjetivos, me estoy refiriendo a los textos míos, personales: cuentos, novelas, este libro. Como también soy periodista, escribo muchas otras cosas; en realidad, me paso el día amarrada a la pantalla del ordenador, como galeota encadenada al remo. Pero el periodismo pertenece a mi ser social, al contrario de la narrativa, que es una actividad íntima y esencial. Cuando hago periodismo, por lo tanto, estoy trabajando. Nunca hubiera dicho: «Ayer me reservé el día entero para escribir» si hubiera tenido en mente hacer una entrevista o un artículo.

El caso es que ayer pensaba dedicar el día a La loca de la casa, y me relamía de sólo imaginar el montón de horas que iba a poder emplear en ello. Me senté al ordenador a eso de las diez de la mañana, sin citas para la hora del almuerzo, sin citas para la hora de la cena, sin tener que hacer ningún recado ni ir a ningún sitio, en lo alto de una jornada larga y limpia, perfecta para dedicarla a la escritura. Encendí la pantalla. Me acomodé bien en la silla. De pronto se me ocurrió que hacía por lo menos un par de meses que no contestaba las cartas recibidas en mi página web, y abrí la carpeta en donde las guardo para echarles un ojo. Eran muchas, muchísimas. Empecé a responderlas. Pasaron las horas. Me detuve apenas veinte minutos para comer algo. Retomé la tarea. Terminé de contestar el correo a eso de las ocho de la noche, reventada, con dolor de cabeza y el cuello agarrotado de tanto teclear. Telefoneé a Carmen García Mallo, una de mis mejores amigas, con el ánimo sombrío y furibundo:

– Hoy quería escribir, tenía todo el día para escribir, y lo he tirado por la borda contestando e-mails.

– ¿Por qué?

– No sé. A veces evitas ponerte a trabajar. Es una cosa extraña.

– ¿Por pereza?

– No, no.

– ¿Por qué?

– Por miedo.

No se lo supe explicar, pero anoche, en la indefensión extrema de la noche, en la claridad alucinada de la noche, mientras daba vueltas en la cama, comprendí exactamente lo que quería decir. Por miedo a todo lo que dejas sin escribir una vez que pasas a la acción. Por miedo a concretar la idea, a encarcelarla, a deteriorarla, a mutilarla. Mientras se mantienen en el rutilante limbo de lo imaginario, mientras son sólo ideas y proyectos, tus libros son absolutamente maravillosos, los mejores libros que jamás nadie ha escrito. Y es luego, cuando vas clavándolos en la realidad palabra a palabra, como Nabokov clavaba a sus pobres mariposas sobre el corcho, cuando los conviertes en cosas inevitablemente muertas, en insectos crucificados, por más que los recubra un triste polvo de oro.

Hay días en los que esa derrota de la realidad te importa menos. De hecho, hay días en los que te sientes tan inspirada, tan repleta de palabras y de imágenes, que escribes con una sensación total de ingravidez, escribes como quien sobrevuela el horizonte, sorprendiéndote a ti misma con lo escrito: ¿pero yo sabía esto? ¿Cómo he sido capaz de redactar este párrafo? A veces sucede que estás escribiendo muy por encima de tu capacidad, estás escribiendo mejor de lo que sabes escribir. Y no quieres moverte del asiento, no quieres respirar ni parpadear ni mucho menos pensar para que no se rompa ese milagro. Escribir, en esos extraños raptos de ligereza, es como bailar con alguien un vals muy complicado y bailarlo perfecto. Giras y giras en brazos de tu pareja, trenzando intrincados y hermosísimos pasos con los pies alados; y resuena la música de las palabras en tus oídos, y el mundo alrededor es un chisporroteo de arañas de cristal y candelabros de plata, de sedas relucientes y zapatos lustrosos, el mundo es una vorágine de brillos y tu baile está rozando la más completa belleza, una vuelta y otra y continúas sin romper el compás, es prodigioso, con lo mucho que temes perder el ritmo, pisar a tu pareja, ser una vez más torpe y humana; pero logras seguir un paso más, y otro y tal vez otro, volando entre los brazos de tu propia escritura.

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