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Rosa Montero: La loca de la casa

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Este libro es una novela, un ensayo, una autobiografía. La loca de la casa es la obra más personal de Rosa Montero, un recorrido por los entresijos de la fantasía, de la creación artística y de los recuerdos más secretos. Es un cofre de mago del que emergen objetos inesperados y asombrosos. La autora emprende un viaje al interior en un juego narrativo lleno de sorpresas. En él se mezclan literatura y vida en un cóctel afrodisíaco de biografías ajenas y autobiografía novelada.

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Y así, los casos de los que se tienen datos objetivos suelen ser historias más o menos aparatosas. Vladimir Nabokov lo perdió todo con la Revolución Rusa: su país, su dinero, su mundo, su lengua, incluso a su padre, que fue asesinado. Simone de Beauvoir nació siendo una niña rica y heredera de una estirpe de banqueros, pero poco después la familia quebró y se fueron a malvivir pobremente en un cuchitril. Vargas Llosa perdió su lugar de príncipe de la casa cuando el padre, al que él creía muerto, regresó a imponer su violenta y represiva autoridad. Joseph Conrad, hijo de un noble polaco revolucionario y nacionalista, fue deportado a los seis años con su familia a un pueblecito mísero del norte de Rusia, en condiciones tan duras que la madre, enferma de tuberculosis, murió a los pocos meses; Conrad siguió viviendo en el destierro con el padre, que también estaba tuberculoso y además muy desesperado («más que un hombre enfermo era un hombre vencido», escribió el novelista en sus memorias); al cabo el padre falleció, con lo que Conrad, que para entonces contaba tan sólo once años, cerró el círculo de fuego del sufrimiento y de la pérdida. Quiero creer que aquel dolor enorme por lo menos contribuyó a crear a un escritor inmenso.

Podría citar a muchísimos más, pero nombraré tan sólo a Rudyard Kipling, que disfrutó de una edénica infancia en la India (tan idealizada como la niñez de los escritores rusos, pero con sirvientes enturbantados en vez de bondadosos mujiks) y que se vio lanzado, a los seis años, a la pesadilla de un horrible internado en la oscura y húmeda Inglaterra. Aunque en realidad no era un internado, sino una pensión en la que sus padres le depositaron, al cuidado de una familia que resultó ser feroz. «Lo de aquella casa era tortura fría y calculada, al propio tiempo que religiosa y científica. Sin embargo, me hizo fijar la atención en las mentiras que, al poco tiempo, me fue necesario decir: ése es, según presumo, el fundamento de mis esfuerzos literarios», dice el propio Kipling en su autobiografía Algo sobre mí mismo, consciente del íntimo nexo que esa experiencia guardaba con su narrativa. Él lo explicaba como culminación de una estrategia defensiva; a mí, en cambio, me parece que lo sustancial es que todos esos novelistas que han creído perder en algún momento el paraíso escriben -escribimos- para intentar recuperarlo, para restituir aquello que se ha ido, para luchar contra la decadencia y el fin inexorable de las cosas. «Del dolor de perder nace la obra», dice el psicólogo Philippe Brenot en su libro El genio y la locura.

Hablar de literatura, pues, es hablar de la vida; de la vida propia y de la de los otros, de la felicidad y del dolor. Y es también hablar del amor, porque la pasión es el mayor invento de nuestras existencias inventadas, la sombra de una sombra, el durmiente que sueña que está soñando. Y al fondo de todo, más allá de nuestras fantasmagorías y nuestros delirios, momentáneamente contenida por este puñado de palabras como el dique de arena de un niño contiene las olas en la playa, asoma la Muerte, tan real, enseñando sus orejas amarillas.

Dos

El escritor siempre está escribiendo. En eso consiste en realidad la gracia de ser novelista: en el torrente de palabras que bulle constantemente en el cerebro. He redactado muchos párrafos, innumerables páginas, incontables artículos, mientras saco a pasear a mis perros, por ejemplo: dentro de mi cabeza voy moviendo las comas, cambiando un verbo por otro, afinando un adjetivo. En ocasiones redacto mentalmente la frase perfecta, y a lo peor, si no la apunto a tiempo, luego se me escapa de la memoria. He refunfuñado y me he desesperado muchísimas veces intentando recuperar esas palabras exactas que iluminaron por un momento el interior de mi cráneo, para luego volver a sumergirse en la oscuridad. Las palabras son como peces abisales que sólo te enseñan un destello de escamas entre las aguas negras. Si se desenganchan del anzuelo, lo más probable es que no puedas volverlas a pescar. Son mañosas las palabras, y rebeldes, y huidizas. No les gusta ser domesticadas. Domar una palabra (convertirla en un tópico) es acabar con ella.

Pero en el oficio de novelista hay algo aún mucho más importante que ese tintineo de palabras, y es la imaginación, las ensoñaciones, esas otras vidas fantásticas y ocultas que todos tenemos. Decía Faulkner que una novela «es la vida secreta de un escritor, el oscuro hermano gemelo de un hombre». Y Sergio Pitol, de quien he tomado la cita de Faulkner (la cultura es un palimpsesto y todos escribimos sobre lo que otros ya han escrito), añade: «Un novelista es un hombre que oye voces, lo cual lo asemeja con un demente». Dejando aparte el hecho de que, cuando todos los varones escriben «hombre», yo he tenido que aprender a leer también «mujer» (esto no es baladí, y probablemente vuelva a ello más adelante), me parece que en realidad esa imaginación desbridada nos asemeja más a los niños que a los lunáticos. Creo que todos los humanos entramos en la existencia sin saber distinguir bien lo real de lo soñado; de hecho, la vida infantil es en buena medida imaginaria. El proceso de socialización, lo que llamamos educar, o madurar, o crecer, consiste precisamente en podar las florescencias fantasiosas, en cerrar las puertas del delirio, en amputar nuestra capacidad para soñar despiertos; y ay de aquel que no sepa sellar esa fisura con el otro lado, porque probablemente será considerado un pobre loco.

Pues bien, el novelista tiene el privilegio de seguir siendo un niño, de poder ser un loco, de mantener el contacto con lo informe. «El escritor es un ser que no llega jamás a hacerse adulto», dice Martin Amis en su hermoso libro autobiográfico Experiencia, y él debe de saberlo muy bien, porque tiene todo el aspecto de un Peter Pan algo marchito que se niega empeñosamente a envejecer. Algún bien haremos a la sociedad con nuestro crecimiento medio abortado, con nuestra madurez tan inmadura, pues de otro modo no se permitiría nuestra existencia. Supongo que somos como los bufones de las cortes medievales, aquellos que pueden ver lo que las convenciones niegan y decir lo que las conveniencias callan. Somos, o deberíamos ser, como aquel niño del cuento de Andersen que, al paso de la pomposa cabalgata real, es capaz de gritar que el monarca está desnudo. Lo malo es que luego llega el poder, y el embeleso por el poder, y a menudo lo desbarata y lo pervierte todo.

Escribir, en fin, es estar habitado por un revoltijo de fantasías, a veces perezosas como las lentas ensoñaciones de una siesta estival, a veces agitadas y enfebrecidas como el delirio de un loco. La cabeza del novelista marcha por sí sola; está poseída por una suerte de compulsión fabuladora, y eso a veces es un don y en otras ocasiones es un castigo. Por ejemplo, a lo mejor lees un día en el periódico una noticia atroz sobre niños descuartizados delante de sus padres en Argelia, y no puedes evitar que la maldita fantasía se te dispare, recreando de manera instantánea la horripilante escena hasta en sus detalles más insoportables: los gritos, las salpicaduras, el pegajoso olor, el chasquido de los huesos al quebrarse, la mirada de los verdugos y las víctimas. O bien, en un nivel mucho más ridículo pero igualmente molesto, vas a cruzar un río de montaña por un puente improvisado de troncos y, al plantar el primer pie sobre el madero, tu cabeza te ofrece, de manera súbita, la secuencia completa de tu caída: cómo vas a resbalar con el verdín, cómo vas a bracear en el aire patosamente, cómo vas a meter un pie en la corriente helada y después, para mayor oprobio, también el otro pie e incluso las nalgas, porque te vas a caer sentada sobre el arroyo. Y, voila, una vez imaginada la tontería con todos sus pormenores (el choque frío del agua, el momentáneo descoloque espacial que produce toda caída, la dolorosa torcedura del pie, el escozor del raspón de la mano contra la piedra), resulta bastante difícil no cumplirla. De lo que se deriva, al menos en mi caso, una enojosa tendencia a despanzurrarme en todos los vados de riachuelos y en todas las laderas montañosas un poco ásperas.

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