Antonio Molina - Beltenebros

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La ambigüedad de la traición es el motor de una intriga policíaca que constituye el tema aparente de Beltenebros. Sin embargo, lo que en realidad encubre es el desorientado transitar de los personajes por una fascinante galería de espejos en la que se reflejan el amor y el odio, el pasado y el presente, la realidad y la ficción, en un trepidante clarouscuro de corte premeditadamente cinematográfico que mantiene al lector bajo su hipnosis hasta el último renglón del libro.
Convocado por una organización comunista subversiva, Darman, antiguo capitán del ejército republicano exiliado en Inglaterra, regresa a Madrid para ejecutar a un supuesto traidor a quien no ha visto nunca. En los lóbregos escenarios de la clandestinidad, emprende con desgana un periplo trepidante en pos de su víctima del que una misericordiosa cabaretera, viva imagen de una mujer a la que amó, tratará de desviarlo.
En Beltenebros, el arte de narrador de Muñoz Molina, su vigorosa maestría técnica y su estilo preciso y envolvente alcanzan un grado extremo de plenitud y de tensión expresiva cuyo logro admite escasos parangones en la narrativa española contemporánea.

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La reconocía con la misma certidumbre imposible con que reconocemos en una pesadilla las facciones de un muerto. La luz azul y el peinado y el vestido de noche la envolvían en un resplandor de anacronismo, aislándola de la realidad y del presente como en el interior de una urna de cristal invisible. Movía los labios, había comenzado a cantar, pero la voz desfigurada por el micrófono no era la suya, era más ronca y menos sabia, aunque después de tanto tiempo yo no estaba seguro de que me fuera posible recordarla, menos aún cuando nunca la había oído cantar. Pero ella siempre tuvo una virtud de transfiguración instantánea, y los rasgos de su cara y sus firmes manos y su presencia tan serena y altiva parecían atributos de una perduración inalterable. Ahora, sobre el escenario, era imposiblemente ella misma y también era otra, más carnal y más fría que cuando yo la conocí, sonriendo como si estuviera sola ante un espejo, ceñida por el raso negro de un vestido de noche, como las mujeres del cine y las heroínas fatales de sus novelas, que morían siempre de un disparo en el último capítulo, absueltas de todo un pasado de lujosa perfidia por la abnegación del amor. En aquel tiempo, cuando vivía con Walter, cuando no sabía que él iba a morir y que yo había venido de Inglaterra para matarlo, era capaz de ser varias mujeres en el curso de un día, mujeres desconocidas, simultáneas, idénticas, como repetidas en espejos. Así cambiaba ahora mismo mientras yo la miraba, según las modificaciones sigilosas de la luz, y había instantes en que la perdía y aceptaba la evidencia del engaño, y otros en los que era más ella misma que nunca, detenida en una plenitud exacta de fotografía y preservada como la hermosura de una actriz en una película antigua. Era imposible que no hubiera cambiado, pero era más imposible todavía que ella, la Rebeca Osorio que yo conocí, estuviera cantando vestida de Rita Hayworth en un club nocturno, transfigurada y fugitiva de sí misma, moviendo con un frío impudor las caderas al ritmo suave y creciente de un bongó que resonaba en mis sienes como el latido de la fiebre. Más intenso que la incredulidad o el asombro fue en seguida el sentimiento del ultraje, casi de la profanación, porque a medida que cantaba sus gestos iban adquiriendo una procacidad velada e indudable, una tranquila desvergüenza de incitación sexual que me envolvía turbiamente en una doble punzada de deseo y de infamia. Entornaba los ojos, rozaba el micrófono con los labios, apoyando las manos en las caderas, adelantando el vientre según los espasmos de la música, pero su cara permanecía impasible, como si perteneciera a otra mujer que no estaba allí y que no podía ser vulnerada por la indignidad ni la lujuria, Rebeca Osorio, su doble, su imagen inasible, únicamente hecha de memoria y luces proyectadas, esculpida en el aire como las formas instantáneas del fuego.

Miraba al frente, hacia mí, pero no podía estarme viendo, miraba con obstinación de desafío hacia el palco donde brillaba el punto rojo de un cigarrillo, y entonces recordé la respiración y las palabras del hombre, canta para mí, vístete y desnúdate para mí, y pensé que todos los gestos que ella hacía eran un reto y una inmolación. Dejó de cantar, calló el piano, los golpes secos y hondos del bongó cobraron una súbita velocidad de redoble, luego las manos de palmas blancas se aplastaron sobre la piel tensada para detener toda resonancia. Tras el silencio, cuando ella, que había echado la cabeza hacia atrás, volvió a moverse, cuando los golpes comenzaron suavemente otra vez, fue como oír un corazón: el mío, no conmovido durante tantos años que ahora estaba latiendo con cuchilladas de dolor, el de Andrade, que venía aquí cada noche para morirse de deseo y de celos, el de ese hombre que fumaba y miraba, que mantenía encendido su cigarrillo en la oscuridad como una pupila fija e insomne. La exaltación y la vergüenza se estaban consumando ante mí al ritmo hirviente del bongó, que parecía golpear a la muchacha como a un boxeador débil, descoyuntándola, arrojándola de rodillas al suelo, imponiéndole metódicamente los movimientos sincopados de una danza en la que se iba desnudando como si se desgarrara a sí misma, los largos guantes, uno tras otro, los tirantes del vestido, el raso negro que descendió hasta su cintura y luego cayó a sus pies como una materia líquida y reluciente, como un charco de mercurio del que emergió desnuda, con la cara baja y tapada por el pelo, con las manos cruzadas sobre el vientre, jadeando no de fatiga, sino de rencor, desvanecida al cabo de un segundo en las tinieblas y el silencio igual que el brillo de un relámpago.

Cuando sonó un aplauso amortiguado por la parálisis unánime del deslumbramiento y se encendieron otra vez en las mesas las pequeñas lámparas azules miré a mi alrededor como si despertara buscando los residuos de un sueño. Pero el gran foco circular iluminaba ahora un espacio vacío, unas cortinas recién estremecidas. Las del palco habían vuelto a cerrarse. Yo quería desesperadamente comprobar que era verdad lo que habían visto mis ojos y me daba miedo la posibilidad de no seguir siendo engañado si hacía algo para averiguarlo. Me puse en pie, tan entumecido como cuando salí del almacén, me abrí paso entre las sombras de los bebedores, buscando la entrada de los camerinos. Crucé un pasillo entre altas pilas de cajas de botellas que estaba iluminado por una bombilla roja. Al final había una puerta cerrada, y sobre ella una tarjeta con un nombre escrito a máquina: Srta. Osorio. La abrí y ella estaba de espaldas, sentada frente a un espejo. Pero antes de mirarla a la cara comprendí que cuando lo hiciera ya no la reconocería.

8

Podría haber cerrado de nuevo, murmurando una disculpa, como el que advierte que acaba de abrir una puerta equivocada, pero mis actos, desde que llegué a Madrid, precedían a las decisiones de mi voluntad, y antes de verla a ella -me temblaban ligeramente las manos como a un alcohólico apresando entre los dedos la primera copa y no me atrevía a enfrentarme a su cara- vi mi estupor en el espejo, mi pelo gris, mis facciones desfiguradas por las malas noches de hotel y la soledad de los viajes. Me pareció que llevaba años sin mirarme a mí mismo y que sólo ahora percibía con una claridad sin misericordia los efectos del tiempo. En nada me distinguía ahora de los otros, los que iban a esconderse después de medianoche tras la persiana metálica de la boîte Tabú y pagaban un precio por mirar desde la impunidad de la penumbra a una mujer cegada por la luz y fortalecida por el desprecio que se quedaba desnuda ante ellos durante dos o tres segundos, el tiempo justo para que no pudieran estar seguros de haber visto su cuerpo y no un fantasma de la imaginación. Cuando entré en el camerino la muchacha se había vuelto rápidamente hacia mí, pero no era yo quien ella esperaba o quien temía que viniera, y me dio la espalda con un gesto de decepción y de hastío, mirándome ahora en el espejo, mientras se pintaba los labios, viéndome tal vez como me había visto yo mismo, con la crueldad añadida de su juventud, porque no tenía más de veinte años. El maquillaje y el peinado la hacían mayor, pero no demasiado, era la premeditada luz del escenario la razón del prodigio. Seguía siendo casi idéntica a Rebeca Osorio, pero ya no era ella, sino un borrador inexacto que acaso confirmaría o desharía el tiempo cuando los rasgos de su cara llegasen a ser definitivos. Ahora, más de cerca, pasada la primera ofuscación del asombro y desbaratado el espejismo, me era posible precisar en qué se parecían, aislar, como los componentes fatales de un veneno, las líneas que me habían soliviantado en ese rostro. La nariz era igual, y la boca, y los ojos. Sobre todo el fulgor y la transparencia de los ojos mirándome en el cristal como a través de toda la vacía extensión del pasado, como si aquella cara que tanto se parecía a la suya no fuera sino una máscara en la que brillaban las pupilas vivientes de Rebeca Osorio y sólo ellas me reconocieran, su mirada sin cuerpo.

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