ejecutivo. Y lo peor es que ya es demasiado grandecito para cambiar.
– No rezongue, señor Laurel. Me gano la vida como puedo. No tengo demasiado dinero porque me niego a atender las chocherias de los viejos.
– Muy bien -el actor se levanto de su sillón-, aquí tiene mi teléfono. Llámeme si cambia de idea. Usted es muy torpe, pero me parece decente.
Stan Laurel abandonó la oficina con la misma cautela con que había entrado. El detective lo siguió con los ojos. Cuando la puerta se cerró, echo una mirada a su reloj. Eran más de las doce. Bajo a la calle y caminó dos cuadras hasta el bar de Víctor. Comió un sándwich y tomo una Coca Cola. Se quedo un rato pensando en el viejo Laurel. Fumó lentamente un cigarrillo. Pidió un diario a Víctor y buscó la página de espectáculos. En un cine de segunda categoría daban un programa de cortos cómicos: Charles Chaplin, Laurel y Hardy, Buster Keaton, Larry Semon. Salió a la calle.
Un frió seco, cortante, extraño en Los Ángeles, obligaba a la gente a envolverse en sobretodos y a caminar con apuro. El sol había desaparecido detrás de la muralla de edificios. Marlowe volvió a su oficina. Del escritorio sacó una botella de whisky y un vaso. Se echó en el sillón, puso los pies sobre el escritorio y tomó algunos tragos. Encendió otro cigarrillo, pero lo apago en seguida. Intentó dormir. Cerró los ojos, pero fue inútil. Pensó que desde su divorcio apenas había trabajado en un par de casos.
Después de separarse de su mujer, anduvo varios meses vagabundeando, borracho, por los suburbios de la ciudad. Recibió un par de palizas y durmió cuatro noches en la cárcel. Entonces decidió alquilar nuevamente su antigua oficina. Cada vez estaba más cansado y sus ahorros -mil doscientos dólares- volaron en seguida. Tuvo que vender el auto para alquilar una casa de dos habitaciones en un barrio de clase media, en las colinas bajas.
Metió la mano en el bolsillo y sacó algunos billetes arrugados. Los contó: veintisiete dólares con cincuenta. "Animo, Marlowe -se dijo-, las estupideces se pagan siempre", y recordó su casamiento con Linda Loring, una millonaria posesiva, que lo rodeo de lujo y lo colmó de aburrimiento durante seis meses.
No podía dormir más de dos o tres horas por día. Decidió ir al cine de los cómicos. Necesitaba reír un rato. Tomó un ómnibus que lo dejó a tres cuadras. Camino con pereza. Hacia cada vez más frió. Levantó la cabeza para ver, sobre los edificios, un cielo color de plomo. A su lado, la gente pasaba apresurada. Se dio cuenta de que no tenía sobretodo. Lo había perdido en una noche de borrachera.
Sacó la entrada y se quedó en el hall fumando un cigarrillo. Esperó a que terminara la película de Chaplin. No le gustaba ese hombrecito engreído, al que siempre le iba mal en las películas y bien en la vida. La empleada de la boletería lo miraba. Era una mirada curiosa que recorría el traje arrugado. Se enderezó las solapas, pero ella lo siguió observando. El le guiñó un ojo y la muchacha dio vuelta la cara. Entró. Había poco público a esa hora y todos estaban juntos, como protegiéndose del frió. Marlowe se sentó en una butaca desvencijada. Vio a Búster Keaton, que subía y bajaba escaleras a toda velocidad con su cara imperturbable y trágica. Vio a Laurel y Hardy, que trataban de vender un árbol de Navidad a Jimmy Finlayson. Los vio luego destruir la casa del furioso cliente, mientras este rompía el Ford a bigotes del gordo y el flaco ante una multitud de vecinos curiosos. Empezó a reír y no pudo parar. Sintió dolores en la barriga, pero aquellos dos hombres no se detenían nunca; lo obligaban a reír cada vez más. Cuando apareció en la pantalla el policía Edgar Kennedy, Marlowe se paró y abandonó la sala. No quería saber si los llevaría presos. Caminó unas cuadras y tomó el ómnibus. Llego a la oficina a las seis de la tarde. Quedaba poca gente en el edificio. No sabía por que regresaba allí. No tenía trabajo y nadie lo esperaba. Tomó un trago y se quedo sentado hasta que la oscuridad lo rodeo. No tenía ganas de levantarse a encender la luz. Empezó a sentirse mal. Siempre se sentía mal al caer la tarde. Tal vez Capablanca quiera jugar una partida de ajedrez, pensó. Cerró la oficina y salió. El ómnibus tardaba casi una hora en llegar a su casa.
Subió los escalones de tronco de pino del viejo chalet. Los yuyos habían cubierto el jardín. Abrió la puerta y encendió la luz del porche. "Una tarde me voy a quedar a cortar los yuyos", se dijo. Entro. La sala olía a encierro y resultaba tan poco acogedora e impersonal como siempre. Preparó algo de comer en la cocina. Saco el tablero y desplegó las piezas. En verdad no tenía ganas de jugar. Guardó el ajedrez. Se sentía peor que Capablanca. Comió poco. Encendió el televisor y vio el noticiero. El presidente Johnson ordenaba bombardeos en Vietnam. Apago el televisor. Recordó algunas palabras que Laurel le había dicho esa mañana: "Las cosas deberían ser mejores para un viejo actor". Tal vez ahora Stan estuviera viendo ese noticiero. Tomó el teléfono y marcó el número que el actor le había dejado.
– Habla Marlowe, señor Laurel.
– Me alegra que haya cambiado de opinión, hijo.
– No se trata de eso. Necesitaba hablar con alguien.
Hubo un silencio en la línea. Durante casi un minuto no se atrevieron a interrumpirlo. Por fin, Laurel:
– ¿Porqué me eligió a mí?
– Lo vi esta tarde en un cine. Daban Ojo por ojo. Hacía por lo menos diez años que no veía una película del gordo y el flaco. Me fui antes de que terminara, cuando llegó el policía.
– ¿Tiene alergia a la policía, Marlowe?
– Siempre lo arruinan todo.
– Es cierto, Ollie y yo terminamos perseguidos por el policía Sanford. ¿Porqué eligió esa profesión?
– Es muy difícil saberlo ahora. Trabajé con el fiscal del distrito hace tiempo, pero soy demasiado irrespetuoso con la autoridad. Decidí seguir solo. Desde entonces estuve varias veces en la cárcel. No me gusta colaborar.
– Yo también necesitaba hablar con alguien -lo interrumpió Laurel.
– ¿Por eso fue a verme esta mañana?
– Creo que sí. Iba a pagar su tiempo.
– Deberíamos suscribirnos a Corazones Solitarios.
– Creí que el cómico era yo, Marlowe.
– Hace tiempo que dejó de serlo.
– Usted es muy duro conmigo. ¿Siempre es así?
– En los ratos libres corto los yuyos del jardín y juego al ajedrez.
– La soledad lo ha vuelto hosco, Marlowe. ¿Alguna vez quiso a alguien?
– Una vez. Me case con ella, pero era demasiado tarde. No anduvo.
– Quise decir si tuvo amigos.
– Recuerdo uno. Se llamaba Terry Lennox. Era ingles, como usted. Trabajo en películas, como usted. Estaba deshecho y termino montando una comedia para escapar de la realidad. No volví a verlo. Estoy tan solo como es posible estarlo en este país.
– ¿Puedo verlo mañana, detective? Le adelantaré cien dólares. ¿Está bien?
– ¡Al diablo con los cien dólares! Le dije que mi oficina no es un confesionario. Olvídese de todo. Tomaremos un gimlet y no lo veré más. Cuando quiera recordarlo iré al cine. Usted era más divertido antes, Laurel.
– ¡Cámara!
La cara del gordo se ha transformado en una máscara payasesca por el maquillaje. Está ante la enorme cocina de un restaurante, frente a decenas de cacharros, y el vapor que sale de ellos lo envuelve y lo hace sudar. Los mozos entran uno tras otro y llevan los pedidos, vuelcan los guisos y las sopas. El piso es un enchastre de patas de cordero, papas, verduras, sobre las que el gordo y los mozos resbalan una y otra vez; caen al suelo dibujando cabriolas espectaculares. La acción se interrumpe a menudo. El flaco corre de un lado a otro, grita instrucciones, habla con el gordo y le marca las escenas siguientes.
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