Rodolfo Fogwill - Cantos De Marineros En Las Pampas

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Para usted, lector español, por fin en directo, esta selección de la obra de uno de-los autores más fascinantes y excéntricos de la mejor literatura argentina: Rodolfo Enrique Fogwill (1941). 0, como él mismo prefiere, Fogwill a secas. (`Probablemente por una especie de megalomanía`, explicaba en una entrevista. `Yo quería ocupar un lugar tipo Sócrates o Hegel. ¿Quién dice Guillermo Federico Hegel?`). Imposible dar aquí cabida al abigarrado currículo de este autor, quien, según declara en la indispensable presentación de sí mismo que antepone a este volumen, ha sido entre otras cosas `publicitario, investigador de mercados, redactor, empresario, especulador de Bolsa, terrorista y estafador -eso consta en mi prontuario de la policía federal argentina-, columnista especializado en temas de política cultural en todo tipo de medios, profesor universitario y consultor de empresas`. Como crítico y editor, Fogwill tuvo en los años setenta una intervención muy activa y polémica en la escena literaria argentina, dando a conocer las obras de Néstor Perlongher y Osvaldo Lamborghini y orientando la lectura de autores como Aira y Laiseca (`los únicos aportes a la literatura argentina que reivindico`). Tanto César Aira y Alberto Laiseca como el propio Fogwill, con Lamborghini a la cabeza (`el mejor maestro que tuvo la literatura argentina`), pertenecen a una facción destacadísima de la narrativa argentina, sin apenas paralelos en el resto del ámbito hispánico. Su actitud irreverente, y a menudo provocadora, no disimula una pasión y una cultura portentosas, refractarias por igual a todo atisbo de solemnidad como de ingenuidad, no sólo en literatura. De César Aira, Mondadori publicó hace unos meses Ema la cautiva y saca estos días un volumen estupendo, Cómo me hice monja-. La publicación ahora de esta antología de Fogwill insiste en llamar la atención sobre determinadas conductas literarias que, más allá de su valía indiscutible, conviene tener presentes en estos tiempos en que la entusiasta y sin duda saludable postulación de una difusión más global de la literatura latinoamericana propicia un espíritu indiscriminatorio que con frecuencia adquiere los ripios provincianamente internacionalistas de un festival de la OTI.
Poeta antes que narrador, y autor dotado de un fuerte carisma personal (`la construcción de la figura es hoy parte fundamental del trabajo de un escritor`), el retrato del propio Fogwill con el pelo revuelto y los ojos desorbitados funcionó, en la Argentina de los ochenta, como un auténtico logotipo, que desde la portada de sus libros señalaba la existencia de otras posibilidades para la actitud del creador. Esas posibilidades permanecen hoy todavía abiertas para los jóvenes escritores, que reconocerán en Fogwill el tratamiento precursor y profundamente intencionado de determinados rasgos de estilo que, a modo de tics, menudean en la actualidad. Así, la referencia constante a marcas genracionales, marcas de clase, marcas sociales, calles y locales de moda (`eso que gusta a los tontos y a los chicos posmodernos`),empleados con voluntad documental y -no mimética por parte de quien tiene la impresión de haber sido, en los setenta, `un preposmoderno y un pre-yuppy`. Así la prisa del estilo (`escribo mal, lo reconozco, pero rápido`). Así también la utilización del sexo o de las drogas como elementos estructurales de relatos en los que se explora la percepción del tiempo y del espacio, de la identidad sexual o la del género del narrador, por parte de quien admite intrigado que `con frecuencia imagino que soy una mujer` y lamenta el tiempo derrochado durante los más de diecisiete años en que fue cocainómano. Veinte años después de escrito, un relato como Muchacha punk (1979) conserva frescas toda su acidez y su ironía, Memoria de paso (1979) invierte el tránsito sexual de Orlando y parodia a la vez a Borges y a Virgnia Woolf. La larga risa de todos estos años (1983) engatusa genialmente al lector hasta conducirlo a una amarga reflexión sobre la negra sombra de la dictadura en Argentina. Restos diurnos (1986) reescribe, impregnándolo de cocaína y de una inteligencia lúgubre y feroz, el cortazariano La noche boca arriba. El relato que da título a este volumen, y el más reciente, Cantos de marineros en la Pampa (1997), entona una hermosa y destartalada elegía por la vieja épica guerrera… Pero, entre las 10 piezas, -todas formidables- que componen el volumen, merece mención particular Los pichiciegos, relato visionario y alucinante de la guerra en la nueva era tecnológica. Escrita en sólo tres días, durante el conflicto de las Malvinas, esta novelita traza un cuadro a la vez desopilante y atroz del sacrificio de miles de soldados en una guerra ciega, en la que se peleaba `de noche, con radios, radar, miras infrarrojas y en el oscuro`, y en la que ni siquiera se podía huir `porque atrás de ti, los de tu propio regimiento habían estado colocando minas a medida que avanzabas, y las minas son lo peor que hay`. Los reclutas desertores de Fogwili son adolescentes del extrarradiourbano, idénticos a los que -con la misma sintaxis narrativa- aparecen en las novelas de Ray Loriga o de Félix Romeo, pero arrojados a un infierno de nieve y barro en el que los Harrier británicos hacen las veces de ángeles exterminadores y en el que su condición social subalterna se evidencia brutalmente. Queda por señalar de qué modo el humor, el sentido lúdico, las innovaciones léxicas y el gesto vanguardista de Fogwill adquieren su justa dimensión en el marco de una vivencia ética del hecho literario. Pero para ello lo mejor es traer aquí las palabras de Fogwill en una entrevista memorable: `Escribo para no ser escrito. Viví escrito muchos años, representaba un relato. Supongo que escribo para escribir a otros, para operar sobre el comportamiento, la imaginación, la revelación, el conocimiento de los otros. Quizá sobre el comportamiento literario de los otros. Escribo para conservar el arte de contar sin sacrificar el ejercicio de pensar, un pensar que tiene que ver con la moral… Creo que es mucho más importante pensar que contar, pero para imponer el arte de pensar hay que contar. La razón no se sostiene sin relatos`. Va dicho. Escribir para no ser escrito Antología de uno de los escritores argentinos más fascinantes: Fogwill.

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Muerta de miedo, quería devolver el tirador y dejarles el mayor de los críos que les juró que ya era muy baqueano y hasta mejor peleador que el padre.

Contenta ella y triste el chico quedaron cuando nadie aceptó sacarle las monedas y todos se jactaron de que se las iban a arreglar sin baqueano.

Después, cuando se vio que ni uno era capaz de descubrir huellas ni de adivinar cosas conforme el estado del pasto, unos se lamentaron no haber traído al chico, y otros los consolaron hablando de que estaban mejor así, porque con tan mal ánimo ningún baqueano les iba a durar y a la primer desesperanza le iban a cargar la culpa de todo y ya estaría degollado, o tan enemistado que los iría arreando directo a donde olfateara que podía estar el malón.

De las mentadas marcas en el horizonte -el palo, el árbol, la lomada, el pastizal de un color diferente: todo lo que se enseña en la milicia- ni una vez alcanzaron a ver ejemplos en tantos días de marchar ilusionados con el punto de encuentro.

Casi seguro muchos habrán pensado en el viento. Y mas por el rencor que les quedó después del entusiasmo con el método del sol.

Sin exagerar ni un poco mas: aunque pensar, lo que se dice pensar, es algo que se le podía atribuir a pocos de los que tuvieron idea de volver a empezar, y casi a nadie entre los que se les fueron agregando, no es difícil que alguien también haya pensado en el viento.

Porque esta pampa te hace cavilador: será la forma de marchar, que a los pocos trancos acompasa a hombres, montas y animales de carga. O por el silencio de las paradas.

¿O por la tanta luz que palma y no bien se hace el oscuro, comés algo y te caés dormido hundiéndote ahí como cascote en la laguna…?

Cascotes no. Y mucho menos piedra: ni una se alcanzó a ver en tantos días de marcha. El suelo siempre igual: pasto y mas pasto. Y hurgando bajo el pasto, terrones negros y tan secos que no se entiende como se las compone el yuyal para guardar un verde tan fresco que se nota por el engorde de la monta y de la carne de reserva mas que con los ojos, que se acostumbran rápido a ver verde y todo puro verde hasta que el sol se esconde y no se ve mas nada.

Ya en una de las primeras noches, ya punto de dormirse, alguien hablaba de dar gracias al pasto porque si no ya habrían clavado guampa en la tierra, y cuando desde lo oscuro sonó una voz diciendo que a ese pasto lo regaba el rocío, y, aunque nadie había visto rocío y nunca un poncho amaneció mojado ni con ese olor a bicho que le vuelve al pelo de la vicuña con la humedad, se dijo que el hombre debía tener razón.

Varios se habían dormido. Se oía roncar de un lado y de otro, y después la cantilena del de la flota que había cantado por primera vez:

"los boniiiiiitos barcos del asia…
los boniiiiiitos barcos de aquí…
alguno me llevará lejos,
lejos, muy lejos de ti…
bon bon,bon bin
bonita no llores por mi…"

Cantaba para el solo: nadie lo quería oír. Pero en aquellos primeros dias de marcha después de resignarse a tantas cosas con tal de ir a juntarse con los que querían empezar otra vez, era mas fácil tolerarlo que encontrar voluntad de pedir que se calle, hasta cuando se ponía mas pesado, cambiaba de tonada y poniendo voz gruesa de africano repetía:

"que mal… que mal… que mal
que mal armé mi barco…
la proa parece un balcón…
a popa parece zapallo…
las velas parecen cartón…

y el mástil, el mástil…
que mal armé mi mástil…
parece rezarle al tifón
que venga que venga
que venga el temporal
y el barco malarmado
se vaya al carajo en el mar…"

Alguno ha de andar todavía vivo capaz de recordárselo mejor.

Tanto repitió el canto en esos primeros días de marcha que antes de que le quedara El Marino, los que no le sabían el verdadero nombre -Esteban- le decían "malarmado", y los mas puercos "el malarmeado".

Ahí en la peor la oscuridad cada cual sabía bien donde tenía su poncho porque lo que empezó como una fila tipo milicia, con cuerpos estirados a la par todo a lo largo de un potrero, los pies para el lado de los carros y la cabeza apuntando del lado del fogón, había terminado formando ese redondel, que era cada vez mas respetado y cada vez mas se parecía a un círculo dibujado, copia del horizonte igual que los tenía siempre en el medio, dando vueltas y vueltas, camino de borrachos.

Borrachos sin tomar. Por cansancio, por pampa y por desánimo: tres venenos peores que el peor aguardiente y que a cada quien le producía el peor efecto que su vida y los daños que debió haber hecho en su vida lo hicieron merecer.

En un lado, los mas juiciosos se resistían al sueño y no era fácil hacerseló reconocer pero igual que a éste que cuenta, algo del canto del marinero se les clavaba en la memoria, y anticipaban con la mente las repeticiones de palabras y estribillos de versos pensando que alguna vez, bajo un alero en un rancho, o haciendo noche en una tierra mas amistosa, tratarían de cantarlo.

Eso, a condición de que no hubiese presente alguno de los que ahí estaban cayéndose dormidos, para no llevarles un mal recuerdo.

Se sentía alguna puteada contra el marinero, y la voz zeceosa volviendo a empezar:

"no me gusta la carne
no me gusta los libros
me voy al mar, me voy al mar
no me gusta la gente
no me gustan las casas
me voy al mar, me voy al mar
ni esa hembra ni ese crío
ni el jardín ni la estufa
son para mi…¡ me voy al mar!
prefiero las tormentas
prefiero naufragar
porque ahogado en el fondo
sabré cantar sabré cantar"

– ¡Putas que los parió al marino…! ¡Se me pegó el cantito…!-Protestó un teniente chiquilín, como que hablaba para si, pero a la par de unos criollos que le habían hecho custodia en una avanzada.

Se contó que lo había dicho sin rabia y que con medias palabras les dio a entender que cada vez que montaba y aflojaba las riendas empezaba a sonarle dentro de la cabeza "mi boni, mi boni, mi boni".

Que el pingo, -el suyo o cualquier otro de remonta que ensillara para darle un respiro a su zaino- también parecía conocerlo y moverse marcando el paso del cantito. Y que ni trotando ni galopando -dicen que se quejaba- conseguía parara de sonarle dentro de la cabeza y en las patas del pingo.

Por maldad o por vergüenza, nadie lo quiso consolar y se murió mucho después, lanceado por la caballería del Imperio y sin saber que a muchos les estaba pasando igual, pero que no tenían las bolas colocadas como tendrían que estar para reconocer que a ellos también se les había metido.

Por ahí alguno, rezagado o medio alejado de la formación, se lo habrá dicho a su caballo en secreto. Pero reconocerlo era tan difícail como hablar de que no estaban haciendo mas que dar vueltas y vueltas al eje de la noria invisible del medio de la pampa. Estirando un cascarón de yuyos. Un pedazo apenas de la Ceación que dejó Dios nada mas que para que ellos y uno que otro araucano siguieran vivos, ignorantes de que ya había pasado el fin del mundo.

Guardarse para uno mismo la tonada o los versos que se le habían pegado para siempre, y hablar de formas de estar seguros de ir en línea recta aunque sea por una jornada, era la única manera de dar a entender que uno también estaba sintiendo algo parecido.

El que dos noches seguidas soñó que había un viento que quebraba mástiles altos y anchos como la torre de la catedral, y nunca en su vida había visto un mástil, habló del viento.

Se dijo que amaneciendo el viento era fresco y, tan fuerte, que era capaz de mantener un poncho medio acostado en el aire. Que después iba bajando hasta que apenas daba para que flote el gallardete de la escolta y que, cuando todos querían parar por el hambre y ya la luz que del mediodía que encandilaba no permitia ver mas, el viento ni se sentía, la bandera caía pegada a la tacuara y bajo las sombrillas de ponchos que se armaban para matear y masticar el charqui de mediodía se notaba que el humo del fogón del mate y de los cigarros de chala se iba derecho para arriba.

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