Juan Marsé - Últimas tardes con Teresa

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Últimas tardes con Teresa: краткое содержание, описание и аннотация

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Ambientada en una Barcelona de claroscuros y contrastes, Últimas tardes con Teresa narra los amores de Pijoaparte, típico exponente de las clases más bajas marginadas cuya mayor aspiración es alcanzar prestigio social, y Teresa, una bella muchacha rubia, estudiante e hija de la alta burguesía catalana. Los personajes de esta novela a la vez romántica y sarcástica pertenecen ya, por derecho propio, a la galería de retratos que configuran toda una época. Hito de la literatura española contemporánea, esta obra consolidó internacionalmente el nombre de su autor…

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Para el joven del Sur fue, más que nada, una especie de recorrido sentimental. Ni siquiera quiso ver el ala izquierda de la villa, ocupada por las habitaciones de la servidumbre, la cocina, el garaje, un cobertizo para reparación de las embarcaciones y un anexo-vivienda para los masoveros (un matrimonio sin hijos, de Blanes). El ala derecha la componían el salón y la biblioteca, con suelo de parquet y una gran cristalera encarada al pinar y al mar. Completaba la planta baja el comedor, en la parte trasera, que comunicaba con el parque por medio de una terraza con grandes losas desiguales, entre las que crecía una hierba amarillenta y reseca. Desde la entrada, una amplia escalera alfombrada subía hasta las habitaciones del primer y segundo piso, donde también se hallaban las dos terrazas, una de las cuales daba sobre el acantilado y ‘el embarcadero. El interior de la inmensa villa no correspondía en absoluto a la idea que se había hecho el murciano al verla desde fuera, pero le impresionó: aquella esbelta y alada estructura de castillo de cuento de hadas se trocaba aquí dentro en un desenfadado estilo monacal, con níveos techos de bóveda, arcos y paredes encaladas, todo muy geométrico y aséptico, sin la gravedad ni la magia que anunciaba el exterior. Solamente una parte del mobiliario, el más recio y sólido -viejas consolas y camas de Olot, puertas de cuarterones, antiguos mapas enmarcados en las paredes, sillas mallorquinas, y especialmente un par de butacas de la biblioteca, que tenían los brazos y las patas rematadas en garras de león- parecía guardar aquella misteriosa conexión con la idea del lujo.

Pero no tardó mucho en darse cuenta de su error: el parquet olía a cera y crujía deliciosamente bajo los pies (el parquet siempre fue para él un indiscutible signo de riqueza) y la atmósfera tenía una discreta vida propia, flotaba en ella una invisible presencia obsequiosa, como la de un atento criado que siempre está al quite en torno a uno pero que nunca se ve, e incluso Maruja, que se había recostado cansadamente en el diván del salón y hojeaba revistas con indiferencia, parecía encajar perfectamente dentro de aquel orden con su camisa rosa que le llegaba a las caderas y dejaba al descubierto sus morenos muslos.

Al entrar en el amplio salón, Manolo había cambiado de una manera automática y apenas perceptible el ritmo de sus pasos: le rondaba la vaga sensación de haber estado allí alguna vez. De pie, inmóvil, en medio del espectáculo de aquellos grandes espacios iluminados, superficies lisas y muebles que no estorbaban ni parecían dispuestos a envejecer, captó la prolongación de un tiempo acumulado que allí flotaba como dentro de una campana de cristal, y que nada tenía que ver con el de su casa o de su barrio, acostumbrado a tocar diariamente las cosas y a dejarlas degradadas y viejas de repente, sino más bien con un pasado vivido no sabía cuándo ni dónde, como si ya en el vientre de su madre, en el palacio de los Salvatierra de Ronda, hubiera recorrido cientos de veces estos mismos salones y dependencias lujosas.

Dio un lento paseo en torno a Maruja, con las manos en la espalda; y otro, y otro más, y en cierto momento tendió la mano, al pasar tras ella, y acarició su pelo y su nuca: aquí era posible pensar en el mañana, amar el mañana y al prójimo como a nosotros mismos, y aunque percibía un aburrimiento (algo en el aire inmóvil sugería las horas muertas, un ocio embalsamado) era un aburrimiento digno, decoroso y fecundo. Pero al cabo de un rato, la morriña que había invadido sus miradas y sus gestos se trocó repentinamente en mala leche. Se sentó en el diván, cogió a Maruja por los hombros y clavó sus ojos negros en los de ella:

– ¿Dónde está la habitación de la señora? -preguntó. Maruja adivinó sus intenciones en el acto y quiso levantarse. -No… Eso ni pensarlo, Manolo…

– Vamos, vamos, no empieces -dijo él-. Sólo quiero ver lo que hay.

Allí no había nada que ver, protestó ella con una voz que amenazaba llanto, allí no había joyas ni dinero ni nada que a él pudiera interesarle. “Por favor, por favor, olvídate ya de esa locura, son cosas que siempre acaban mal, me echarían la culpa a mí ¿es que no te das cuenta?, me harían responsable a mí y tarde o temprano me sacarían la verdad…”. “Escucha…” “Por favor, no quiero oírte, no quiero oírte”. Empezó a temblar, llorando, se debatía al borde la histeria. Sus nervios, que la habían estado devorando hasta ahora, se desencadenaron. Gritaba. Manolo la sujetó fuertemente por los hombros. Aunque no ignoraba la causa principal de su desquiciamiento -la chica siempre se enfurecía al oírle hablar de las joyas- empezó a pensar seriamente en la posible existencia de otros motivos. Pero todo fue demasiado rápido: lo que en un principio parecía una simple llantina, degeneró en una especie de ataque de nervios. Ante el temor de que alguien oyera sus gritos, la obligó a levantarse del diván y la llevó a su cuarto a la fuerza. La tendió en la cama y luego regresó al salón y apagó las luces.

Cuando volvió junto a ella la encontró sumida en un sopor inquieto, del cual la muchacha fue saliendo poco a poco, siempre con los ojos anegados en lágrimas. Le preguntó de nuevo si se encontraba mal y ella dijo que no, que sólo tenía dolor de cabeza.

– Espera -dijo Manolo, acercándose a la mesilla de noche-. ¿Tienes aspirinas?

– En mi bolso, en el armario…

Manolo fue a la cocina a buscar un vaso de agua. Cuando regresó junto a ella y le tendió el vaso, Maruja le miró un momento a los ojos con aire suspenso, como si quisiera decirle algo, pero sin duda lo pensó mejor y se calló. É1 procuró tranquilizarla con mimos y caricias, intentó convencerla de que no debía tener miedo y de que todo saldría bien. “No puede pasar nada, tontina, esa gente ni siquiera sabe lo que tiene, ni se enterarán…” Ella, por toda respuesta, empezó a llorar de nuevo, silenciosamente, apretándose las sienes con las manos. Manolo iba irritándose cada vez más, el tiempo pasaba y no conseguía sacarle a la chica más que incoherencias. Se acostó con ella y desplegó aquella galantería pijoapartesca que nunca le había fallado. Todo fue inútil. Transcurrió una hora. “No me quieres -decía la muchacha en medio de sus sollozos-. ¡Nunca me has querido, nunca!” Él esperó a que se calmara, y luego, cuando ya no pudo más, la abofeteó suavemente un par de veces, sin convicción. La muchacha se abrazó fuertemente a él, temblaba como una hoja, con el cuerpo bañado en sudor. Ya no lloraba. “No me pegues -dijo-. Ven…” Y con manos torpes y temblorosas, sin vida, como si las moviese un mecanismo manipulado a distancia por una voluntad que no fuese la suya, se quitó la camisa lentamente y luego se quedó quieta, mirándole, respirando con fatiga. No habían encendido la luz: la de la luna entraba parcialmente por la ventana y se quedaba, lechosa, sobre la revuelta sábana caída al pie de la cama. El cuerpo de Maruja y sus ojos relucían en la penumbra. Manolo, de pronto, la encontró extraordinariamente hermosa. Su piel ardía como una brasa. La besó susurrando nuevas palabras de afecto a su oído, acariciándola con una ternura que, él mismo se daba cuenta, iba más lejos de lo previsto y amenazaba, una vez más, con destruir sus planes. De pronto se sobresaltó; en los besos de ella parecía como si anidase algo que se debatía y pugnaba por expresarse, y aquel indecible y casi metálico sabor de alarma de sus labios, y la sombra de una desgracia inminente que nunca había dejado de nublar sus ojos enfermos, apareció repentinamente y le arrebató a la muchacha de los brazos como un huracán, sin darle tiempo siquiera a comprender lo que pasaba: se había deslizado suavemente entre sus piernas, cuando, de pronto, los brazos de Maruja resbalaron de su cuello y cayeron sobre el lecho como pesados leños al tiempo que él notaba las fuerzas escaparse por todos los poros de aquel cuerpo. “Mi cabeza, Manolo, mi cabeza”, murmuró, y todavía consiguió fijar en él unas pupilas horriblemente dilatadas, devoradas por alguna visión anticipada de lo que iba a ocurrir, mientras un estremecimiento sacudía todo su cuerpo -él había alzado un poco la cabeza de ella de la almohada, como si presintiera el desenlace y tal vez quisiera, por un reflejo inútil de la voluntad, evitar que se diera un golpe contra algo- una convulsión muscular al mismo tiempo que soltaba un grito e inmediatamente perdía el sentido.

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