– Es encantador -dijo Teresa-. Me recuerda a muchos amigos que he olvidado.
Ajena por completo a la ambigüedad de la frase, su mirada desdeñosa y ultrajada seguía perdida en la noche.
– ¿Quién? ¿El novio de la criada? -preguntó Luis. Y después de una pausa añadió-. Oye, de lo nuestro hablaremos con calma…
– No hay nada que hablar.
Él volvió a frotarse la rodilla. Con una voz inesperadamente autoritaria dijo que acababa de darse un golpe bestial con el borde de la bañera y que se marcharía dentro de un rato, en cuanto dejara de dolerle.
Ahora Teresa le miró por vez primera. “Puede que incluso se haya duchado, el idiota..” Sí, quién iba a decirlo: tras aquella impresionante fachada de líder universitario, de ardiente visionario del futuro, no había más que una blanda, asquerosamente blanda e inexperta virilidad. Aquellas manos de arrebatado orador habían albergado con temblores de mala conciencia burguesa, quién iba a decirlo, sus pechos de fresa. Y aquellos ojos claros, apostólicos, siempre vagando por lo alto, contemplando sus visiones del futuro, se habían arrastrado vergonzosamente, miserablemente por su cuerpo. Su voz, sin embargo, seguía alardeando de aquella incapacidad de asombro que caracteriza a los sabios y a los ancianos coronados de prestigio y de experiencia, y parecía empeñada en no darse por enterada de nada y en no dar importancia a lo que esta noche había ocurrido entre ellos dos: entonces sospechó Teresa que aquella voz, incluso en los momentos históricos en que, sin un temblor, había dado las célebres consignas, jamás había expresado nada excepto una total y absoluta ignorancia de todo.
– ¿Cuándo regresan tus padres? -preguntó Luis. -Mañana, te lo he dicho mil veces… O quizás esta misma noche, no sé. Sería lo mejor.
– Tere, sabes muy bien que esto tiene una explicación lógica y te la daré -recitó con toda su sangre fría-. Tú no eres ninguna mojigata y…
– Sí, claro. Pero por favor, no eches mano de tu dialéctica para un asunto tan lamentable. Sería ridículo. Y cállate, te lo ruego.
El prestigio que gozaba Luis Trías de Giralt en la Universidad por esas fechas era fabuloso. Había estado dos veces en la cárcel, le acompañaba siempre el melancólico fantasma de la tortura (a veces incluso podía vérsele comunicando íntimamente con ella, sumido en expresivos silencios) y en las aulas se decía de él que era uno de los importantes, extraño elogio que, si algo quiere decir, es precisamente eso. Un año antes, adivinando o presintiendo la apoteosis actual de este prestigio, Teresa Serrat se había sentido arrastrada a colaborar con él en infinidad de actividades culturales y extraculturales: a Luis Trías de Giralt se le suponía “políticamente conectado”. Estudiante aventajado de Económicas, nieto de piratas mediterráneos, hijo de un listísimo comerciante que hizo millones con la importación de trapos durante los primeros años cincuenta, era alto, guapo, pero de facciones fláccidas, deshonestas, fundamentalmente políticas, carnes rosadas, el pelo rizoso y débil, la mirada luminosa pero infirme: parecía un Capeto idiotizado y con paperas (cierto chulito fantasioso del barrio chino, al que le unía una singular e indecible amistad de tira y afloja, le llamaba Isabelita, lo cual, dicho sea de paso, a él le hacía un tilín embarazoso y no menos inexplicable que su debilidad por el muchacho) y tenía ese aire un poco perplejo de manso seminarista en vacaciones, con un leve balanceo de la cabeza a causa del vértigo teológico, del peso trascendental de las ideas o de una simple flojera del cuello, como si andara graciosamente desnucado.
Teresa apartó los ojos de él. Deseaba que se marchara de una vez. Es tarde, dijo. La motocicleta hacía rato que había dejado de oírse en la lejanía. ¡Simples, felices, vulgares novios de vulgares criadas, el mundo es vuestro! Si ahora se acercara y me abrazara con fuerza -pensó ella-, pero con mucha fuerza, quizás aún no se habría perdido todo…
Los dos estaban inmóviles, guardando una distancia de tres metros. Luis no se atrevía a dar un paso, era evidente. Encendió un pitillo, bramando casi: “¿Quieres uno? Son muy buenos (lamentable: sabes que son horribles) son rusos auténticos (peor aún: mal momento para evocar tu provervial solidaridad) Jacinto me trajo unas cajetillas del último Festival de la Jeuneusse de… (déjalo ya, anda, cállate)” y empezó a fumarlo nerviosamente y como a escondidas, dando manotazos al humo que se quedaba flotando denso y pesado bajo la única luz encendida de la terraza, sobre su cabeza. Teresa, observándole, confirmó su idea recién estrenada de que estaba delante de un bluff. El legendario caudillo seguía empeñado en vivir la prosa de la Vida sólo a medias, como si aquellas fuesen actividades poco dignas de su alto magisterio: bailar, nadar, hacer el amor, e incluso, como ahora demostraba, fumar; aspiraba el humo del cigarrillo sin tragarlo y lo dejaba medio saliéndose de la boca, derramándose sobre los labios como una espuma repelente y Teresa descubrió que siempre había dudado de la moral de las personas que al fumar no se tragan el humo.
– Será mejor que te vayas, Luis -dijo bajando los ojos. Hubiese querido añadir: “Después de lo ocurrido, ya sólo nos une lo que está por encima de nuestros sentimientos y de nuestros intereses personales”, pero le sonaba a cosa demasiado solemne habida cuenta la vulgaridad de la situación. Era una bonita frase, sin embargo, y le hubiese gustado poderla decir. La registró en su mente. Racionalista como era, ahora se daba perfecta cuenta, además, de que incluso la simple proximidad física de ellos dos se había hecho imposible; a causa de cierta excitación imaginativa y largamente acariciada, que les había abocado a esta penosa situación de ahora, quién lo hubiera dicho, hoy habían pasado una tarde maravillosa, pero era preciso reconocer que sus relaciones, desde hacía algún tiempo, se habían ido espesando con una insoportable y extraña significación, una carga eléctrica que amenazaba fulminarles en cualquier momento: los sentimientos y los deseos eran mutuamente y constantemente revisados, desmenuzados, analizados y valorados según un concepto de la vida que, desgraciadamente y por mucho que ellos se empeñaran en negarlo con acentos proféticos, no estaba aún en vigor y en consecuencia no guardaba relación ninguna con la realidad de su clase (“tienes que reconocerlo, Luis, izquierdoso burgués, amigo mío”). Así, con el tiempo, descubrieron que entre ellos se había producido justamente lo contrario de lo que sus ideas de vanguardia parecían preconizar: una situación atrozmente conyugal, cuya rapidez en presentarse ni siquiera les había dado tiempo a vencer ciertas inhibiciones sexuales, residuos respetables de su educación, y cualquier gesto, cualquier palabra, cualquier insignificante mirada o acto (el de fumar uno de aquellos dichosos pitillos rusos, por ejemplo) que llevara todavía el germen simbólico de todo aquello que siempre les había unido, se hinchaba de una irritante significación inútil y crecía ante sus ojos y se convertía en un monstruo con vida propia, con movimientos y sentido independiente, destrozando aquellos vínculos sentimentales que ellos, basándose en una sagrada solidaridad, habían querido elevar a la categoría de pasionales.
Ahora, Teresa le daba de nuevo la espalda y estaba muy atenta al silencio de la noche; aún pretendía captar el eco de la motocicleta del murciano, mientras la canción del transistor, desde una estremecida lejanía, desde cielos más placenteros, también confesaba:
… me dijo que la noche
guardaba entre sus sombras
el eco de otros besos…
Por su parte Luis Trías interpretó el gesto de ella como una clara señal de despedida, y decidió que había llegado el momento de marcharse -sólo años después sabría que aún pudo intentarlo otra vez y con posibilidades de éxito, de haberse atrevido a abrazarla-. Por alguna razón, en medio de su secreta tristeza y su impotencia por arreglar las cosas, se le apareció de pronto en el cielo nocturno el rostro burlón y ratonil de su amigo el chulito del barrio chino, sonriéndole sobre un fondo tapizado de rojo granate.
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