Juan Marsé - Últimas tardes con Teresa

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Últimas tardes con Teresa: краткое содержание, описание и аннотация

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Ambientada en una Barcelona de claroscuros y contrastes, Últimas tardes con Teresa narra los amores de Pijoaparte, típico exponente de las clases más bajas marginadas cuya mayor aspiración es alcanzar prestigio social, y Teresa, una bella muchacha rubia, estudiante e hija de la alta burguesía catalana. Los personajes de esta novela a la vez romántica y sarcástica pertenecen ya, por derecho propio, a la galería de retratos que configuran toda una época. Hito de la literatura española contemporánea, esta obra consolidó internacionalmente el nombre de su autor…

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Pero hay otros aún más ricos, los que apenas se dejan ver, los verdaderamente inaccesibles. De ellos se podría decir que no existen si no fuese porque algunas veces han sido vistos en lugares públicos. En sus raras visitas al pueblo sonríen con desinterés mirando a las parejas, se ve que están habituados a la felicidad, que sus pasiones están en otra parte. Su encanto y su silencio sugiere lejanías placenteras, sus cuerpos parecen haber recogido un polvo dorado en el camino, mientras venían indiferentes a sentarse un rato aquí con nosotros, en las terrazas, y eternamente el aura fría y serena de un clan embellece sus frentes, les distingue, les acompaña donde quiera que vayan, les preserva de la curiosidad general, del olvido y del desdén: entre ellos, ciertos hombres maduros impresionan muy particularmente al borrascoso motorista. No son ni turistas ni indígenas: viven en villas de recreo, que tampoco apenas se ven, rodeados de jardines y pinares, entre silencios y rumorosas frondosidades de ocio, nos miran sin vernos, sus ojos están podridos de dinero y su poderosa mente marcada con viejas cicatrices de sucios negocios. Igual que gangsters retirados, reposan impunemente junto a piscinas disimuladas, apenas visibles a través de los setos, junto a campos de tenis donde juegan muchachas que podrían ser sus hijas pero que nunca se sabe, ni si viven allí o han sido invitadas, ni siquiera sin son realmente tan jóvenes como parecen vistas de lejos; entre ellas estaba Teresa Serrat con su amigo Luis Trías de Giralt, invitado a pasar el fin de semana en la villa. $i bien es cierto que esta noche se había dejado ver en Blanes con su amigo y su criada, Teresa salía poco de sus dominios y si lo hacía no era casi nunca para ir al pueblo, sino a la ciudad; pero debido en parte a una circunstancia favorable (sus padres ausentes) hoy la joven universitaria se había visto de pronto en Blanes, empujada por su amigo y por ciertos imperativos que ahora, amargamente, intentaba analizar.

Afuera, desgarrando el silencio nocturno, vibraron en el aire las primeras explosiones del motor de la motocicleta con un desespero que anunciaba la huida desenfrenada. Su eco se elevó nítidamente por encima del siseo de las olas y penetró por la ventana abierta del dormitorio de Teresa, que estaba tendida en la cama con los ojos fijos en la penumbra, reflexionando. Despacio, la muchacha ladeó la cabeza sobre la almohada con una expresión de melancólico pesar. Al oír por segunda vez el petardeo de la máquina, que no conseguía arrancar, Teresa Serrat se levantó y abandonó el lecho dirigiéndose lentamente hacia la terraza contigua al dormitorio. La núbil languidez de sus movimientos era sólo aparente: después de cada desdeñosa flexión de las rodillas, en la rigidez repentina de las corvas y en la indolencia felina de sus caderas sueltas, un tanto anticipadas en relación con los hombros, asomaba una extraña agresividad, un aire conscientemente agraviado o despechado. Mientras caminaba, descalza, se abrochó la blusa con manos inertes y dobladas como tallos rotos. Los pequeños shorts amarillos se le habían pegado a las ingles y tiró nerviosamente de los bordes hacia abajo con el pulgar y el índice, aislando los demás dedos, igual que si tocara una materia infectada y temiera contagiarse. Y al mismo tiempo que cerraba los ojos, en su boca pálida se dibujó una sonrisa despectiva: no tenía conciencia de su cuerpo, sino de la enojosa presencia que aún había en él de otro cuerpo. Al llegar a la puerta de cristales, una ráfaga de viento movió sus largos cabellos lacios, desnudó su’ cuello alto y redondo, y durante unos instantes, al sumergirse en la luz de la luna que viniendo de la terraza entraba en el cuarto como una espuma blanca, su figura se inmovilizó como por efecto de un repentino flash.

Si es cierto que la raza de una mujer se advierte en su cuello, Teresa Serrat era un formidable exponente de la mejor raza: de su madre había heredado un hermoso y esbelto cuello, una boca singularmente predestinada y la suficiente alegría cordial para que ello le inspirase una encantadora idea mítica del gesto. Ved si no su especial manera de ladear la cabeza despeinada y aguzar el oído a los rumores de la noche: tiene alma de pez-mariposa y su destino es vivir bajo una perfecta combinación de luz y azules aguas transparentes, aguas poco profundas de los trópicos. Pero Teresa sufre nostalgia de cierto mar violento y tenebroso, poblado de soberbios, magníficos y belicosos ejemplares, de miserables suburbios oceánicos donde ciertos camaradas pelean sordamente, heroicamente. Suspira como una gata de lujo añorando tejados y luz de luna, se aburre. Sus insolentes y adorables pies desnudos, toda ella con todos los atributos de su belleza: el fulgor celeste de sus ojos, sus caderas un tanto pueriles, el oro viejo de sus cabellos, la miel y la seda de su nuca y también la lánguida espalda adolescente revelan la herencia de un linaje materno exquisitamente alimentado incluso en épocas de apuro, tanto si la estudiante progresista lo cree justo como no, aquel prestigio de casta que ya desde niña anunciaba su fino cuello de corza y la singular expresión de su boca; porque era ahí, en los labios rosados, secos y ligeramente hinchados -especialmente el superior, cuyos dos vértices puntiagudos, como ya una vez había observado el murciano, se levantaban hacia la nariz en un gracioso mohín de desdeño- era ahí donde estaba la raíz’ y el secreto de aquella expresión un poco infantil, mimada y a la vez decididamente agresiva que, derramándose como una bruma estival sobre la hostil plenitud de sus miembros soleados, determinaba la naturaleza un tanto ambigua de la muchacha, una mezcla de candor y de insolencia, de rosada languidez y de bronceada, adulta, fogueada rebeldía.

Envuelta en la pálida luz astral, Teresa se apoyó de codos en la balaustrada. En la terraza dormían parasoles, tiestos con plantas de enormes y bruñidas hojas, un velador y dos hamacas. Una pequeña radio-transistor olvidada en un sillón de mimbres gemía una tierna canción de actualidad:

…me confesó la luna que nunca tuvo amores, que siempre estuvo sola soñando frente al mar…

Desde donde estaba, la muchacha podía ver el embarcadero, y a su derecha, asomando por encima de los setos, la red metálica de la pista de tenis. Al otro lado de la villa, en alguna parte cerca del bosque, el motor de la motocicleta seguía negándose a funcionar y su penoso jadeo y su tos se oían en medio de la noche como una llamada de alarma. Al mismo tiempo, Teresa oyó pasos en su dormitorio. “¿Y ahora qué quiere, qué pretende?” Le llegó un nuevo petardeo, esta vez brioso, y comprendió que la motocicleta se alejaba en dirección a la carretera en el preciso momento, que ella hubiese querido evitar a cualquier precio, en que Luis Trías de Giralt aparecía en la terraza. El prestigioso estudiante llevaba todavía el rostro y los cabellos mojados -venía del cuarto de baño- y se secaba con el antebrazo. Sonreía con aire triste, el hombro apoyado en la puerta, los ojos fijos en la espalda de Teresa. Vestía un amplio jersey blanco como de toalla y pantalones claros de hilo.

– Ah, ¿estás aquí? -preguntó estúpidamente-. Qué caliente está el agua… -Tendió el oído al zumbido de la motocicleta que se apagaba a lo lejos y añadió-. ¿Oyes? Nuestro amigo el xarnego ha vuelto a hacer de las suyas…

Teresa seguía dándole la espalda. Es más hombre que tú, pensó. Instintivamente, apretó los muslos y por vez primera tuvo conciencia del agravio inferido a su cuerpo y se indignó. Pensaba también con amargura que hay muchas maneras de ser imbécil, y que Luis Trías de Giralt, quién iba a decirlo, era uno de esos imbéciles que pretenden no serlo por todos los medios. Se volvió a él, echó los codos para atrás y siguió apoyada, ahora de espaldas, en la balaustrada. No parecía ver a su amigo: le sobrepasó con una mirada vaporosa que se perdía en la noche, por encima de su cabeza. Él se frotaba la rodilla con expresión dolorida.

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