Juan Marsé - Últimas tardes con Teresa

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Últimas tardes con Teresa: краткое содержание, описание и аннотация

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Ambientada en una Barcelona de claroscuros y contrastes, Últimas tardes con Teresa narra los amores de Pijoaparte, típico exponente de las clases más bajas marginadas cuya mayor aspiración es alcanzar prestigio social, y Teresa, una bella muchacha rubia, estudiante e hija de la alta burguesía catalana. Los personajes de esta novela a la vez romántica y sarcástica pertenecen ya, por derecho propio, a la galería de retratos que configuran toda una época. Hito de la literatura española contemporánea, esta obra consolidó internacionalmente el nombre de su autor…

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De aquel singular juego infantil conservaba todavía hoy su íntimo secreto: la cita prometida. Tendido en la cama de Maruja se decía a menudo, para justificar su pérdida momentánea de acción: “Estoy aquí porque la raspa tiene un cuerpo muy bueno, eso es todo”, o bien: “En el fondo, lo que espero es la ocasión de hacerme con las joyas de una puñetera vez…”

Pero el mismo acto de poseer a la muchacha, el carácter decididamente sublimado, imaginativo, de sus besos y sus abrazos, su conmovedora relación de simple adolescente, por así decirlo, con el deseo, traicionaba aquellas frías reflexiones de hombre duro.

– Te quiero, te quiero, bonita, te quiero…

El azar vino finalmente a sacarle de su inercia, y de forma sorprendente: una noche de principios de julio, después de dejar la motocicleta entre los pinos (una “Guzzi” carmesí, esplendorosa, que le hubiese gustado conservar) y escalar la ventana del cuarto de Maruja, le llamó la atención el completo silencio en que se hallaba sumida la Villa. Era ya la medianoche pasada. Maruja aún no había bajado. Él se tumbó en la cama y, según tenía por costumbre, cogió la fotografía de la mesilla de noche (el rostro de Teresa siempre oculto bajo la sombra de su mano, el de Maruja reflejando siempre aquella inquietud por cosas superfluas) y la estuvo mirando largamente. Le pareció que algo había cambiado con el tiempo, notó que la imagen de Teresa Serrat exhalaba ese efluvio desangelado y doméstico, poroso, de los cuerpos ya conocidos y poseídos. Le entró una extraña depresión. De pronto oyó el rumor de un coche llegando a la Villa, un frenazo y ruido de puertas, luego voces, le pareció distinguir las de Maruja y Teresa entre la de un hombre, y finalmente unos pasos dirigiéndose a la entrada principal.

Poco después, la puerta del dormitorio se abrió y apareció Maruja. No vestía el uniforme ni traía aquella máscara de fatiga que normalmente a estas horas se pegaba a su cara como un fino y resquebrajado barniz. Llevaba unos pantalones azules, un amplio y ligero jersey sport, demasiado largo para ella, y unas extrañísimas sandalias. Manolo la miró con sorpresa. Ella corrió hacia la cama y se arrojó en sus brazos. Las precauciones que siempre tomaba -entornar la ventana, apagar la luz y cerrar la puerta con llave- no las tomó esa noche.

– Temía que hoy no vinieras -dijo después de besarle.

Se tendió en la cama, junto a él. Tenía los ojos húmedos y chispeantes, sudaba, le ardían las mejillas y toda ella desprendía un calor febril. Sus ojos enfermos y retraídos, en los que erraba constantemente la sombra de una desgracia inminente, y que por lo general a estas horas estaban completamente apagados, parecían arder entre los párpados entornados.

– ¿Qué te pasa? -preguntó él-. ¿Estás mala?… ¿Por qué vas vestida así?

– Esta tarde me he divertido mucho, me han llevado en el fuera-bordo…

– Quién.

– Teresa. Y el señorito Luis, ese amigo suyo que creo será su novio… Ha sido estupendo. Teresa me ha regalado estos pantalones y las sandalias. ¿Te gustan?

Manolo le puso una mano en la frente.

– Estás ardiendo, chiquilla. ¿Sabes lo que creo? Que estás enferma.

– Sólo me siento muy fatigada, con mucho sueño… Pero déjame que te cuente…

La pesadez de los párpados atenuaba aquel brillo de su mirada. Tendida junto a él, con la boca seca, desflorada y febril, con el pecho agitado, le contó que Teresa y su amigo la habían invitado a dar unas vueltas en la canoa y que luego habían ido juntos a Blanes, en coche, a un sitio divertido donde se bailaba. Se expresaba con cierta dificultad, debatiéndose en una confusión mental que iría en aumento a lo largo de la noche y que Manolo, desde un principio, creyó que sólo era sueño y efecto del sol. Por lo demás -o quizá precisamente por ello mismo- la muchacha estaba esa noche más hermosa que nunca.

– Yo no he bailado -decía-. Ellos se han dado el lote, ¡hoy estaba la señorita!… Pero no creas que me he aburrido. Al contrario. Había extranjeros. Teresa me ha estado hablando en francés, a mí, ¡qué risa…!

– ¿Y dónde están ahora, no venían contigo?

Paseando por la playa, o por el pinar… No sé, ya te digo que la señorita va hoy muy movida.

Manolo la escuchaba entre asombrado y divertido. “Ven”, dijo. Ella se echó a reír, se quedó repentinamente seria y luego se llevó la mano a la cabeza con aire pensativo. Se estremeció. Se arrimó a él, enlazó su cintura con las piernas y murmuró: “Bésame”. Él empezó a besarla y notó la fiebre y el castañeo de los dientes de la muchacha. De pronto ella le rechazó para desnudarse. Se quitó los pantalones. Manolo se levantó y fue a mirar por la ventana. Maruja dijo:

– ¿Sabes que esta noche nos han dejado solos?

Él tardó muy poco en calibrar la importancia de esta noticia. Se volvió bruscamente. Maruja, ya sin el jersey pero con los brazos todavía dentro de las mangas, estaba inmóvil, completamente estirada sobre el lecho, como si durmiera. Con voz desfallecida, añadió que los señores habían ido invitados a una fiesta en Barcelona y que no regresarían hasta mañana, y que la señorita Teresa y el estudiante paseaban por ahí y, a juzgar por la intensidad de las miradas que se habían dirigido toda la tarde, tenían paseo romántico para rato; la vieja cocinera dormía y los masoveros también, de modo que estaban prácticamente solos.

– Ven conmigo -dijo Manolo dirigiéndose hacia la puerta-. Acompáñame arriba. Lo quiero ver todo.

– Espera -dijo ella. Se incorporó, apoyándose en un codo, y le miraba con ojos angustiados-. Primero ven, acércate…

– ¿Qué te pasa?

– ¡Ay Manolo!

Él se aproximó a la cama. Dijo:

– ¿Tienes miedo?

– No es eso… Pero tú… ¿Por qué siempre piensas en lo mismo?

– ¿En lo mismo? Habla más claro, niña.

– Ya me entiendes. Sé lo que estás pensando.

– No estoy pensando nada. Anda, ponte algo encima y acompáñame… ¿Qué esperas?

– ¡Me gustaría tanto hablar contigo, Manolo!

– Déjate de tonterías.

– Por favor…

– Esa gente está durmiendo, no nos verán. Sólo quiero dar una vuelta, curiosear. No temas, volveremos aquí en seguida.

Maruja apagó la lámpara de la mesilla y se tendió otra vez; no exactamente para atraerle a él. En realidad, sólo era un pretexto.

– Esto no puede seguir así, Manolo. No puede seguir así.

– ¿Qué puñeta te ocurre ahora? ¿Qué es lo que no puede seguir así?

– Todo, nosotros, esto… Compréndelo, no puede ser. El murciano se sentó junto a ella.

– ¿Ya no me quieres, Maruja?

– Sabes que sí, más que a nada en el mundo. -¿Entonces?…

– ¡Ay Manolo! Tenemos que casarnos.

Él intentó calmarla.

– No hay razón para llorar.

– ¿Quién llora aquí? Tenemos que casarnos y basta, esto no puede seguir…

– Oye, ¿estás preñada?

– No. Pero te digo que esto no puede seguir.

– Está bien -dijo él-. Luego hablaremos. Te lo prometo. Sí, haremos proyectos. Ahora ponte algo encima y salgamos de aquí… Así me gusta, buena chica. Y sécate las lágrimas, llorona. -La besó en la mejilla-. Anda, date prisa. Si sólo es por ver cómo viven esos hijos de puta de tus señores, mujer. -No digas palabrotas.

Refunfuñando incoherencias, Maruja se puso lo primero que halló a mano, la camisa rosa de Manolo, y le acompañó. Salieron a un pasillo, a oscuras, y la muchacha, después de rogarle silencio, le cogió de la mano y tiró de él. Descalzos los dos avanzaron a lo largo del pasillo, doblaron a la derecha y salieron a la entrada. La luz de la luna bañaba la estancia con una palidez verdosa y todo parecía sumergido en un acuario. El rumor del mar penetraba por las grandes ventanas con rejas de la planta baja. Maruja no quería encender las luces, pero él la convenció de que no debía tener miedo.

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