Juan Marsé - Últimas tardes con Teresa

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Últimas tardes con Teresa: краткое содержание, описание и аннотация

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Ambientada en una Barcelona de claroscuros y contrastes, Últimas tardes con Teresa narra los amores de Pijoaparte, típico exponente de las clases más bajas marginadas cuya mayor aspiración es alcanzar prestigio social, y Teresa, una bella muchacha rubia, estudiante e hija de la alta burguesía catalana. Los personajes de esta novela a la vez romántica y sarcástica pertenecen ya, por derecho propio, a la galería de retratos que configuran toda una época. Hito de la literatura española contemporánea, esta obra consolidó internacionalmente el nombre de su autor…

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El murciano apartó los ojos de Teresa con aire confuso y murmuró:

– Me gustaría saber por qué se ríe esta tonta.

Y lo asombroso fue que la rubia, no sólo no replicó en el tono digno y ofendido que él esperaba -y deseaba-, sino que incluso, balbuceando un perdón que apenas se oyó; inclinó la cabeza (los cabellos, resbalando como una miel, se partieron dulcemente en dos sobre su nuca) y se puso a mirar las puntas de sus zapatos como una colegiala a la que hubiesen pillado en falta. Eso al Pijoaparte le hizo cierta gracia, pero poca: no era tan estúpido como para creer que había conseguido impresionar a aquella señorita sólo por mostrarse duro con ella, y cambió una mirada interrogativa con Maruja. A causa de ello no pudo ver que ahora en las comisuras de los labios de Teresa Serrat asomaba una sonrisa imperceptible, apenas un mohín, un amago gozoso de misteriosa procedencia.

Maruja, por toda respuesta, clavó en Manolo sus pobres y enfermos ojos colorados, llenos de reproche, y dijo: -Ahora mismo voy, señorita.

– Un momento -repuso el Pijoaparte, cogiéndola del brazo-. Es tu día libre ¿no?

– Vaya, estoy muerta de frío… -empezó Teresa con una voz distinta, repentinamente vulnerable, una voz que pretendía obtener algo de ellos. Y siguió allí, hablando del tiempo, inmóvil, con las piernas muy juntas y ligeramente temblorosas, los puños cerrados bajo las axilas. Manolo se las arregló para aprovechar convenientemente algunas miradas, que arrastraba por los suelos sin ningún interés aparente por nada, y comprobar que la muchacha seguía teniendo aquella deliciosa piel color tabaco y aquellos maravillosos ojos azules que una vez le habían golpeado el corazón. A pesar de la poca luz pudo también distinguir el borrón de la boca, una rosada nebulosa, la leve hinchazón del labio superior -los dos vértices centrales deliciosamente levantados, como si la nariz airosa tirase de ellos- que esparcía por su rostro un aire mimado, un candor aburrido, una mezcla de malhumor aristocrático y de terquedad infantil.

Sonriendo, Teresa concluyó:

– Tenemos unos invitados pesadísimos y mamá está algo pocha. Una lata. Hay que ir a la farmacia, Maruja…

Lo mismo que en su mirada azul, que una particular inercia de los párpados lisos y puros detenidos a mitad de su caída hacía somnolienta, dotándola de una extraña vida estatuaria (sus pupilas, mientras hablaba, estaban fijas en la tosca bufanda de lana que Manolo llevaba colgada al cuello con descuido) también en sus palabras había ahora, excusándose medio en broma por tener que llevarse a Maruja, como un intento de expresar algo más, de establecer una complicidad, una especie de conexión con un poder oculto que podía disculparla y que daba por seguro que el muchacho también conocía, una estrategia de enlace cuyo secreto sólo conociesen ellos dos y que dejaba de lado a la pobre Maruja, o mejor, pasaba piadosamente por encima de ella: era algo cuyo significado él tardaría aún algún tiempo en comprender, y que por el momento, debido a uno de esos misterios de la emoción femenina, se realizaba a través de su tosca bufanda de lana (bufanda, que, en contra de lo que la rica universitaria creía, no había sido amorosamente tejida por las humildes y laboriosas manos de la madre del muchacho, sino que era, dicho sea de paso, un delicado y artero regalo del Cardenal).

En sí, el encuentro hubiese carecido de importancia de no ser porque ya contenía el germen de lo que iba a suceder meses después. Pero el Pijoaparte pensaba en otras cosas; mientras escuchaba aquella voz desmayada, descuidada, un poco nasal, en la que el singular acento catalán se mostraba en todo momento no como incapacidad de pronunciar mejor, sino como descarada manifestación de la personalidad, Manolo, ajeno por completo a estas realidades que no se ven, sólo intuyó que saber enfadarse convenientemente con la servidumbre es realmente una ciencia difícil e importante. Le pareció también que la hermosa rubia alardeaba de un extraño desprecio para consigo misma y para el obligado ejercicio de su condición de señorita.

– …total, que es un fastidio la fiestecita esa, pero qué le vamos a hacer -concluía Teresa, todavía con los ojos clavados en la bufanda del muchacho.

– Ya -dijo él en tono seco, el tono que su instinto, ahora un poco a la deriva pero siempre despierto, le aconsejaba como el más a propósito-. No tarda ni un minuto, sólo tengo que decirle una cosa importante, personal.

Por supuesto, no tenía nada personal que decirle a Maruja, y nada le dijo; se limitó a rodearle los hombros con el brazo y a llevársela a un lado mientras seguía observando con el rabillo del ojo a Teresa, que al fin, con la cabeza gacha, giraba lentamente sobre los talones y parecía dispuesta a irse. Volvió a llamarle la atención la actitud sumisa de la muchacha, pero, aunque ella iba a hacer algo todavía más extraño en los próximos segundos, pensó que a fin de cuentas ¡qué diablos!, tal vez efectivamente la había impresionado.

Pero Teresa Serrat se había vuelto y ya pronunciaba, mirándole, las misteriosas palabras que habrían de quitarle el sueño por unos días:

– No me crea una cursi y una malcriada -dijo para empezar, y, en un tono insólito, quebrada la voz de un modo singular, añadió-: Todos estamos con usted.

Después de lo cual dio media vuelta y desapareció corriendo por el jardín, con el rojo pañuelo de seda flotando y arrastrando por el suelo el cinturón de su blanca gabardina, cuya hebilla de metal tintineaba sobre la grava. El rumor de sus pasos ya se había extinguido cuando el Pijoaparte aún estaba paralizado por una confusión que, pese a todo, se le antojaba cargada de buenos presagios. Quiso interrogar a Maruja con los ojos pero la muchacha ya se había desprendido de su brazo, y, alzándose sobre las puntas de los pies, le dio un rápido beso en la mejilla y entró apresuradamente en el jardín.

En los días que siguieron a este encuentro, Manolo preguntó varias veces a Maruja cuál podía ser el significado de aquellas palabras de su señorita. Pero no sacó nada en claro.

– No sé. La señorita es muy rara… -le dijo ella una tarde al salir del cine Roxy, en un tono indiferente, absorta en el tráfico de la plaza de Lesseps-. Se ha vuelto rara, antes no era así.

– ¿Qué le has contado de nosotros?

– ¿Yo? Nada. Que somos novios. Y como es muy buena habrá querido decir… pues eso, que está contenta con lo nuestro.

– ¡No digas tonterías! Eres demasiado boba, a ti siempre te la pegarán… Yo, lo que quiero es que se me respete. ¿No sabes que estas niñas bien no respetan ni a Dios?

– Teresa es muy buena conmigo.

Manolo miró con pena a su compañera y la atrajo hacia sí. Como siempre, había en las palabras de la muchacha un sabor alarmante, una ternura herida o amenazada por la soledad, consecuencia de aquella mezcla de juventud frustrada y cierta cualidad marchita que erraba a veces por su mirada, por su sonrisa o por su voz. Era el constante temor a que no prevaleciera o no fuese tomado en serio lo único que poseía: su agradecimiento, un agradecimiento a Dios sabe qué, y una natural disposición a no dar crédito a la maldad de este mundo muy propia en seres que, conformados por el especial trato recibido durante años de servidumbre, carecen del verdadero sentido del mal, lo mismo que algunos curas afables.

No volvió a hablarse más del incidente ocurrido ante la verja de la torre de los Serrat, y sólo mucho después, cuando desgraciadamente ya sería demasiado tarde para demostrarle a Maruja que su agradecimiento no era correspondido por nadie (el oscuro germen de su muerte, como el de su discreto paso por la vida, no sería en definitiva otra cosa que una exagerada expresión de aquel agradecimiento) comprendería Manolo el verdadero grado de negligencia que encerraban las palabras de Teresa.

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