Juan Marsé - Últimas tardes con Teresa

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Ambientada en una Barcelona de claroscuros y contrastes, Últimas tardes con Teresa narra los amores de Pijoaparte, típico exponente de las clases más bajas marginadas cuya mayor aspiración es alcanzar prestigio social, y Teresa, una bella muchacha rubia, estudiante e hija de la alta burguesía catalana. Los personajes de esta novela a la vez romántica y sarcástica pertenecen ya, por derecho propio, a la galería de retratos que configuran toda una época. Hito de la literatura española contemporánea, esta obra consolidó internacionalmente el nombre de su autor…

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Siguieron caminando en silencio durante un buen rato. Manolo divagaba, con el infernal ruido de la fábrica retumbando todavía en su cabeza y reteniendo en las pupilas aquella expresión dulce y sometida de Teresa, cuando de pronto se produjo en su mente, acaso por primera vez en todo el tiempo que llevaba viviendo en la ciudad, algo que él identificó como la luz. No fue más que un rápido engarce de circunstancias fortuitas que, ni él mismo podía dejar de darse cuenta, apenas se sostenía por un hilo, una decepcionante sospecha que sin embargo iba a conformar a partir de este día su concepto de Teresa Serrat y de su mundo personal. Tal fidelidad a una amarga presunción, a una idea que le costaba admitir, el esfuerzo que hubo de realizar para valorar moralmente a una muchacha de la categoría de Teresa, denotaban, por otra parte, hasta qué punto el murciano estaba todavía lejos de hallarse en disposición ideal de combate. Esto es: el muchacho se resistía a admitir que una señorita como Teresa fuese una vulgar desvergonzada. Y no porque él ignorase la desvergüenza de este mundo -había tenido pruebas más que suficientes desde la infancia-, sino porque su sentido de las categorías sociales había estado demasiado tiempo ligado a un sentido de los valores. En cualquier caso, debemos otorgarle el beneficio momentáneo de aquella convicción, discutible pero merecedora de aplauso por el esfuerzo que comporta, y ser justos con el Pijoaparte sosteniendo hasta el fin que, con o sin la ayuda casual de este incidente ocurrido un atardecer de primavera, él habría igualmente, a fuerza de darle vueltas y más vueltas a la idea, obtenido la verdadera luz. Pues precisamente porque su creciente interés por la hermosa y fantasmal universitaria -la irrupción de Teresa Serrat en su vida se iba efectuando a ráfagas, caprichosamente- no tenía nada por el momento de la frívola y mecánica disposición de ánimo que caracteriza al cazador de dotes, el murciano necesitó hacer efectivamente un esfuerzo para admitir como buena semejante idea: que Teresa Serrat fuese lo que se dice lisa y llanamente una cachonda, una caprichosa y una irresponsable que gustaba de caer en brazos de chulos de barrio (no hace falta decir que él no se consideraba como tal) por pura calentura.

Y al mismo tiempo que sentía una vaga decepción, en su cabeza bullía un revoltijo de extrañas posibilidades. En primer lugar, su instinto le dictó la conveniencia de guardar para sí lo que acababa de ver con el oscuro fin de obtener algún día, si la ocasión se presentaba, un posible beneficio personal:

– Oye -le dijo de pronto a Maruja-. No se te ocurra decirle a tu señorita que la hemos visto. Ni siquiera en broma, suponiendo que tuvieras confianza para hacerlo. Podría enfadarse…

Con lo cual, aunque los rasgos característicos que había captado en Teresa Serrat no alcanzaban aún la total realidad con la que pronto había de ponerse en contacto, el Pijoaparte empezaba, contra todo pronóstico, a dar muestras de aquella inteligencia que le llevaría lejos.

2

Transcurrió aquel invierno

¿Com ha d’assimílar-se aquesta pura poesía de la forma quan no es resol en l’orgasme?

Llorenç Villalonga

Transcurrió aquel invierno cargado de vagos presagios y, al llegar el verano, los Serrat se trasladaron de nuevo a su Villa de Blanes con la servidumbre. Manolo reanudó sus alocadas visitas nocturnas al cuarto de la criada. Iba siempre en motocicleta, que robaba en el mismo momento de partir y que luego, al regresar a Barcelona, abandonaba en cualquier calle. Llegaba a la Villa irradiando una sensación de peligro que él parecía ignorar: electrizaban sus oblicuos ojos negros y su pelo de azabache, la nostalgia invadía sus miradas y sus ademanes; y del peligro y del esplendor juvenil de estas noches de amor, quedaría, al cabo, el arrogante y ambicioso sueño que las engendró. Porque no era solamente el deseo de poseer una vez más a la linda criadita lo que le empujaba como el viento hacia la costa, no era sólo el intrépido allanador de camas el que saltaba por la ventana de la imponente Villa amparándose en las sombras como un ladrón: algunas noches le daba miedo dormir en casa, eso era todo.

Acaso porque, como todos los años, al llegar el verano captaba de una manera particularmente aguda la vasta neurosis colectiva de felicidad y el áureo prestigio del dinero que se esparce por las viejas costas del Mediterráneo como una miel dorada, que flota en medio del estallido del sol como un germen de verdadera vida y que algunas noches especialmente cálidas y sin fin se introduce en la sangre como un alcohol. Lo que él realmente buscaba en los brazos de Maruja era todo lo que ella traía consigo al lecho al bajar de las terrazas iluminadas o de los grandes salones ya sumidos en el silencio nocturno, una vez terminado su trabajo y cuando ya los invitados se habían ido o dormían; algo recogía, en efecto, allí tendido en la cama, desnudo, algo indecible que emanaba del cuerpo de la muchacha. lo mismo que se recoge algo de la vas _edad del espacio al acariciar las alas de un pájaro: juntamente con el sabor a sal que hallaba en la piel, recogía fervorosamente restos de un día de playa, invisibles presencias, dulces deseos que establece el ocio, fragmentos de palabras vacías de contenido, un abandono corporal y una ternura desapasionada que ya no expresaban -felices ellos, los ricos- ninguna pena por todo aquello que nunca ha de alcanzarse en esta vida, por todo aquello que nunca ha de realizarse.

A veces, tumbado en la cama, sumido en la oscuridad, tenía que esperar a la criada durante horas. Sobre su cabeza abandonada en la almohada flotaba siempre un rumor de voces y risas que a él se le antojaba una fiesta; oía ladridos de perros que había que imaginar hermosos, grandes, majestuosos. Otras veces oía un griterío de niños. Nunca llegaría a verlos. Maruja le hablaba de aquellos chiquillos endiablados que estaban a su cuidado: eran los hijos de la hermana de la señora, todos los veranos venían a pasar quince días a la Villa. “Me dan mucha guerra -decía Maruja- y por la noche no hay quien les haga acostar, ¡pero son tan monos, tan rubios! ¿No les oyes correr cuando se me escapan? Su habitación queda justo encima de ésta.” En efecto, Manolo oía a menudo los piececillos desnudos correteando de acá para allá, los chillidos, su infatigable alegría, y cuando se hacía el silencio (señal de que Maruja no tardaría en bajar, si aquel día no había invitados) se ponía a pensar en los niños dormidos en grandes camas, arropados por indecibles atenciones presentes y futuras. A veces se dormía al mismo tiempo que ellos, como si a él también el alegre trajín de las vacaciones le hubiese dejado rendido. Se despertaba horas después con un sobresalto, malhumorado, descontento de sí mismo, preguntándose qué diablos hacía en el cuarto de una criada. Esto le ocurría particularmente después de haber estado repasando algunos cromos de su entrañable colección particular (siempre sin álbum), y en los que la rica

universitaria desempeñaba un papel cada vez más destacado: fuego, un terrible y devastador fuego, la Villa arde por los cuatro costados, él salta de la cama y se mete entre la humareda, sube las escaleras, que se derrumban tras él, corre y rescata de las llamas a la rubia de ojos celestes (desmayada al pie del lecho, con un reluciente pijama de seda que habrá de quitarle en seguida porque el fuego ya ha hecho presa en él) y luego la lleva en brazos hasta sus padres; o bien otra noche, cuando al llegar esconde la motocicleta entre los pinos, la ve paseando sola por la playa, seguida de un gran perro lobo, soñadora, triste, aburrida, con los rubios cabellos movidos por la brisa, y entonces la tierra empieza a temblar, los pinos se abaten, surgen enormes grietas en la arena, un terremoto, rápido señorita, al mar con la canoa (la precisión dialogal no le interesaba, pero en cambio cuidaba la imagen en sus menores detalles): tres meses extraviados en alta mar, solos, sin víveres, muriendo casi, y ella en sus brazos… Naturalmente siempre acababa besándola; pero no eran sueños eróticos, o por lo menos no tenían como finalidad principal la posesión de la muchacha; eran sueños fundamentalmente infantiles, donde el heroísmo y una secreta melancolía triunfaban de lo demás, por lo menos al principio; el elemento erótico se introducía siempre al final de la historia, cuando él ya había salvado a la bella; cuando ya había dado pruebas más que suficientes de su honradez, de su valor y de su inteligencia, cuando la llevaba en brazos y se disponía a entregarla a sus padres ante la admirada y asombrada concurrencia, pues entonces sentía la imperiosa necesidad de detener el tiempo y la acción, y prolongaba todo lo que podía este momento, era como caminar sobre una tierra que rodaba en sentido contrario bajo sus pies: porque sabía, intuía que él no iba a sobrevivir a este desenlace, adivinaba que estaba irremediablemente condenado a volver a la sombra, y sólo entonces, como un consuelo, o quizá como una venganza por tener que separarse de ella, la besaba tiernamente en los labios. ¡Qué impunidad dulce, casi nupcial, la de tantas aventuras revividas cada noche, de niño, encogido en el duro camastro de su chabola de Ronda! Había siempre una niña de ojos azules (durante mucho tiempo fue la misma: la hija de los Moreau) a punto de despeñarse en el Puente Nuevo; después de la inevitable entrega a los conmovidos padres, él regresaba rápidamente al punto de partida: la chica volvía a pedir auxilio colgada en un matorral sobre el Tajo, balanceándose peligrosamente en-el vacío, y él se abría paso entre la gente, desafiaba el abismo, cogía a la francesita en brazos, la llevaba a sus padres… y antes de entregarla prefería empezar de nuevo, pero al final se dormía. Al día siguiente por la noche, nada más pegar la mejilla a la almohada, ponía en orden los personajes y el paisaje (profundos barrancos, llamas devoradoras, olas enfurecidas, terremotos, guerras) y vuelta a empezar.

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