Juan Marsé - Últimas tardes con Teresa

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Últimas tardes con Teresa: краткое содержание, описание и аннотация

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Ambientada en una Barcelona de claroscuros y contrastes, Últimas tardes con Teresa narra los amores de Pijoaparte, típico exponente de las clases más bajas marginadas cuya mayor aspiración es alcanzar prestigio social, y Teresa, una bella muchacha rubia, estudiante e hija de la alta burguesía catalana. Los personajes de esta novela a la vez romántica y sarcástica pertenecen ya, por derecho propio, a la galería de retratos que configuran toda una época. Hito de la literatura española contemporánea, esta obra consolidó internacionalmente el nombre de su autor…

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En el mes de octubre de aquel año 1956 se produjeron en la Universidad de Barcelona algunos desórdenes y manifestaciones entre el estudiantado. De la destacada participación en tales hechos de Teresa Serrat y de cierto íntimo amigo suyo, Luis Trías de Giralt, estudiante de Economía, Manolo tuvo noticia, de una manera vaga e indirecta, a través de una conversación con la criada de los Serrat.

– Puede que tengamos que dejar de vernos por unos días -le anunció Maruja un domingo, sentados en la plazoleta del Parque Güell, mientras él se estaba adormilando. Era una mañana tibia y soleada, había algunos viejos calentándose en los bancos y niños jugando a la pelota-. ¿Sabes que el otro día, cuando las manifestaciones, la señorita volvió a casa a las tantas de la noche y con el vestido roto? Parece que la policía la estuvo interrogando, fue por lo de los estudiantes, se ve que ella fue de las primeras en armar jaleo. ¡Si hubieras visto a su madre, cómo se puso la pobre señora! Teresa dijo que a lo mejor la expulsaban de la Universidad, ¡y lo dijo tan fresca! ¡Su padre está furioso y quiere mandarla unos días a Blanes con la señora y conmigo, dice que es lo más prudente… Sé ve que la señorita está muy metida en este lío.

El murciano -que había tenido una noche agitada desvalijando un coche en la plaza Real- apoyaba la cabeza en el regazo de Maruja y bostezaba. Al principio, toda aquella enrevesada historia no le interesó demasiado y sólo la imagen de Teresa se iluminó de vez en cuando con vivos colores entre sus entornados párpados, como descomponiéndose por efecto de la luz en un día de lluvia, pero desprovista de toda significación. Para él, los estudiantes eran unos domésticos animales de lujo que con sus manifestaciones demostraban ser unos perfectos imbéciles y unos desagradecidos; a los follones que organizaban en la calle, aunque él presentía que podían tener motivaciones políticas, nunca les había concedido más valor -y desde luego mucha menos importancia- que a las gamberradas que hacían con las modistillas el día de Santa Lucía. Sin embargo, Maruja aventuró una vez más una observación acerca de lo rara que se había vuelto Teresa desde que iba a la Universidad y salía con aquel estudiante amigo suyo; en esta ocasión, la criada se ayudó con una ingenua y pintoresca imagen de su señorita, sin duda exagerada -por lo menos así se lo pareció a él, que la escuchaba sumido en una especie de duermevela- diciendo, con una vehemencia en la voz que ni ella misma habría sabido explicar, que Teresa, si tú supieras, a la señorita le gusta mucho frecuentar las tabernas con sus amigos y enterarse de cómo es la vida, hablar con trabajadores y hasta con mujeres de ésas, ya me entiendes, porque ella es muy así, muy revolucionaria, ¡huy si la oyeras a veces en casa, te aseguro que la señorita no tiene pelos en la lengua…!

Le contó, además, que Teresa salía a menudo con chicos estrafalarios y existencialistas -fueron las palabras que empleó la criada,’ casi con unción-, gente rara, estudiantes con barba, y que se pasaban la vida llamándose por teléfono, dándose citas y prestándose libros; que a veces Teresa se encerraba en su habitación con un grupo de amigas y se pasaban allí toda la tarde, y cuando ella, Maruja, les subía café o bebidas, se encontraba siempre con el cuarto lleno de humo de cigarrillos y a ellas sentadas en el suelo entre almohadones, rodeadas de discos y discutiendo acaloradamente de política, del país y otras cosas raras.

De nuevo despuntaba en sus palabras aquel trémolo de admiración y respeto que deprimía a Manolo, y por eso él prefirió no hacer ningún comentario que pudiera avivar aquellas confusas y sin duda exageradas confidencias de la criada. Por otra parte, esta mañana el sueño casi vencía el interés que el simple nombre de Teresa despertaba habitualmente en él. Pero acaso por oposición instintiva a esa misma densidad desapasionada que poco a poco nos introduce en el sueño, una imagen fue adquiriendo forma en su mente: la imagen pertenecía a aquella extraña muchacha, en cuyos cabellos de oro se descomponía la luz mientras charlaba con unos desconocidos desastrados en una tasca, con un vaso de tinto en las manos, y que, aparte de expresar sin duda un simple capricho de niña bien (el de codearse, de vez en cuando, con gente “baja”), hizo que esta vez Manolo presintiera algo manifiestamente descarado, lúbrico, y, en consecuencia, accesible para él, vulnerable en algún punto, ignoraba todavía cuál. La veía de pie, con el vaso en la mano, solícita, receptiva, concreta, y la imagen se le quedó grabada en el recuerdo con ese sabor agridulce de la primera experiencia sexual no totalmente consumada, con idéntica fuerza a la de los recuerdos que persisten en la memoria no por lo que fueron sino por lo que podían haber sido, y que en el transcurso de los años exigen a menudo ser rememorados y analizados para ver dónde o en qué momento cometimos el error, como en el caso de aquella noche que él abrazó a la chica del pijama de seda que relucía a la luz de la luna, noche que pudo haber cambiado el curso de su vida.

Pero justamente por esas fechas, tan calenturientas en la Universidad de Barcelona, tan preñadas de sublimes y heroicas decisiones -que sin embargo no conseguirían todavía cambiar el vergonzoso curso de la Historia ni aún sacrificando por el pueblo lo mejor de nuestra juventud, según la propia Teresa Serrat le confesaría un día a su compañero en la lucha- había de darse aún otra circunstancia fortuita para que aquella recién estrenada imagen de una Teresa distinta, todavía extraña y lejana pero ya vulnerable en algún aspecto, volviera a cobrar relieve inesperadamente y se mostrara con todo su sentido. Ocurrió a últimos de mayo, en ocasión de una visita que Manolo hizo a la barriada del Pueblo Seco para cumplir un encargo urgente del Cardenal (entregar una pesada maleta que contenía cubiertos inoxidables valorados en quince mil pesetas) con Maruja, que tenía su tarde libre y se empeñó en acompañarle.

Anochecía. Caminaban por una calle enfangada, maloliente, desierta, pegados a la larga pared de una fábrica, cuando, de pronto, Maruja lanzó un grito de sorpresa al reconocer el “Floride” de Teresa parado frente a un pequeño portal. Maruja hizo nuevas consideraciones acerca de las extrañas amistades de su señorita. Manolo no dijo nada. Mientras se iban acercando al automóvil se oía cada vez más fuerte un ruido de máquinas que latía como un enorme pulso tras la interminable pared, un rumor sordo de fábrica. Manolo aflojó el paso y le ordenó a Maruja que se callara. Al pasar, sin detenerse, volvió la cabeza y miró al interior del portal: Teresa Serrat estaba allí, en las sombras, apoyada en la pared con un desfallecido gesto de entrega y abrazada a un muchacho. El desconocido, que se hallaba de espaldas y llevaba el pelo muy largo en la nuca y un jersey rojo de cuello cerrado, la besaba con esa falta de alegría en los gestos que revela inexperiencia amorosa y torpeza: parecía debatirse, no ya con ella, sino consigo mismo o con su propia sombra. Teresa se dejaba besar. Eso fue todo: una visión fugaz que Manolo había captado docenas de veces en su propio barrio, de noche, y cuyos pormenores nunca le habían interesado. Pero aquí dentro, una especie de entrada a oficinas, el ruido de la fábrica era ensordecedor y resultaba inconcebible que una muchacha como Teresa se dejara besar en tales condiciones. Su bonito y rápido automóvil, estacionado frente al portal, junto a un charco de colorantes y residuos de productos químicos, resultaba igualmente una visión casi insólita. La imagen fue por demás breve, turbadora y confusa como una aparición: sólo destacaban en la penumbra las rodillas soleadas de Teresa ciñendo las piernas del desconocido -con un fervor que éste no merecía, a juzgar por su torpe abrazo-, sus manos que subían y bajaban por la espalda, y su rostro, con los ojos cerrados, que emergía de las sombras por encima del hombro del muchacho. Cuando ya estaban más allá del portal, Manolo le preguntó a su compañera si sabía quién era el desconocido. Maruja, que se había colgado repentinamente de su brazo y expresaba su sorpresa con una risa nerviosa, casi de complicidad, respondió que apenas si había tenido tiempo de fijarse en él, pero que le había parecido, así de espaldas, uno de aquellos tipos raros con los que a veces salía la señorita. ¿Qué hacía la señorita aquí? Pues saltaba a la vista… ¿Por qué en esta sucia y olvidada calle precisamente, en el Pueblo Seco, un barrio tan distinto del suyo, en un portal y con un desconocido con pinta de chulo? Eso era difícil de responder. Una casualidad. ¿Ha tenido muchos chavales tu señorita? Bueno ¿novios quieres decir? Pues no, novio formal, lo que se dice formal, nunca.

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